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Redes


"A menudo encontramos nuestro destino
por los caminos que tomamos para evitarlo"
Anónimo.


Fue en Tampico, en una noche de verano. El calor y la humedad se aferraban a los cuerpos mientras la luna irradiaba destellos de plata para los amantes. Ahí te conocí, estabas de pie, en el resquicio de la sala, junto al piano, observando el deslizamiento de las manos del ejecutante sobre el teclado color nieve y azabache.

Mordías la aceituna del martini seco al tiempo que de aquella delgada copa tomabas un trago como un dios en agonía. En cada sorbo exhibías tus dientes perfectos, tus labios carnosos, tu sed. Tus barbas crecidas ocultaban aquel rostro que no quería verse descubierto. Escuchabas música, agazapado, apartado del bullicio. Mirabas el baile y a las mujeres moviendo caderas y senos al son de la música. Eras como una estatua de arena, ajeno a la alegría de la fiesta, ajeno a ti. Tus ojos tristes color avellana lograron cautivarme.

Yo en la contraesquina, frente a ti, sentada en un alto banquillo, tomando refresco “pintado” como para dar un toque de mujer fatal. Juguetonamente balanceaba mis pies al son de los ritmos que se desprendían del piano y de un viejo fonógrafo preguntándome por qué nadie me había invitado a bailar.

Te miré y supe que eras un territorio a ocupar; algo indescifrable sucedió, algo moviste en el interior; ya te sabía parte de mí cuando ni siquiera nos conocíamos. Cruzamos miradas y al encuentro desvié la mía. El fuego quemó mis mejillas a pesar de mi pueril inocencia. De reojo pude advertir que caminabas hacia mí, en medio del salón, entre parejas, borrachos, gritos e improperios. Esquivabas los obstáculos con copa en mano. Traicionero corazón que no renunciaba a palpitar aunque hubiese querido silenciarlo.

Encogí piernas y crucé brazos porque deseaba continuar bajo mi amparo. Creí que entenderías el lenguaje del cuerpo que no se abre, el del cuerpo que se refugia en su propia tempestad. Fue inútil, ¿lo recuerdas?

-¡Hola! ¿Eres de aquí?, dijiste. El tono grave de tu voz logró traerme de regreso. Faltó el aire ante tu presencia. Tu sonrisa franca despejó mis miedos; miedos de tenerte, miedos de perderme en ti.

-No, soy del DF, estudio en la UNAM -respondí con cierto nerviosismo-. Veníamos del mismo lugar e hicimos una travesía de miles de kilómetros para coincidir aquí, en una ciudad distante, con gente lejana, en una casa ajena. Aún no podía reponerme de la sorpresa cuando en tono ceremonioso dijiste: -¿Bailamos? Sin palabras de por medio empezamos la danza y el cautiverio. No podía seguir el ritmo pues nunca fui apta para el baile.

El alcohol hizo estragos en ti porque ni siquiera podías sostenerte en posición erecta. De vez en vez recargabas tus brazos en mis hombros para no desfallecer en el intento. Tus manos comenzaron a tejer redes alrededor de mi cintura, anudando pieles, cruzando historias. Murmurabas a mi oído recitando poesías de Sabines y de Bukowski, no faltaron los infiernos de Lowry. El bullicio no me dejaba escuchar esos lamentos que silenciabas por el dolor que simplemente te ocasionaba “vivir la vida”. Descubrí tus dedos regordetes peinando mis cabellos y acariciando mi pómulo, al sentirte incliné el rostro para prolongar tu dulce gesto. Quedaste ahí, entre tantas sombras, entre las páginas de los libros más amados.

Al fondo se escuchó la voz de una mujer morena, de cabellera blonda, que invitaba a su hotel a dilatar y sumergir los cuerpos en la alberca. Era Teresa, mujer voluntariosa y egoísta de quien te habías enamorado y por quien pasabas noches eternas de amarga soledad. Venías en su busca, sin embargo ella exhibía su extrema vanidad con una aventura pasajera sin importarle tu sufrimiento.

Yo fui a buscar a Roberto, quien me había enseñado el significado del amor platónico entre libros, pizarrones y números. Sospeché por mucho tiempo que mi profesor y Teresa mantenían una relación amorosa pero no pude constatarlo porque él no estuvo ahí, nunca llegó.

Eran más de las tres de la mañana cuando subimos al automóvil que nos conduciría al Tampico Hill para acudir a la convocatoria de Teresa. Por un momento perdí de vista a Paty y Lulú, amigas y compañeras de viaje que me cobijaban de los lobos de Caperucita Roja. Ante su ausencia sentí ganas de dar rienda suelta a los deseos de seguirte y de prolongar el dichoso encuentro. Sin más, accedí.

En el Chevrolet de ocho cilindros sólo quedaba un espacio minúsculo para los dos. Subiste primero y de un jalón me sentaste en tus piernas. El pudor me obligó a jugar con la gravedad al sostenerme en el filo de tus rodillas a fin de no rozar tu piel ni sentir la potencia de tu sexo. Durante el trayecto, aprovechaste mi inmovilidad para tender otra vez tus redes con un cálido abrazo. Tus extremidades envolvieron mi cintura y el abrazo me llevó a aligerar mi cuerpo y recostarme encima de ti ya sin prejuicios.

A lo lejos y desde la carretera se podía mirar el hotel de cinco estrellas con grandes palmeras y luminarias que inundaban el paisaje. Al llegar, bajamos del auto entre saltos y empujones. Caminamos por un largo pasillo con habitaciones a los costados. La 13 permanecía abierta para los trasnochados que buscaban continuar con el jubileo. La suite estaba llena, buscaste un lugar cómodo, te sentaste en la alfombra e inmediatamente recargaste tu cabeza en la pared y abriste los muslos para contenerme entre ellos. Al mirarme hiciste una señal que invitaba a ocupar ese territorio que destinaste para mí; de algún modo, y sin propiciarlo, quedamos sustraídos de nuestro alrededor. Aún recuerdo tu pecho rozando mi espalda, el abrazo cercano e íntimo, tus dedos entre mis cabellos, tu respiración en mi oído, el olor de tu piel. ¿Te diste cuenta que al calor de tus brazos me había rendido?

Pasadas las horas seguías bebiendo, estabas absolutamente ebrio. En un impulso repentino giraste mi rostro y me miraste como si me amaras. Todavía permanecía en tu regazo, tratando de remontar el vuelo y cuando estaba a punto de abrir las alas me plantaste un beso que me retuvo bajo tus sombras. Al unir nuestros labios no pude contener las lágrimas porque solo tú sabes que estabas entregando el secreto de tu terrible orfandad. En esa unión de bocas vino a la memoria una canción de Noel Nicola que tarareaba para mi fuero interno y que tú mismo motivaste: (Te perdono el montón de palabras / que has soplado en mi oído / desde que te conozco. (…) // Te perdono los cientos de razones, / los miles de problemas, / en fin, te perdono no amarme. // Lo que no te perdono / es haberme besado con tanta alevosía. // Tengo testigos: un perro, la madrugada, el frío, / y eso sí que no te lo perdono, / pues si te lo perdono seguro que lo olvido.)

Con ese beso sublime hablaste desde el otro lenguaje subterráneo, con el lenguaje que trasciende las pieles y acerca a los seres. Sé que a mi lado y por primera vez escuchaste esa voz que mitiga el dolor como un hermoso sobresalto. Sabías que en esa breve levedad me enamoré de ti, dime ¿cómo podía sustraerme del círculo furtivo que habíamos formado?

Fue cuando dijiste “Vamos a dormir” que me dirigí al umbral de la habitación y apenas percibí que ibas tras de mí. ¿Acaso no te diste cuenta que aún conservaba una castidad largamente acariciada y que me debatía con una mujer cercada por el fuego?

En un impasse la escena se abrió a mi vista. Como en las imágenes de una fotografía empecé a reconocer rostros y entre ellos encontré reunidas a Paty y Lulú, a quienes suponía disfrutando de la fiesta en otro sitio. Más adelante hubo un momento oscuro, perdido en mi memoria que no puedo recordar. Después me veo abandonando el recinto, cruzando ese largo y eterno pasillo de habitaciones a los costados, acompañada de mis mejores amigas y tú quedaste en el quicio de la puerta tejiendo redes del futuro por venir, observando cómo trataba de huir de mi destino.


Lady López, 2008.

Texto agregado el 29-06-2008, y leído por 237 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
16-03-2009 Quiero más... savitra
29-06-2008 Tienes una gran narrativa, apenas empeze a leerlo y despues ya no pude parar hasta terminar. Gran trabajo locke_as16
 
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