Recuerdo vívidamente los dinosaurios correteando a la gente, a esos exploradores-invasores de un mundo ajeno a nuestras realidades.

Me gustaban mucho los tiranosaurios que agarraban coches enteros entre sus fauces y aplanaban las tiendas de campaña de esos aventureros de tamaño insignificante.

Recuerdo a mi padre leyéndome las palabras difíciles y explicando las razones por las que los dinosaurios atacaban a esos hombres, el lugar donde sucedía y la triste imposibilidad de poder ir hasta allí y defender a esos magníficos animales.

Era ya muy tarde, pasada la medianoche con seguridad. Nuestra cama, fabricada por el Mago para desaparecer en cuanto dejemos de usarla era también una protección, contra la noche, contra esos monstruos de dos pies que suelen venir a atacarnos. Así, finalmente, nos llegó la hora de hacer la vigía que nos habíamos propuesto: quedándonos en silencio y mirando hacia la oscuridad, tratando de escuchar el mínimo sonido que delatara alguna respiración ajena o los pasos disimulados de algún falso caminante listo para escabullirse hacia donde estábamos. Hasta que, finalmente, sucedió: sonidos metálicos, voces gélidas y brazos desnudos murmurando en el silencio de la noche y a unos cuantos pasos de nosotros, nosotros que fuimos, ingenuamente, a defender lo poco que teníamos, nos hallamos esperando el golpe de pie y enfrente de la entrada: la hora del enfrentamiento finalmente había llegado. Mi reacción inmediata fue cerrar los ojos y los puños y aferrarme a mi padre imaginándolo un dinosaurio como el que habíamos leído, el desenlace reveló la cruda realidad y marcó para siempre el momento en el que mi niñez se desvaneció por completo y con ella mi esperanza de un mejor futuro para los hombres.