- JOSEFA Y LA MUERTE
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- Buenos dìas! – Dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer.
- ¡Claro!, Venìa vestida muy distinto a como es conocida. Habìa dejado su manto blanco, la guadaña, y se habìa vestido con ropa de calle. Eso sì, debìò ocultar su mano amarilla en el bolsillo.
- - Si no es molestia – dijo - necesitarìa saber en donde vive Josefa.
- - Creo – respondiò uno – que Josefa es la señora que habita la casa que se encuentra por ese camino que sube la colina, allà donde el viento azota los matorrales.
- -Gente amable, pensò la muerte y comenzò a andar por el camino aquella mañana que, se presentaba luminosa y de un cielo diàfano y celeste.
- Mirò la hora y comprobò que eran las siete de la mañana. –Para el mediodìa creo que habrè terminado mi tarea menos mal que trabajo en un solo caso
- -pensò.
- Comenzò a caminar por ese camino rodeado de frondosa vegetaciòn en el mes de setiembre, en donde la primavera hace eclosiòn, màs en ese mes donde hubo abundantes lluvias y el verde, verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores. Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacer? ; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino. Asì llegò a la casa de Josefa.
- -¿Por favor, se halla Josefa? Preguntò la muerte a una niña que, limpiandosè la nariz le atendiò.
- -Mi abuela saliò muy temprano - Dijo la niña un tanto temerosa.
- -¿Y a que hora regresa?
- -No se sabe, - respondiò- ella trabaja en el campo
-¡Vaya! Tendrè que salir a buscarla con este sol. Y puede que no pueda tomar el tren de las tres de la tarde, se quejò la muerte.
- -¿Y ahora donde la puedo encontrar?
-Ya debe haber terminado de ordeñar las vacas, ahora seguramente estarà en el maizal llevando agua a los cosechadores. –¿Y dónde está el maizal? –preguntó la muerte.- Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
- Gracias- dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él.
- - ¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!- Escupió y continuó su sendero sin tino. Una hora después de tener la cabeza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante.
-Señor, ¿Pudiera usted decirme dónde está Josefa por estos caminos?- Tiene suerte -dijo el caminante-, media hora lleva en casa de los Gonzales. Está el niño enfermo y ella fue a curarle el empacho.- Gracias- dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillar, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así, por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los González.
- Con Josefa, por favor.- Ya se marchó.- ¡Pero, cómo! ¿Así, tan pronto?
-¿Por qué tan pronto? -le respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
-Bueno... verá -dijo la muerte turbada-, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.
- Entonces usted no conoce a Josefa.- Tengo sus señas - dijo burocrática la impía. A ver; dígalas -esperó la madre. y la muerte dijo:
- Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años.- ¿Y qué más?
- Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...
- ¿Digamos qué?- Filosa.¿Eso es todo?- Bueno... además de nombre y dos apellidos.- Pero usted no ha hablado de sus ojos.- Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
- - No, no la conoce -dijo la mujer-. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada que es clara como el agua y verde como esmeralda. Esa, a quien usted busca, no es Josefa.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada.
- Anduvo y anduvo. En casa de los Fernàndez le dijeron que Josefa estaba muy cerca de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la muerte la pastura recién cortada y nada de Josefa, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:- "¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!" Y emprendiò la muerte el regreso, maldiciendo. Mientras, a dos kilómetros de allí, Josefa escardaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:
- Josefa, ¿cuándo te vas a morir? -
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
- Por ahora no -dijo-, tengo mucho que hacer.
Copyright ©: Carlos Josè Dìaz Amestoy
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