Estábamos decididos a no perdernos de conocer nada que apareciera a nuestro paso.
Como era lógico a esa edad, andábamos transitando los 20. Terminábamos el secundario y nuestra entrada a la universidad, de vuelta de nuestro viaje por el Norte, nos esperaba sin apuro. En resumen contábamos con un par de meses, para recorrer lo que se nos presentara sin urgencias, y que mejor que hacerlo recibiendo lo que la circunstancia dispusiera, para conocer los lugares que nosotros quisiéramos y no que la industria del turismo dispusiera.
Unas veces enganchábamos algún coche o camioneta que con suerte nos movilizaba varios kilómetros en forma continua, pero otras como en esta circunstancia, la caminata se hacia pesada.
Pero en fin, ese lugar de la quebrada, era particularmente colorido. Los cerros de “siete colores”, ofrecían un escenario semejante a la misma manta que las mujeres del lugar lucían en sus ropas y adornos. Prevalecían, rojos, amarillos, y sobre el paisaje los secundarios, violeta, terracotas y naranjas, dejando a las claras que la pintura que nos ofrecen comercialmente en pinturerías de la ciudad tienen como base la riqueza de materiales que teníamos a la vista y en las rocas, en aquella circunstancia.
Hacia rato que andábamos por el asfalto caliente, el cual debía hacerse sinuoso aunque no quería, la altura técnicamente se lo demandaba. A medida que avanzábamos, la cantidad de vehículos se hacia menor, casi ni pasaban, como contrapartida a menor murmullo que proponía el progreso, comenzaba un mayor disfrute de la naturaleza.
La sensación era que a medida que nos metíamos en el valle, las montañas formaban como una especie de cajón, y la vegetación en forma atípica con respecto al paisaje que hasta ahora veíamos; era tropical, frondosa y sugería presencia de agua en cantidad.
Por otra parte, como los cerros, comenzaban a pocos metros del camino, esto también marcaba una diferencia, en el sentido que hace pocos pasos atrás, todo horizonte era lejano.
El sol ya no era una presencia tan molesta, nos envolvían cada tanto los árboles, con lo cual se daba a nuestro entorno un sentido de referencia y contención un poco mayor.
Junto con la placidez del paisaje, otras sensaciones comenzaron a fluir, el olor empezó a hacerse notar. Frutas y verduras frescas, cercanas, fueron la novedad, que nos provocaba, para averiguar que se trataba.
Esto era un nuevo aporte de color y olor al ambiente, cada tanto senderos muy estrechos aparecían entre las plantas. Nada daba la impresión de estar en presencia de grandes plantaciones, sino más bien dentro de un conjunto de pequeñas huertas, familiares, ese tipo de chacras donde no se destacan las construcciones, porque pese a ser el producto del trabajo para una o varias familias, en realidad no dejaba de ser algo, todavía primitivo y armado con mucho esfuerzo, manufacturado por ellos mismos. Tal vez a lo lejos no fuera posible diferenciar las viviendas de las plantaciones,.
Hacia rato ya había pasado el mediodía, como de costumbre teníamos hambre, y como siempre todo era cuestión de parar, acomodarse lo mejor posible y tomar como referencia algún elemento de la naturaleza. Un grupo de árboles, en una entrada del camino nos serviría para el caso.
Todo estaba bien, lo único que no pegaba con el resto, no acompañaba al clima bucólico, era que nuestro almuerzo que tenia que basarse en un conjunto multicolor de latas, cuyo contenido no era fácil de describir.
Entonces surgió la idea. Porque no comer lo que veíamos, y que además nos invitaba a servirnos como de la planta al plato. Hacia allí nos dirigimos.
Una mujer, mitad trabajando y mitad vigilando, apareció entre las plantas, como siempre la consigna del lugar era el silencio. Después de intercambiar algunas breves palabras y gestos, le pagamos una poca cantidad, y nos alejamos con un increíble conjunto de tomates a punto de estallar, como nunca volví a ver en la ciudad. Fue la primera vez que comí una polenta, donde la salsa de tomates era el mayor componente y el cereal el menor, pero todo aportaba a la armonía con la naturaleza.
Otra vez estábamos en la ruta, cerca del pueblo. En realidad habíamos visto un par de camionetas, pero solo irse del lugar, no habíamos visto a nadie llegar.
Mientras comíamos entre las plantas de tomates, habíamos escuchado el murmullo de un río, al que hacia rato intuíamos pero nunca encontramos, el causante de toda esta vegetación se hacia desear, pero al menos se dejaba escuchar.
Ya estábamos en el acceso al pueblo, como era costumbre, pensamos en dar un rodeo, y aparecer por algún lugar alto, como para entender de un vistazo aéreo, cual seria nuestro lugar de visita.
Así lo hicimos, y allí nos encontrábamos. Sentados, descansando y comentando lo que aparecía ante nuestro ojos.
En unas 50 manzanas se resumía la vida del pueblo. No eran completas, en cuanto a su forma, las más periféricas ni siquiera eran ortogonales. Los colores predominantes eran el ocre, el terracota y cada tanto unas manchas de verde.
La manzana central se distinguía más prolija que el resto, confirmaba ser el orgullo de toda localidad. La iglesia, en uno de los lados de la plaza y detrás de esta, el cementerio por lo general presente en cada pueblo, pero si bien en otros lo habíamos visto alejado del sector urbano, allí estaba cerca, y además pegado al templo. No debería ser demasiado el ceremonioso recorrido, -que es en sí mismo un hecho cultural-, en estos casos al menos debería tener otro sentido cultural, tal vez algún rito que deberíamos descubrir?
En fin como suele suceder, se mezclan las costumbres nativas con las importadas -a veces persuadidas otras impuestas- por los españoles.
El rasgo distintivo era, muy poca gente y en particular ningún vehículo a la vista.
Tan solo, un grupo de personas, irregular, por las edades y colores, atravesaba lentamente en forma longitudinal la villa.
El sonido que hacían llegaba hasta nosotros. No porque fuera demasiado estridente, sino porque todo era un gran silencio, y ellos eran los únicos que hacia notar su presencia.
Tambores, bombos y hasta trompetas, realmente inesperados, para la ocasión y en particular la hora. Después de mediodía, sol a pleno, orgullosos mostraban los bronces y las pancartas.
Sin embargo luego que pasaron, un largo silencio. Desaparecieron por completo, como si ese grupo y en ese lugar, fuera tan fácil ocultarlo.
El clima estaba cambiando y unas nubes comenzaban a instalarse enfrente de nosotros.
Detrás, todavía aparecía un grupo de casas, como el resto, paredes de barro, algunas sin revocar. Este grupo de construcciones estaba mas cerca nuestro que el casco urbano, donde antes vimos pasar la procesión.
Dos de las casas, estaban tan cerca que casi podíamos tocar con nuestras manos. De sus dinteles colgaban sogas, una en cada dintel, “representaban” horcas, y curiosamente ninguna puerta cerraba estas casas, como si la entrada fuera libre, la imagen era de invitación o de abandono?
Aprendimos que en el norte, tal vez sea lo mismo en otras regiones, según los horarios y en determinado momento, las puertas están abiertas sin ninguna precaución, y con la misma rutina en cierto momento todo se cierra, y tampoco es posible ver a nadie.
Comenzamos a bajar lentamente de nuestro lugar de observación, desde abajo, nuestros cuerpos empezaban a mimetizarse con el suelo, ni siquiera podíamos garantizar que eso era, estar sucios sino pertenecer la tierra misma, y con cada paso aumentábamos esa integración
A mitad de camino, otro par de casas con sus puertas abiertas y de nuevo la representación de las horcas, nos acercamos un poco para verlas mejor.
Allí colgaban, no podíamos asegurar que era “una representación” en el sentido de su ubicación jerárquica y el extraño significado cultural que tenia ese lazo, si uno lo emparentaba con el sentido de la muerte, quedaba muy poco espacio para el sentido del humor.
Finalmente y luego de recorrer varias veces las calles polvorientas, lo único que se repetían eran las puertas con sus horcas, abiertas y nadie a quien pedirle una explicación.
Cayo la noche y teniendo en cuenta que éramos tres porteños, descuidados en cuanto a las costumbres locales, advertimos que el corte de luz general no le era extraño a nadie, simplemente llegaba la noche, no había luz eléctrica y al parecer la consigna era quedarse en las casas.
Tal vez con la esperanza de encontrar un buen lugar para tirarnos a dormir –y a esa altura creo que inconscientemente, buscábamos un lugar con buena prensa con respecto a la protección- nos dirigimos a la iglesia allá en el fondo de la calle, detrás del edificio se alzaba en un cerro desde donde se escalonaba el cementerio en cuya entrada se veía a lo lejos, nuestro símbolo infaltable.
Preguntar a alguien si podíamos descansar era inútil, nadie en la calle y nadie en el atrio de la iglesia. Nadie dentro de la iglesia y nadie en la construcción lateral, donde finalmente y casi al tanteo, conseguimos entrar.
En las viejas habitaciones el aire se hacia casi irrespirable no era polvo ni suciedad, pero era pesado. Tropezamos varias veces con un par de muebles, tocando notamos que uno de ellos tenia cajones. Por suerte un par de velas nos ayudaría a iluminar la noche.
Al ver lo que nos rodeaba nos sentimos un poco más cómodos, cerramos la puerta, a esa hora ya había refrescado, no hubo mas que sentarse en el suelo y disponerse a recibir el sueño.
Queríamos asemejar situaciones de circunstancias más cómodas. Acaso si estuviéramos en un hotel no leeríamos un poco antes de dormir, -vamos a probar lo mismo ahora- pensamos sin decirlo.
Un escritorio y éramos tres, una vela y el cansancio que ya se hacia notar.
Los destellos de luz de la vela sobre las paredes, me recordaban un cuento sobre “el bajo Flores” que hace poco había leído.
Era difícil seguir la lectura del libro, empecé a vagar por los alrededores del texto. La tabla del escritorio había recibido otras visitas, que habían querido inmortalizar su paso. Entre los dibujos y leyendas, una horca centraba inevitablemente la atención. ¿Habría sido motivo de curiosidad, también para el pasajero de turno?
Que larga seria la noche y que fuerte eran los susurros del viento. Como se amplifican los sonidos cuando uno los percibe pero desconoce como se producen.
Que sensación desagradable de castigo encierra la imagen de una horca.
La noche y el sueño nos ganaron, el día todo lo cambio. La habitación era tal como la veíamos a la luz de la vela. Pero que pasaría con nuestro pueblo inexplicablemente vacío.
Nos volcamos a la calle como si alguien nos esperara, ya era hora de continuar nuestro camino, nos iríamos con varias preguntas sin responder.
En una galería cercana un pequeño grupo, preparaba su mercadería para ofrecer a los pasajeros del micro que pasaría a las once.
Tal vez esta era toda la actividad diaria que alteraría la vida del lugar, hasta los perros que se acercaban a olernos parecían presentir que allí habría actividad en pocos minutos.
En una rápida recorrida final vimos que nada había en los lugares donde colgaba una horca el día anterior, tampoco en la puerta del cementerio local y lo frustrante era que tampoco teníamos a nadie para que nos aclarara –repitiendo lo del el día anterior- que fue lo que habíamos visto.
El micro desvencijado llegaba casi en horario, nos preparábamos para seguir viaje, todos ofrecían sus baratijas y algunos turistas se interesaban.
Un chiquito se nos acerco y como si nos conociera, estirando la mano nos ofreció su trabajo, una pequeña soguita, asemejando –o representando- una horca, con una leyenda que decía: “Recuerdo de Purmamarca.” [1]
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