Estaba sentada en mi escritorio con una hoja en blanco frente a mí. Mis manos temblaban tratando de sostener el lápiz. La habitación estaba oscura, la luz de mi velador iluminaba la hoja que ya no estaba en blanco, que ahora tenía gotas de lágrimas que había derramado. Al lado un frasco de pastillas y mis cigarros. Escribí un rato frases sueltas de desahogo, de angustia, de miedo y tomé de un saque el frasco entero de pastillas.
Recosté mi espalda en el respaldo de la silla. Cerré los ojos esperando que llegue el momento. Mi cuerpo temblaba, tenía la mene nublada, no estaba allí, deambulaba en un sinfín de preguntas sin respuestas. De pronto abrí los ojos, me sobresalté, había alguien más en la habitación.
Giré mi vista a la cama y ahí estaba ella. Se apareció con el rostro desencajado y las uñas ensangrentadas. Ella quien me había acompañado las últimas semanas, que me había pedido, que me había suplicado y rogado que me fuera con ella. Que me convenció de que esta vida no tenía sentido, estaba ahí contemplando mi final, con el rostro más pálido que de costumbre, con los ojos llorosos y la mirada perdida.
Estaba recostada en la punta de la cama, con un tul negro que contrastaba a la perfección con mis sábanas rojas. El espejo que estaba en el respaldo de la cama me permitía ver la franja blanca que atravesaba su espalda y que formaba una línea perfecta e infinita con su canoso cabello lacio. Este dibujo de colores geométricamente dispuestos frente a mis ojos mantuvo mi atención por un largo rato.
Cuando reaccioné entré en pánico. Había llegado el gran momento y ella me venía a buscar para terminar con mi tortura. Me había elegido. Pero… ¿Por qué tenía sangre en las uñas? ¿A quién había matado? ¿Estaría muerto ya mi cuerpo y yo no lo había notado? ¿Sería realmente quien yo creo que es?
Trataba de mantener la calma, pero estaba segura que era ella. Y que me venía a buscar, que ya no había salida, debía morir y ella me levaría. Me levanté de la silla sin pensarlo, caminé firme, me paré frente a ella y en tono serio pero inseguro le dije:
-¿Vamos?
-Me mataste-dijo con una mirada fulminante
-¡No!, las pastillas eran para mí-dije en un tono de sollozos entre lágrimas y vergüenza.
-La muerte muere con su hijo, como las madres renacen con los suyos. Y vos nos mataste a las dos. Yo no quería morir, la muerte nunca muere y por eso te condeno a vivir sin mí.
Sonó el timbre y corrí a la puerta de entrada. Abrí la puerta, y mi madre estaba parada bajo la lluvia. La miré, estiré mi mano para empujarla nuevamente afuera pero era tarde, las pastillas comenzaron su efecto y me desvanecí.
Me llevaron al hospital y me salvaron de mi salvación. Ella cumplió su amenaza y yo aún sigo sobreviviendo. Cargando con la culpa de no poder morir y pidiendo a gritos en este espacio sin sentido que me quiten el tiempo. Repitiendo una y otra vez en mi cabeza “Nunca debí abrir esa puerta”. Ahora estoy condenada a vivir la vida del sin sentido y el horror de la muerte lejana.
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