Daniel descubrió en ese instante la belleza de la oscuridad eterna. Todo el miedo y sus incertidumbres se desvanecían mientras el ascensor ascendía al piso treinta y cinco de aquel edificio de oficinas donde tantas horas de su vida había quemado en los últimos veinte años.
Al llegar a la azotea se acercó con paso firme hasta el borde, y fue en ese momento cuando le vino a la mente aquella frase de Armstrong, “un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad”; siempre había sido un tipo ocurrente, y no iba a ser distinto en sus últimos instantes. Se dejó caer suavemente, sin precipitación...mientras su cuerpo recorría los ciento cincuenta metros de distancia hasta el suelo, pasaron delante de sus ojos decenas de ventanas con diminutos seres trabajando ante las pantallas de ordenador.
Por su cabeza transitaron velozmente un sinfín de recuerdos de su larga vida:
aquella encantadora niña compañera de juegos en su niñez, ¿Cómo se llamaba, Helena? Su primer (y único) amor Elvira, siempre Elvira, también en el ocaso de su existencia la imaginación de Daniel voló hasta el regazo de aquella muchacha morena de pelo ensortijado y grandes ojos negros que sonreía como solo sonríen las diosas del olimpo, ¿Dónde estará?
Despúes Ana su mujer, la más querida, la compañera de tantas aventuras, su mejor amiga, su confidente y la madre de su única hija Marta , esta última la niña de sus ojos, el más preciado tesoro que la vida le regaló; a quienes quería ahorrar el sufrimiento de su agonía.
Los segundos se hacían eternos, ni la velocidad de la caída podía acelerar el tiempo, que parecía haberse detenido entre los pisos 20 y 10 del edificio.
También recordó aquella situación amarga recientemente vivida en la consulta del Doctor Ginestà:
.- Lamento decirte Daniel que tienes un proceso tumoral irreversible.
.- ¿Cuánto me queda Alberto?
.-Me temo que es cuestión de semanas, quizás alg. |