CUATRO CALUGONES POR CIEN PESOS
Seis y media de la tarde de un jueves de verano. El bus, viejo y sucio, se va hinchando de cuerpos cansados y el calor, espeso, se te pega en la ropa interior. Tienes que tragar aromas de todo tipo.
Ando de mal genio. Soy conciente que, desde hace un tiempo, no he podido manejar mi mal humor y que, sin quererlo, me desquito con mis compañeros de trabajo. Y es que tengo esa horrible sensación de no saber hasta cuando me dura la “pega”. Estoy choreado. Me agarré un asiento y decidí no dárselo a nadie, ni siquiera a una señora embarazada. Una señora gorda me empieza a molestar con su guata enorme, poniéndomela contra el hombro. Son esas panzas duras que después de un rato comienzan a irritar donde se apoyan, en un trabajo concienzudo... ¡A ver si les das el asiento!
Luego de observar y examinar a cuanta hembra sube con cierta morbosidad, me fijo en un hombre, un obrero, que ha subido junto a una niña. De su hombro cuelga el típico bolso con sus cosas. Creo que ha pasado a buscar a su hija a una guardería o sala cuna. Siento el impulso de darle el asiento o, al menos, tomar la niña en brazos para que no la atropellen los demás pasajeros. La vieja sigue con su guata e insinuaciones y no me decido. Miro hacia fuera sin ver nada.
Pasa un rato, la señora se corre hacia atrás y, casi al mismo tiempo, se desocupa el asiento del rincón. Ayudo a pasar a la niña con un _¡gracias! _ del hombre que libera mi conciencia. Medio de reojo me los quedo mirando. El rostro de él denuncia cansancio, preocupación y hasta un poco de amargura. Incluso hay un poco de timidez en un diálogo confuso con su hija. Esta no debe tener más de dos años. El sorprende mi mirada y yo le hago una mueca que quiso ser una sonrisa.
_ ¡Calugones a cien! _ ¡Cuatro calugones a cien! _
El chiquillo exhibe las calugas mientras pregona su mercadería. Cien pesos por aquí y otros por allá, envoltorios que caen por el piso, bocas que se inflan. Entonces, descubro los ojitos ansiosos de la pequeña y al hombre que mira hacia fuera, en apariencia indiferente. ¡P’tas! Me digo que cien pesos no son nada y hasta pienso que el gallo es apretado. Se me ocurre comprarle yo unos calugones a la mocosa, pero no me atrevo.
Se baja el muchacho con su caja. Papá e hija se miran. El hombre le pregunta absurdamente a la niña _ ¿Querís calugones? _ Se busca en un bolsillo y saca cincuenta pesos, explicando incomprensiblemente que sólo le alcanza para dos, pero que hay que esperar a que suba otro vendedor.
Me arrepiento, entonces, de mis pensamientos anteriores. La realidad se escapa cuando no la vives, por breve que sea el período que cierres los ojos. Puede que el tipo gane muy poco, que esté endeudado o se lo haya comido el consumismo. La miserable moneda puede ser para la movilización de mañana, tal vez un pan... Siento dura la garganta.
_ ¡Calugones a cien!_ Y aún el hombre trata de mirar por la ventana. Imposible. Hay una promesa.
_ Sólo quiero dos_ le dice al chiquillo, mientras le pasa la moneda de cincuenta pesos. Éste le pasa las calugas, un poco extrañado. La mano del hombre las recibe mascullando un agradecimiento, casi avergonzado.
_ ¡Calugones a cien!_ y el vendedor se aleja con su mercadería que endulza un poco, quizás, la vida.
|