Entonces me encontré recorriendo diminutos tramos de la vida sentada frente a la muerte; horizontal; taciturna. Con los brazos colgando en un balanceo suave y la mirada perdida en lo que pudiera distraer tanto dolor, mientras me detenía sobre las molduras marfiles para descansar los ojos. Tras el cristal que dividía esa habitación, estaba la parte posterior del féretro, tendido como un animal dormido; a su alrededor, las piernas de los familiares eran como estacas sobre baldosones oscuros, rígidas a fuerza de una infinidad de lágrimas. Cada nuevo visitante traía consigo una esperanza distinta que renovaba el aire de la sala, hasta desvanecerse en ese mismo vaho que todos estábamos inmersos. A veces un grito de dolor ascendía desde los asientos de cuero, donde la gente reposaba con sus bocas ensimismadas y trágicas. Bajo el transcurso del tiempo, las luces se fueron acrecentando junto al murmullo del gentío, humos y miradas compungidas. Algunos se reencontraban después de un largo tiempo; otros, sólo accedían por compromiso.
Yo que podía contemplarlo todo, me quedé intacta de cuerpo y alma para desaparecer lenta cuando lo creí apropiado...
Aunque en realidad, creo que nunca se dieron cuenta de mi ida...


Dedicado a Beatríz... qepd


Ana Cecilia. ©