Zahorin, el esclavo que se enamoró de Zaida la hija de Abbas, perseguido por los hombres más fieles del jeque, en un intento desesperado por salvar su triste vida, llevaba cinco días y cinco noches perdido en la inmensidad del desierto.
Zoar, la joven águila, surcaba el espeso aire sobre la cabeza de su amo, con un balanceo lento, majestuoso, sin apenas aleteo. Abajo sobre una roca, Zahorin le seguía con los ojos enrojecidos por un sol irrefragable, mientras esperaba su vuelo en picado. Pero Zoar no descendía. Deben de estar muy cerca – se decía – pensando en sus perseguidores., eso es lo que intenta decirme Zoar; por eso no desciende.
Por dos veces, los soldados de Abbas estuvieron muy cerca de capturarle, más Zoar, el ojo que vuela, le había advertido con su chillido desde lo alto. Ahora, los jerifes, que no cesaban en su acoso, estaban cerca de conseguirlo de nuevo. Debía abandonar las rocas, pues ese iba a ser el lugar en donde aquellos le buscarían.
Tres días antes, se había visto obligado a sacrificar el camello, robado de las cuadras del rico jeque, para sorber los jugos del estómago de la noble bestia, hasta apagar la sed que hervía inclusa en su cerebro. Luego, recortó con la daga parte de la piel del sufrido animal, para confeccionar dos mocasines, los cuales anudó a sus hinchados tobillos, con tiras de la misma piel. La grasienta superficie, consiguió aliviarle el ardiente dolor que sufría en los pies.
Luego de enterrar al camello tanto como pudo, se alejó del cadáver pisando con extrema suavidad sobre la candente arena con los pies protegidos por la lanosa piel, con el único fin de borrar sus recientes huellas.
Un resto de las jifas y huesos de las costillas los enterró más adelante, dejando descubiertas parte de ellas, para que se pudrieran bajo el sol abrasador. Seguidamente depositó, sobre los huesos, la mitad de su largo turbante, en un último intento de la simulación de su propia muerte. Retrocedió hasta donde terminaba el rastro del camello, para regresar a un centenar de metros de las cercanas rocas, en donde borró todas las huellas. Después se enterró, dentro de un amplio hueco, entre la ardiente arena.
Horas más tarde, los perseguidores habían encontrado el camello enterrado. Sus negras siluetas, desfiguradas bien que recortadas sobre la duna más cercana al camuflado y provisional escondite, no cesaban de aproximarse a la roca desde donde horas antes, Zahorin seguía observando a Zoar. El águila oteando desde la altura, dejó escapar su agudo chillido, el cual obligó a levantar la cabeza a los perseguidores. Estos, convencidos de la proximidad del huido, siguieron atentamente la derrota del vuelo huidizo del ave, atalayando desde la altura de sus camellos, por debajo del amplio círculo del vuelo sobre el agrisado y ya frío desierto. Si el águila está aquí, él está aquí, muy cerca de aquí, pensaron los perseguidores.
Zahorin, sumergido en la todavía agobiante arena, seguía observando el zigzagueo de los siete jinetes, a lo lejos, frente a su nublados ojos. Uno se separó del grupo, descendió de la cabalgadura y escudriñó el cálido perfil arenoso..De inmediato enfiló hacia la posición del desconocido escondite. Entretanto el grupo de jinetes, seguía bajo los círculos que el águila describía desde un cielo donde las estrellas se asomaban al azul. El ave rapaz, con un vuelo lento, como si hubiera de intuir el instintivo peligro de la situación, no cesaba de alejarse más y más de las rocas, hasta desaparecer tras el perfil sinuoso de las dunas más lejanas.
El rastreador separado del grupo, envuelto entre un brusco oreo de haces polvorientos de escasa luz, llegó hasta dar con el camello enterrado. Hurgó la descompuesta tierra con la punta de su cimitarra, hasta despegar el turbante de entre los restos putrefactos, en un intento por hallar el moreno cuerpo del perseguido. De inmediato, el olor nauseabundo que aquellos desprendían, le obligaron a desistir.
El perseguido que seguía inmerso en la arena, luego de un nuevo intento por ver, lanzó una larga exhalación mientras sentía la sangre fluir en su cabeza y se detenía en ella en un sopor interminable. Debía seguir esperando a que llegara la fría noche que la proximidad del ocaso le anunciaba. Zoar había desaparecido entre azules y rojos irisados.
Su más cercano perseguidor, luego de rastrear las escasas huellas, entablilló las patas delanteras de su cabalgadura y, obligando al animal a sentarse, se desprendió del tahali para acomodarse a la escasa sombra del camello, cercano donde Zahorin se ocultaba.
Este, entre las sombras perentorias, con la cautela del felino asesino, calibrando la más mínima posibilidad de error, presto para asestar a la cercana víctima la dentellada mortal, se arrastró lentamente y se incorporó esgrimiendo la mortífera daga en su mano, en el helado silencio que la tensión ampara, propiciando el trallazo de la mortal mordedura de la serpiente, cuando el bereber, tirando del turbante que cubría su cabeza, soltó inesperadamente su larga y negra cabellera.
¡ Zaida !
¡ Zahorin ! – se oyó - en un contenido y jubiloso grito
Mi padre me obligó a venir - habló Zaida temblorosa – para que presenciara tu muerte en este maldito e interminable desierto.
Desde el estrellado cielo, un chillido estridente, les obligó a levantar los ojos hacia arriba. Zoar, la joven águila, descendía en un velocísimo picado.
Cruzó por sobre la pareja, para terminar su raudo vuelo en circulo, en un balanceo lento, majestuoso, sin aleteo apenas.
Robert Bores
P.de A 24-06-2008
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