Nunca fui bueno con la poesía. Desesperadamente lo intenté, porque de hecho sabía que los poetas, en este preciso instante se estaban acostando con nuestras futuras esposas; quienes sonrojadas durante una tarde de té, recordarían entre carcajadas asmáticas, las honduras líricas y las prominencias erráticas de sus formas de amar.

Aunque esto pueda sonarle algo personal, mi amigo poeta, -el cantor de la revolución-, debe saber que no me altera, cómo su mirada inocente, se rinde hipnotizada por la rapidez con la que mis manos escriben su condena; esto no es nuevo, se trata de una simbiosis antigua y profunda. Mi primera máquina de escribir, una Olivetti MP1 ICO de 1929, llegó por el portón trasero de mi casa tras las revueltas, que desencadenaron el saqueo del Banco Central, a finales del cuarenta y ocho. Como trofeo de guerra, mi padre -ernestico el de contabilidad-, salvó a su máquina de dotación, del incendio voraz; mientras en el reflejo carmín de sus anteojos se desvanecía todo lo que daba sentido a su vida.

Cuando llegó a casa, despeinado y triunfal, instaló la Olivetti sobre la mesa de un comedor, que jamás se usó para comer y allí imponente e inoxidable, estuvo con sus teclitas huérfanas de acentos; esperándome como prostituta casta, llamándome con su voz metálica, buscándome en las noches de infortunios, cuando todas las palabras inmemorables, querían trascender mi propia tragedia y creían ingenuas merecer su inmortalidad, sobre un papel que resistiera mi mano temblorosa, que a cada minuto amenazaba con plegarlas como avioncito, acaso más meritorio que mis sonetos taquicárdicos.


Si, así fue mi amigo poeta, ¿Puedo llamarle amigo?. No, no puedo quitarle la mordaza, pero igual no se moleste en contestar, es innecesario.


Solo quiero decirle, que desde el dia cuando pude usar la ropa heredada de mi padre, -ernestico el de contabilidad-, Siempre pensé que esos versos delirantes que se escurrían de mis dedos torpes e impacientes, serian la clave para deslizarme bajo las faldas rosadas, la llave para abrir las blusas sedosas, de la esposa que nunca fue. Pero me venció al final, la métrica sosa de mis amores inexpertos y las paradojas inexistentes en una vida del común, que me aplastaba a diario, entre buses y cara de bondad para fiar y jamás pagar. Sabrá usted que finalmente las razones vencen a los corazones, ¿Ya noto que soy incapaz de rimar?. Ya puedo adivinar una risa burlona entre su barba hirsuta, pero no soy culpable, fue la poesía, la que me obligo a escribir oficios y memorandos, tan solo para deber una casita con rejas blancas y flores descuidadas.

Es por esto que los burócratas odiamos a los poetas, es esta la razon profunda que me asiste Licenciado Naranjo, ¿Puedo decirle diego?, casi nadie sabe que es su nombre de pila y probablemente le sepultarán como un NN.

Diego, este es mi privilegio; sentarme al frente de la misma vieja máquina de dotación a transcribir su condena, por actos impúdicos contra el de Excelentísimo Señor Presidente de la República, y promulgar el decreto veintidós de mil novecientos sesenta y uno, que ordena recoger sus hermosos panfletos, sus impecables pasquines, pletóricos de lírica y verdades universales. No siento ninguna alegría, no, no se equivoque, no puede llamársele alegría, es solo que regreso triunfal y despeinado a reclamar mi propio trofeo, este oficio primorosamente escrito, que le condena a muerte, que una vez firmado y sellado, archivaré como clasificado y jamás publicado. Esto es tan solo la revancha que reclamo como burócrata, por mi esposa, - que ya me abandonó - y por todas las esposas de mis escasos amigos, que aun suspiran por sus rizos desordenados, su transido olor a tabaco y sus palabras dulces que envenenaron todos los oídos y los odios de mi generación.