La puerta batiente de urgencias se abrió con un suave siseo cuando apoyé el hombro contra ella. Asomé la cabeza al interior. El enorme recibidor estaba en penumbra. Una suave luz tamizada se filtraba a través de un par de ventanas rectangulares de gran tamaño que corrían pegadas al techo. Una de ellas tenía un par de inconfundibles agujeros de bala marcados justo en la mitad.
El vestíbulo parecía un antiguo matadero abandonado. Enormes manchas de sangre reseca de color marrón oxidado salpicaban el suelo y las paredes. En algunos puntos daba la impresión de que se habían vaciado cubos enteros. El olor dulzón y nauseabundo de la sangre seca se mezclaba con el aroma a putrefacción, a alimentos estropeados y a sudor rancio. Era sutil, débil y escaso, pero inconfundible. Olía a sudor humano. Alguien había estado sudando en aquel espacio cerrado. Lo que no era capaz de precisar era si había sido hacía tres horas o tres meses.
Tirados de cualquier manera por todas partes podía ver ropa abandonada, restos de vendajes usados, camillas cubiertas de fluidos resecos e incluso un par de equipos de reanimación con las palas colgando. El conjunto no era muy acogedor que digamos.
Sin embargo, lo más sobrecogedor de toda aquella estampa macabra eran las docenas de huellas y pisadas manchadas de sangre que se entrecruzaban por doquier. Muchos pies, y cuando digo muchos me refiero a en verdad cientos o miles, habían pisoteado los charcos de sangre, dejando un rastro aparentemente errático. Había huellas grandes, huellas pequeñas, incluso de niños, zancadas largas, pies arrastrados..... Una colección completa Sin embargo, no se veía a nadie. No podía asegurar de quién o qué eran aquellas huellas.
Casi desfallecido, dejé caer a Prit en una silla de ruedas de Urgencias. Con alivio me desaté a mi gato Lúculo de la muñeca y lo enganché en un radiador de la oficina de recepción. Aunque se quedó bastante dolido por este gesto y se moría de ganas de explorar aquel sitio nuevo, no podía permitirme dejarlo suelto por ahí. No sin saber primero que es lo que nos podíamos encontrar.
Había cadáveres por el suelo, por supuesto, pero bastantes menos que en el exterior. Supuse, mientras evitaba de milagro pisar a una mujer tremendamente inflada por los gases de la descomposición, que la mayoría de aquellos desgraciados no eran zombis abatidos a disparos, sino victimas inocentes que habían sido mutilados por éstos con tal salvajismo que estaban mas allá de cualquier posibilidad de resurrección.
Eso me llevaba a pensar que la clamorosa ausencia de cadáveres obedecía a que ahora la mayoría de los pacientes formaban parte de la gigantesca cofradía de No-Muertos. Y dudaba mucho que se hubiesen ido a la playa a tomar el sol.
De repente, un estruendoso sonido metálico me dejo totalmente paralizado. Había sonado como si alguien hubiese tropezado con un archivador, un carrito, o algo por el estilo, seguido de un prolongado gemido. El sonido parecía provenir de bastante lejos (juraría que un par de plantas mas arriba) pero bastó para ponerme los pelos de punta.
No estábamos solos allí dentro.
No pensaba dedicarme a recorrer un hospital a oscuras, abandonado y lleno de cadáveres sólo para identificar la fuente de un ruido. Fuera lo que fuese (o quien fuese), por mi podían darle mucho por sus partes. Personalmente, yo ya estaba temblando de miedo justo en la entrada como para pensar en adentrarme en las entrañas del edificio.
Pasé al lado del puesto de control de enfermería. Un fonendoscopio abandonado atrapaba polvo sobre un montón de historiales clínicos. No me pude resistir a colgármelo del cuello. Es algo superior a mi, que ya desde era pequeño tomaba prestado uno a mi madre. Me encantan estos trastos.
Súbitamente me vi mentalmente transportado a un capítulo cualquiera de "ER". Me pregunté que coño pensarían sus personajes si viesen a un tipo con un AK 47, un traje de neopreno y un estetoscopio colgado del cuello paseándose alegremente por urgencias. Solté una risilla histérica. Toda esta mierda está haciendo que se me empiece a ir la cabeza. Hola, esquizofrenia.
Justo al lado del puesto de control, junto a unos cuantos boxes con las cortinas corridas, estaba el botiquín de urgencias. La puerta estaba rota. Entré con cautela, pisando la capa de cristales rotos que cubría el suelo. Parecía que hubiese volado una bomba en su interior. El armario reforzado, donde normalmente se guardaba la morfina y los derivados de opiáceos estaba reventado como una margarita. Alguien había entrado allí y lo había abierto por la fuerza, con algún tipo de explosivo, quizás simplemente una granada recogida de algún soldado muerto. El petardazo había reducido a astillas un montón de botes, viales y demás instrumental medico. Un trabajo duro. Obra de alguien del Punto Seguro en busca de morfina o, mas probablemente, de algún yonki con síndrome de abstinencia, que sabía donde encontrar opiáceos. No me extraña. Debe ser difícil conseguir esas cosas hoy en día.
Me agaché y me puse a rebuscar entre los pedazos de vidrio roto algún vial en buen estado. Me repetía mentalmente la lista. Sulfamidas, antibióticos, gasas, calmantes, pero que no fuesen derivados de opiáceos (Prit ya llevaba suficiente morfina encima) hilo de sutura, vendas, aguja estéril…
Noté un dolor punzante en la mano y la retiré a toda velocidad. Un pedazo de vidrio, fino como un bisturí se me había clavado en la yema de un dedo. Solté una sarta de maldiciones por lo bajo y me llevé el dedo a la boca. El sabor salobre de la sangre me bajó por la garganta. Envolví distraídamente el dedo con una sutura adhesiva y continué la búsqueda, de bastante peor humor, amontonando mi pequeño botín en una bandeja honda de aluminio pulido.
Esa bandeja me salvó la vida. Cuando me giré para depositar un rollo de esparadrapo vi algo en movimiento reflejado en el metal, algo justo a mis espaldas. Me giré como una serpiente, notando el sabor amargo del miedo subiendo desde el estomago, mientras soltaba torpemente el seguro de la AK.
Un anciano decrépito y totalmente desnudo, con parte de sus intestinos a la vista, se balanceaba a menos de dos metros de mí, con el pijama del hospital hecho un rollo en torno a su brazo derecho. Abrió su boca en un rugido mudo mientras avanzaba torpemente hacia mí, pisando la capa de cristales con los pies desnudos, sin sentir ningún tipo de dolor. Me quedé paralizado de horror. Aquel anciano no tenía ojos. Sus cuencas oculares estaban vacías y dos chorretones sanguinolentos se habían deslizado por su cara, dibujando una careta monstruosa sobre sus mejillas. Sin embargo, juraría que me tenía perfectamente localizado.
Todo parecía suceder a cámara lenta. Me llevé el AK a la cara, y, curiosamente relajado, apunté el cañón a la altura de su cuello, para compensar el retroceso (algo que había aprendido de los pakistaníes). Dejé que se acercase a apenas metro y medio y apreté el gatillo.
En la frente del anciano apareció un enorme boquete rojizo cuando el proyectil le atravesó la cabeza. A su vez, en la pared que estaba a su espalda una constelación de astillas de huesos, cerebro y sangre oscura trazaba un dibujo obsceno.
El viejo se derrumbó como un saco, emitiendo un gorgoteo húmedo, y arrastrando una montaña de carpetas en su caída. El olor a pólvora me picaba en las fosas nasales, mientras un pitido insistente resonaba en mis oídos, producto del ruido del disparo en un espacio tan diminuto. Aquello prometía una fuerte jaqueca en las próximas horas.
Una vez más, había salvado mi pellejo por un pelo de rana calva. Pero ahora, en dos kilómetros a la redonda se habría oído el disparo perfectamente. Y así todo ser, vivo o no, que estuviese en el Hospital, sabría que habíamos llegado.
En cuanto conseguí que me bajase el ritmo cardiaco, menté mil amdres ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Tenía el arpón cruzado inútilmente en el brazo izquierdo, y si no me hubiese precipitado tanto, asustado como una vieja histérica, podría haber liquidado al anciano sin tanto escándalo, utilizando un virote en lugar del ruidoso AK.
Lo cierto es que me había visto obligado a reaccionar en segundos, y francamente, no tuve los reflejos suficientes como para pensar en el arpón. El AK fue el primer trasto que se me vino a las manos y actué por instinto.
Ahora tenía mas cosas en las que pensar. El ruido del disparo parecía haber desencadenado una oleada de sonidos en todo el Hospital. Puertas que se golpeaban, entrechocar de objetos, algo que caía sonoramente contra el suelo (¿una camilla, quizás?) e incluso golpes sordos y apagados en los tabiques formaban una sinfonía pavorosa. Y gemidos, sobre todo. Los malditos gemidos. Como olvidarlos.
Era una especie de eco vago y profundo, como si alguien intentase hablar y por algún motivo se le hubiese olvidado como se mueve la lengua. Resulta aterrador. Supongo que a estas alturas todo el mundo ya habrá visto u oído a alguna de esas bestias, pero tratar de explicar el sonido que producen a quien no los haya visto nunca se me hace algo imposible. Es un rugido escalofriante, humano e inhumano a la vez. Es como oír algo salido del infierno o de alguna película de esas que no te dejan dormir.
Metía apresuradamente todos los medicamentos en la bandeja metálica y volví corriendo hacia donde había dejado a Prit.
Víctor (Prit) estaba consciente, sentado muy erguido en la silla de ruedas y sosteniéndose con la mano derecha el bulto enorme y cubierto de vendas que era su mano izquierda. Parecía algo atontado por la morfina y estaba blanco como el papel, pero por el resto parecía plenamente consciente y alerta. Y asustado. Tan jodida y asquerosamente asustado como yo.
Me preguntó en su mal español qué había sucedido y donde carajo estábamos. Rápidamente, le puse al corriente de todo lo acontecido en las últimas horas, desde el momento en que había sufrido el «accidente » hasta que le había dejado sentado en aquella silla en medio de una habitación abandonada y a oscuras.
Entonces caí en la cuenta del enorme susto que se debía haber llevado el ucraniano al recuperar la consciencia y verse solo, herido y entre tinieblas en un lugar desconocido y lleno de ruidos. Me llega a pasar a mí y me da un infarto seguro.
Dudé por un momento sobre si debía hablar de sus heridas. Que demonios, tiene ojos y no es idiota, pensé. Le conté que me daba la impresión de que había perdido un par de dedos en la mano izquierda y que el anular no tenía muy buen aspecto.
El ucraniano no pestañeó y fríamente me pregunto si aún tenía el pulgar. Asentí. Esto pareció relajarle un poco. Con aire flemático, me dijo que mientras dispusiese del pulgar y de un par de dedos para oponerle la cosa no era tan grave. –Cosas peores he visto, –añadió. –Tendrías que haber visto a mi amigo Misha en el 95, después de un impacto de 37 mm en su aparato. El sí tenía un problema. Yo estoy relativamente bien. Saldré de esta. Ahora, haz el favor de pasarme ese jodido AK y deja de montar barullo, por Dios. Que aquí nos jugamos el culo. –Me dijo con una sonrisa que yo no podía creer que estaba allí.
La sensación de alivio fue tan abrumadoramente enorme que casi me saltan las lágrimas. A pesar de que sabía que la aparente tranquilidad de Prit era tan solo una pura fachada, el simple hecho de oír su voz hizo que me sintiese menos sólo. Le tendí el pesado AK . El ucraniano lo cruzó diestramente sobre su brazo herido, mientras que con su mano sana repasaba el cargador sin ni siquiera una mirada. Parecía perfectamente capaz de defenderse a una sola mano.
Ya estaba mas tranquilo. Saber que no tenía que estar con un ojo permanentemente puesto en un inconsciente Pritchenko suponía un considerable alivio para mí. Y saber que de nuevo volvía a tener las espaldas cubiertas, mucho más. De todas formas, por mucho que Víktor se hiciese el duro, podía leer el miedo y la ansiedad en sus ojos. Y además no me olvidaba que el ucraniano necesitaba atención médica urgente. O el sucedáneo de atención médica que le pudiera proporcionar yo. Lo que fuera, pero lo necesitaba ya.
Era hora de salir corriendo de allí, antes de que el panorama se pusiera aún más feo. Dejé a Lúculo al cuidado de Prit (aunque juraría, por la expresión de mi gato, que no se sentía muy conforme con el hecho de perderme de vista) y me adentré de nuevo en el corredor de acceso a Urgencias. Era necesario comprobar que el camino estaba libre.
El pasillo seguía igual de oscuro que a nuestra entrada, tan solo iluminado de vez en cuando por el resplandor de algún relámpago. Ahora, lo peor de la tormenta eléctrica parecía haber pasado, aunque aún seguían cayendo numerosos rayos, a un ritmo, eso si, mucho menor.
Sin embargo, el aguacero, lejos de remitir, parecía haber aumentado en intensidad. Auténticas cortinas de agua se precipitaban en oleadas desde el cielo, que ahora estaba teñido de un oscuro color violáceo, y el viento poco a poco iba alcanzando velocidades huracanadas. Ramas desgajadas, cortezas de árbol y docenas de objetos inidentificables volaban sin control de un lado a otro a través del amplio aparcamiento delantero, mientras remolinos de lluvia impedían la visibilidad mas allá de unos cuantos metros. Pero eso era lo de menos. Y tanto.
Docenas de zombis, ocupando toda la superficie de cemento exterior, se tambaleaban debajo del chaparrón, moviéndose lentamente hacia el Hospital. Me quedé casi sin respiración, anonadado por aquella escena. No había visto semejante concentración de esos seres desde los primeros días de la plaga, y francamente, la imagen era sobrecogedora.
Había hombres, mujeres y niños, de toda edad y condición. Algunos parecían estar aparentemente intactos, mientras otros presentaban terribles heridas que iban mas allá de lo que un ser humano normal podría soportar. La gran mayoría llevaba puestas las ropas que vestían en el momento en que se transformaron en una de esas cosas. Otros, los menos, iban completamente desnudos o con la ropa hecha jirones a causa del tiempo, los accidentes o quién sabe que motivos, resultando doblemente perturbadores a la mirada. Pude ver incluso a un par de ellos con toda la superficie de su cuerpo chamuscada y renegrida, como si hubiesen sido pasto de las llamas. El fuego había desfigurado tanto sus facciones que resultaba imposible identificar su sexo o edad. Otros presentaban amputaciones severas, como si hubiesen sido triturados por una explosión. La variedad de aquel catálogo de los horrores era infinita.
De la enorme multitud salía un coro de gemidos espeluznante. El ruido que producían cientos de pies, calzados o descalzos, arrastrándose por el suelo producía un sonido rasposo que solo era apagado por el ocasional estampido de un trueno. Los rayos iluminaban aquella escena espectral que parecía salida de lo más profundo de las tinieblas.
El agua que caía desde el borde del túnel de acceso me chorreaba directamente en el cuello, pero yo ni siquiera era consciente de ello. Aún oculto entre las sombras que proyectaba el inicio del pasillo, toda mi atención estaba concentrada en aquella enorme marea humana (No exactamente humana, me corregí amargamente) que poco a poco iba cercando todo el campo visual que tenía desde mi posición.
Me rebané los sesos por unos instantes, tratando de comprender de donde podía haber salido semejante muchedumbre. La respuesta, por obvia, estalló en mi cabeza con completa claridad. El entorno del Hospital, donde había huellas evidentes de una carnicería, debía estar plagado de docenas, quizás cientos de esos seres. El rugido del motor mientras nos acercábamos los había atraído de nuevo hasta este punto con la misma intensidad con la que una lámpara de jardín atrae a las pollillas nocturnas, solo que, en esta ocasión, en vez de continuar nuestro camino nos habíamos detenido, dándoles el tiempo necesario para que nos alcanzasen. Y ahora ya no estábamos en posición de salir de allí a toda velocidad.
Los primeros seres ya habían llegado a la altura del GL, estacionado de cualquier manera contra la línea de bloques de hormigón. Solté un juramento. Cuando bajé a Víctor del todo-terreno, tenía los brazos tan ocupados que me olvidé por completo de cerrar la puerta del acompañante. Ahora un par de esos seres, un hombre delgado y alto con la espalda abierta y un chico joven, de no más de quince años, al que le faltaba el gemelo de la pierna derecha, se habían colado a rastras dentro del vehículo, posiblemente atraídos por los rastros de olor que hubiésemos podido dejar en él.
Era cuestión de tiempo que aquella masa rodease por completo nuestro transporte, volviéndolo totalmente inaccesible. Y tan solo les llevaría un rato mas descubrir cual era la vía de acceso al interior del Hospital. La posibilidad de abrirse paso a tiros hasta el todo-terreno para huir de allí estaba más allá de cualquier posibilidad de discusión. Sería un autentico suicidio. Aun suponiendo que consiguiésemos atinar a la primera todos los disparos que hiciésemos, (posibilidad mas que dudosa en mi caso) la distancia era demasiado grande como para que Prit y yo pudiésemos mantener la suficiente disciplina de fuego y mantener cubiertos todos los flancos simultáneamente. Simplemente, eran demasiados.
Comprendí la sensación de terror puro que debieron sentir en su día los defensores de los puntos seguros cuando se vieron enfrentados a una marea de esos seres, pero de una magnitud mucho mayor. Tratar de acabar con ellos es como pretender evitar que las hormigas suban a tu mantel en un picnic de verano. Puedes matar a docenas de ellas a pisotones, pero continuamente vendrán más. Y más. Son imparables.
Esos seres son angustiosos. Su número abrumador y el hecho incontestable de que ya están muertos les convierten en un enemigo formidable. No dudan, no duermen, no descansan, no tiene miedo, nada les para. Solo tienen un deseo, hasta donde yo se, y es el de mordisquear salvajemente a todos aquellos que no son como ellos.
Noté un peso enorme en el corazón. Traté de tragar saliva pero tenía la boca tan seca como un trozo de estropajo. Era incapaz de emitir ningún sonido, de respirar normalmente, de pensar con claridad. En ningún momento hasta entonces había sido tan consciente de mi condición de presa. En ningún momento hasta entonces había sido consciente de lo desesperado de nuestra situación. El mundo ya no es nuestro. Es de ellos. Y no tengo ni la más jodida idea de hasta cuando durará esta situación.
Un ligero tintineo a mi izquierda me sacó del estado de trance y me devolvió a la realidad. Pegado al muro, con una mano apoyada contra la pared, avanzaba un chico joven de unos veintitantos años, de pelo largo y con unos pantalones exageradamente flojos y caídos. Una larga cadena plateada, de la que pendía un fajo de llaves, le colgaba del bolsillo derecho, donde normalmente debería haber estado. Ahora, las llevaba literalmente a rastras, y el llavero, ya inútil, le golpeaba contra las piernas al avanzar, produciendo aquel sonido apagado que me había alertado.
Como todos esos seres, el chico tenía la piel de un color cerúleo transparente y una miríada de pequeñas venas reventadas, dibujando un horrible mapa en su piel. El brazo izquierdo le colgaba inerte a lo largo del cuerpo, con un horrible desgarrón en el bíceps producto de un mordisco. En el pecho, sobre una camiseta sucia y acartonada, podía ver claramente tres o cuatro agujeros de bala. Eran inconfundibles. Me quedé pasmado, contemplando las heridas. Uno de los proyectiles había entrado justo sobre el corazón y las otras balas estaban en la zona baja del estómago. Eran heridas mortales de necesidad.
Me sentí mareado. Aquel ser ya se había enfrentado con anterioridad con un superviviente, el cual, evidentemente, se había defendido a tiros. Sin embargo aquel zombi aún seguía moviéndose, lo que me llevaba a ser muy pesimista con respecto a la suerte corrida por el autor de los disparos. Y ahora lo tenía acercándose a mí.
Me había visto. En vez de llegar por la carretera de acceso al Hospital, como la mayoría de aquellos cadáveres ambulantes, él lo había hecho por un lateral del edifico, saliendo de sabe dios donde. Mientras la multitud aún estaba arremolinada al otro lado de la línea de sacos de arena, tratando de encontrar un paso, el ya estaba dentro del perímetro, y me había localizado.
Un gemido sordo salió de su garganta – ¿Cómo demonios emiten sonido? ¿Es que tienen aire en los pulmones? ¿Respiran? –Al tiempo que aumentaba el ritmo de sus zancadas para precipitarse sobre mi. En esta ocasión, me lo tomé con más calma. Cuando aún estaba a quince metros de mi, descolgué el arpón de mi hombro y revisé el virote y la goma elástica. A continuación le eché un vistazo a la pistola por si algo salía mal, y seguidamente me apoyé en una papelera rebosante y maloliente para afinar el tiro. Cuando estuvo a tan solo tres metros de mi, apreté el gatillo.
El virote entró justo sobre su labio superior, a poco más de un milímetro de su pómulo, mientras la punta salía a través de su occipital. El crujido que produjo el hueso sonó como una rama seca al partirse. El engendro se frenó de golpe. Un borbotón de sangre putrefacta gelatinosa empezó a manar de la herida, mientras el chico vacilaba. Parte del virote quedaba dentro de su ángulo de visión e instintivamente trató agarrarlo. Sin embargo, su coordinación, como la del resto de los No-Muertos, parecía dejar bastante que desear. Daba manotazos al aire a mas de medio metro del extremo del virote, mientras el chorro de sangre, espesa, negra y maloliente, era cada vez de mayor calibre. Pronto toda la parte inferior de su cara y el torso estuvieron teñidas de un intenso púrpura oscuro, al tiempo que sus movimientos se hacían cada vez mas lentos y erráticos.
Finalmente, con un curioso gorgoteo, extendió su brazo sano hacia el frente y se desplomó. Si no hubiese sido una escena tan sumamente escabrosa, me hubiese dado la risa lo estrambótico de la caída. Pero no estaba la situación para risas. Me abalancé de un salto hacia el cuerpo para recuperar el virote ensangrentado. Justo cuando iba a agarrarlo me quedé paralizado por el pánico. Acababa de recordar que tenía un pequeño corte en un dedo, y no llevaba guantes. Contemplé impotente el proyectil que sobresalía como el mástil de una bandera de la parte posterior de la cabeza del chico. Tan cerca, y sin embargo, inalcanzable. Vacilé de nuevo. Tan solo me quedaban tres saetas en la funda que llevaba adosada a una pierna, así que abandonar aquel virote era una perdida considerable.
Valoré la posibilidad de buscar unos guantes de látex en el interior del Hospital y volver a por el virote, pero una breve mirada hacia la multitud me convenció de que ya no había tiempo. Al menos treinta o cuarenta zombis se las habían ingeniado para atravesar la línea defensiva y ahora se dirigían hacía mi figura, que se recortaba con nitidez contra el fondo blanco de la pared del Hospital. Tenía que salir de allí.
Con una última mirada la exterior me precipité de nuevo por el corredor a oscuras, corriendo a toda velocidad, mientras mis pasos resonaban en el eco cavernoso de aquella especie de túnel.
Una filtración en el techo había ido formando un charco de agua en mitad y mitad del pasillo. Ya había visto antes ese charco, pero al entrar tan alocadamente, simplemente, me olvidé de su existencia. El resbalón fue de campeonato, y el costalazo que vino a continuación, de premio.
Me quedé tumbado en el suelo por unos segundos, boqueando, tratando de recuperar la respiración. Al levantarme, un agudo pinchazo en un costado me hizo pegar un alarido de dolor. Me dejé caer de nuevo al suelo, soltando unos juramentos que harían encanecer a una monja. Lo que faltaba. Tendría que sacarme el neopreno para saber si me había fracturado una costilla, pero de lo que estaba seguro era que iba a tener un bonito y enorme moratón en el costado. Carajo. Vaya trancazo. Estúpido charco. Iba a demandar a ese pinche Hospital.
La simple idea de una demanda, en una situación tan terrible como aquella, me hizo soltar una risa simplona, provocándome nuevos espasmos de dolor. Una demanda. Hay que fastidiarse. Gimoteando y sin poder evitar estallidos de risa histérica (sin duda mi cordura ya no está en el mejor estado), me puse de nuevo de pie y continué mi camino hacia el interior del Hospital, entre pinchazos de dolor en el costado.
Ya era oficial. Mis nervios están a punto de romperse.
Empuje las puertas batientes con el costado sano, mientras me afanaba en recargar el arpón, aun entre hipidos de risa. Una vez dentro, les eché un rápido vistazo. Eran unas puertas dobles que se abrían en ambos sentidos, pero por su parte interior tenían un par de sobresalientes ganchos de acero, que se utilizaban para sujetar las hojas a dos soportes instalados en las paredes. Así, cuando era necesario, se podían dejar las puertas fijadas en la pared y abiertas de par en par, sin necesidad de que estar empujándolas permanentemente.
Ahora pensaba darle a esos ganchos una utilidad diferente. Justo al lado de la puerta, tumbado en el suelo, oculto bajo un montón de material medico desechado, yacía un palo de gotero con dos bolsas de suero vacías colgadas de sus soportes. Aparté a patadas el enorme montón de gasas, cajas de tranquilizantes y restos de vendajes para cogerlo. A continuación atranqué la puerta con el gotero, pasándolo a través de los ganchos. Torcí el gesto, apesadumbrado. En las películas siempre parecía más fácil. Aquel invento no soportaría por demasiado tiempo los embates de una multitud como la que se iba a abalanzar contra la puerta en poco más de cinco minutos.
Llegué jadeando junto a Víctor, que me observó con cara de preocupación, mientras recuperaba el aliento apoyado en su silla. En pocas palabras le puse al corriente del enorme problema que se nos venía encima. Era de todo punto imposible salir por aquella puerta, y además, no dudaba que los No Muertos pronto se las arreglarían para entrar en el vestíbulo. Teníamos que buscar otra salida. Un complejo tan enorme como aquel Hospital debía tener docenas de entradas y salidas distintas, pero nosotros teníamos que encontrar una que estuviese en una fachada distinta a donde nos encontrábamos en ese preciso instante. El problema era que para llegar a otro frente tendríamos que adentrarnos en las entrañas del edificio. Y aquella instalación, construida en varias fases a lo largo de los años, tenía fama de ser un laberinto de salas y largos pasillos, incluso entre el propio personal médico que trabajaba allí a diario.
No quedaba mas remedio. Le pregunté a Viktor si podía andar. El pequeño ucraniano hizo el gesto de levantarse. Muy valiente, pero inútil. Las piernas le fallaron a los pocos segundos y se volvió a desplomar en la silla. Los restos de morfina y la pérdida de sangre, sumados al cansancio y la alimentación insuficiente de las últimas semanas no le permitían moverse. Tendría que empujarle a través de los pasillos, y yo con mi costado doliente a cada inhalación. Vaya panorama.
Coloqué a Lúculo en el regazo de Prit .Con una linterna en una mano y la otra en el respaldo de la silla, nos adentramos en el interior del Hospital. En nuestros oídos retumbaban ya los primeros golpes en las puertas de Urgencias.
Salimos de Urgencias por uno de los pasillos que se abrían al fondo de la sala. Nada más empujar la puerta, me detuve un momento, titubeante. Aquel pasillo estaba oscuro como el fondo de un pozo a medianoche. Los tubos fluorescentes, sin corriente eléctrica, colgaban como trastos inútiles en el techo, atrapando toneladas de polvo, y la poca luz exterior que conseguía filtrarse hasta allí tan solo permitía adivinar algunos bultos atravesados de cualquier manera en el pasillo. Además, a medida que nos fuésemos internando en las entrañas del Hospital la cosa sería cada vez peor. Por lo menos, ahora aún estábamos relativamente cerca del exterior .Aún llegaba un poco de luz mortecina y podíamos oír el rumor de la lluvia. En cuanto cruzásemos la siguiente puerta, estaríamos en otro mundo.
Sin embargo, el principal motivo para detenerme no era la falta de luz, sino el olor. Nada mas abrir aquella puerta un penetrante aroma a podrido nos asaltó como una bofetada en plena cara. Aunque el olor a podredumbre y fermentación está por todas partes en estos tiempos, no había sentido antes nada tan intenso y concentrado como lo que percibíamos en aquel instante.
Aquel efluvio era denso, pesado, potente. Me recordaba al olor que reinaba en las ruinas del Punto Seguro, solo que multiplicado por diez, seguramente por estar en un sitio cerrado, caliente y sin ventilación. Los ojos me lagrimeaban, mientras me ataba de cualquier manera un pañuelo sobre la cara. Tosí, tratando de respirar por la boca, la saliva amarga que antecede al vómito se precipitó en mi boca. Notaba un nudo en la boca del estómago y unas nauseas crecientes. Una mirada de reojo a Prit me sirvió para confirmar que no era el único afectado por aquella peste. El ucraniano tenía el rostro demudado, mientras trataba de aguantar las arcadas.
Aquel aroma a muerte solo lo podían producir docenas de cadáveres en estado de putrefacción avanzada. Aquel Hospital tenía que estar plagado de cuerpos sin vida. Estábamos a punto de entrar en una fosa común.
Nos adentramos en el pasillo, con Prit alumbrando hasta el último rincón con la linterna mientras yo empujaba su silla, sorteando los cuerpos que nos encontrábamos derrumbados de vez en cuando. Nuestro plan era sencillo. Tan solo teníamos que cruzar parte de aquella planta baja, tratando de mantener una línea lo mas recta posible, para llegar a la fachada contraria y salir por allí.
Aquel enorme paseo, antes de la pandemia, le podría llevar a un enfermero que conociese bien el Hospital al menos diez minutos. Suponía que a nosotros, a oscuras y sin conocer aquel laberinto, nos iba a llevar bastante más.
Los primeros cuatro o cinco minutos fueron bastante bien. Cruzamos a toda la velocidad que nos era posible una sucesión de salas y corredores a oscuras, con toneladas de equipo y material médico atravesado de cualquier manera. Era extraño. Daba la sensación de que el Hospital había sido apresuradamente evacuado, pero sin embargo, la enorme cantidad de cadáveres semi-podridos que nos cruzábamos decían todo lo contrario. Quizás, tras la evacuación, por algún motivo se habían visto obligados a volver al complejo y los zombis les habían atrapado allí. Quien sabe.
La mayoría de los cadáveres presentaban impactos de bala en la cabeza, pero unos cuantos eran restos horriblemente desfigurados y parcialmente devorados, más allá de cualquier posible reanimación. Casi todos estos últimos calzaban botas militares. Los últimos defensores a la desesperada, mientras el resto corría. Corría ¿Hacia donde?
Los pinchazos en el costado eran cada vez mas agudos. Comenzaba a ver puntos blancos bailando delante de mis ojos y las piernas me temblaban. Mi respiración debía ser descompasada, porque Viktor se giró en la silla y me miró con preocupación. Me dijo que en esas condiciones no podíamos seguir y que era mejor que descansásemos un segundo. Estuve de acuerdo. Necesitaba dos minutos para tranquilizarme. Estaba hiperventilandome.
A nuestra derecha, una puerta de madera contrachapada daba a una especie de vestuario, con taquillas alineadas contra las paredes y bancos alargados colocados entre ellas. Al fondo, un par de sofás y un tablón de corcho con docenas de notas y carteles ocupaban toda la pared, mientras un enorme mueble de plástico montaba guardia en una esquina. Un solitario bolso de mujer yacía tirado en el suelo, y parte de su contenido se había desparramado. Podía ver a la luz del foco un labial, una cartera y lo que parecía ser el mango de un cepillo.
El vestuario de enfermeras. No era un mal sitio para descansar un rato.
Tras cerrar la puerta con llave me dejé caer sobre uno de los bancos. Prit acariciaba la cabeza de Lúculo con su mano sana, mientras aguantaba estoicamente el dolor. Un tipo duro. Me saqué la parte superior del traje de neopreno. Estaba horriblemente delgado. Podía contar mis costillas dibujándose sobre la piel. Hacía meses que no tenía una buena comida caliente en condiciones, y mi organismo estaba empezando a pagar las consecuencias. La falta de vitamina C por no consumir alimentos frescos ni verduras era quizás lo más peligroso.
En el costado derecho tenía un enorme hematoma que iba adquiriendo lentamente un profundo color púrpura oscuro. Palpé con mi mano y tuve que contener un aullido de dolor. Joder. Me tenía que haber roto un par de costillas, por lo menos. Bonita pendejada.
Me tragué un par de medicamentos para el dolor y levanté el bolso del suelo. Rebusqué en su interior. Un teléfono móvil sin batería metido en una funda de algodón, un paquete de Lucky Stricke's arrugado, con un encendedor dentro y un documento de identidad con una esquina doblada. En la foto, una chica morena de ojos castaños, muy guapa, me miraba sonriente. Lucía Torreblanca, ponía debajo. No había ni un solo documento ni identificación en la cartera que la relacionase con el Hospital. Absolutamente nada. De todas formas, gracias por el tabaco, Lucía. Me pregunto quién demonios eras y que carajos hacías aquí.
Le coloqué un cigarro en la boca a Prit, que inspiró profundamente el humo. A continuación, le deshice el vendaje de emergencia que le había puesto en el concesionario de autos de donde obtuvimos el GL para que pudiese ver sus heridas. El dedo meñique y el del medio habían desaparecido, el primero por completo y el segundo hasta la tercera falange. El dedo anular tenía un desgarro lateral que precisaría de un par de puntos de sutura por lo menos y la palma de la mano tenía un profundo corte que afortunadamente ya no sangraba.
Prit levantó la cabeza, sereno y me dijo que no era para tanto, pero que necesitaba que lo atendiera lo más pronto posible. Ya no había pérdida de sangre, pero el riesgo de septicemia era evidente. El problema era que yo, con unas nociones básicas de primeros auxilios, era la única persona disponible para recomponer sus heridas. Vaya papel.
Fue todo muy rápido. Algo golpeó con fuerza contra la puerta de madera contrachapada, abriendo un boquete de tamaño considerable en la parte superior. Por el agujero asomó una mano cadavérica, con docenas de astillas clavadas, aunque dudaba mucho que su propietario sintiera dolor.
La mano se retiró y propinó otro golpe, que casi saca la puerta de su marco. Aquel cabrón era condenadamente fuerte. Me eché un par de pasos atrás, sujetando fuertemente la linterna, mientras Prit preparaba el AK y lo apuntaba hacia la puerta, que no tardaría en caer. Ya podía ver al zombi a través del agujero. Era un hombre joven, corpulento, de barba y pelo rizado. Como única vestimenta llevaba una camiseta de lso Rolling Stones que le quedaba exageradamente grande. En su pierna derecha, un aparatoso vendaje le cubría toda una pantorrilla. Me jugaba un millón de dolares a que sabía que le había producido esa herida. Solo tenía que mirarle la cara.
De un último golpe, la débil puerta se partió por la mitad y aquel ser se abalanzó hacia adelante. Justo en ese momento, Prit apretó el gatillo. Un enorme agujero rojo apareció donde hasta hacía tan solo un segundo había esto su ojo izquierdo, en medio de un surtidor de sangre y huesos.
El cuerpo del barbudo se derrumbó como un saco justo delante de mí. Le propiné una patada, para tener la total certeza de que no se movía. Había algo extraño en aquel cadáver. Tardé un rato en darme cuenta de que era. Estaba totalmente empapado. Aquel ser había entrado desde el exterior del Hospital no hacía ni cinco minutos.
Me giré hacia Prit, notando como el sudor empezaba a correr por mi espalda. La mirada que crucé con el ucraniano fue suficiente para decirnos todo. Nuestra situación estaba tomando un giro bastante preocupante. Una vez más, teníamos que seguir corriendo.
Tras hacerle un vendaje de fortuna en la mano, salimos cautelosamente del cuarto de enfermeras. El pasillo estaba vacío, pero el disparo del AK parecía haber desatado un ataque de furia en el Hospital. Los gemidos y los golpes volvían a sonar, solo que esta vez mucho mas cerca. Del cuarto cerrado que estaba justo enfrente, al otro lado del pasillo, salían unos golpes sordos, como puñetazos contra un muro. Apoyé la mano en el tabique y sentí la vibración. Había algo justo al otro lado de la delgada pared, algo que estaba descargando puñetazos de rabia. Me aparté, asustado. Rogué para que fuera lo que fuese aquel ser, no encontrase la manera de salir de allí.
Un súbito sonido de cristales rotos nos sobresaltó. El sonido venía de un par de salas mas allá, por donde habíamos pasado no hacía ni diez minutos. Alguien había tropezado con un monitor o algo por el estilo, y lo había hecho pedazos contra el suelo. Los rugidos ya se oían mas cerca.
Prit colocó a Lúculo en su regazo y con el AK sujeto fuertemente en su mano sana; me hizo señas con la otra. Me puse de nuevo detrás de la silla y volví a empujarla, esta vez a mas velocidad que antes. Notaba un peso enorme en el estómago y un sudor frío bajando por la espalda. Estaba asustado, pero asustado de verdad, y no me importa reconocerlo. Creo que cualquiera en esa situación estaría muerto de miedo, y el que diga que no o es un mentiroso o un inconsciente. No soy un héroe. Lo único que quiero es salir con vida de todo esto.
El pasillo desembocaba, a través de una puerta destrozada, en un sector un poco más amplio. Un enorme cartel blanco colgado sobre nuestras cabezas rezaba «PEDIATRÍA» con grandes letras azules de molde. En las paredes, dibujos infantiles de prados cubiertos de vacas, payasos y margaritas le daban un curioso aspecto de guardería a la sala, supongo que con el fin de resultar mas tranquilizador para sus pequeños pacientes.
En aquel instante, sin embargo, el ambiente había quedado totalmente arruinado por los grumos de sangre reseca que salpicaban aquí y allá la decoración. Daba la sensación de que alguien había puesto en marcha una gigantesca trituradora de carne en medio de aquella sala. Prit resopló, angustiado. Yo me sequé la frente. El calor allí era opresivo.
Justo enfrente de nosotros, el dibujo de un enorme payaso nos observaba con una enorme sonrisa desde la pared, sin ser consciente de la enorme plasta de sangre reseca que le corría por toda la cara. Sostenía un gigantesco fajo de globos en su mano enguantada. Tenía un peto de color amarillo que estaba chorreado de sangre y un grumo de masa cerebral reseco se había incrustado sobre sus dientes, dándole un aspecto diabólico.
Me estremecí. El simpático payasito ahora parecía un depredador demente con restos de sus víctimas en la boca, a punto de saltar de la pared. Aquella sala era una pesadilla.
Nos apartamos de aquel dibujo y seguimos nuestro camino, procurando apartar la mirada de ciertas escenas realmente desagradables. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que alguien, en algún momento, se había atrincherado en aquella sala para ofrecer resistencia. Por lo que podíamos ver, no era muy difícil adivinar como había terminado aquello. Docenas de casquillos de bala tapizaban el suelo y montones de cuerpos malolientes se acumulaban aquí y allá, testigos mudos de la desesperación absoluta que se había vivido en aquel recinto. De repente, tuvimos que detenernos. El cadáver de un niño pequeño, de no más de un año o dos yacía atravesado en medio del pasillo, boca abajo, con un enorme agujero en la parte posterior de su cráneo. Era una escena de locos, absolutamente espantosa.
Prit lloraba en silencio, manoseando nerviosamente el seguro del AK. No dije nada. Recordé que el ucraniano tenía un hijo más o menos de la misma edad. Seguramente, la visión de aquel pequeño cuerpo le traía a la mente el destino de su familia, desaparecida en algún rincón del centro de Europa. No era capaz de imaginarme el infierno de sentimientos que tenía que estar sufriendo Víktor.
Un golpe sordo a nuestra izquierda llamó nuestra atención. Pegado al amplio corredor que íbamos siguiendo arrancaba una divisoria de plástico y cristal que separaba aquel pasillo de las habitaciones de aislamiento de Pediatría. Donde estábamos en ese momento se situaban antaño los familiares de los pequeños pacientes, para poder contemplarlos a través del cristal. Ahora, al otro lado del cristal solo había la negrura más absoluta.
Enfoqué la linterna hacia el panel, tratando de alumbrar al otro lado. El cristal debía estar provisto de algún tipo de polarización, porque la luz se reflejó, cegándonos momentáneamente. Lo intenté de nuevo, esta vez apartando la mirada, pero no obtuve mejor resultado. Resultaba imposible alumbrar hacia el otro lado. Frente a la luz directa, aquel cristal actuaba como un espejo.
Sin embargo, insistí. Estaba convencido de que había oído algo proveniente del otro lado. Pegué mi cara al cristal y puse las manos a los lados, tratando de escrutar algo en el interior.
No podía ver nada. Cuando mi mirada se adaptó, empecé a distinguir los contornos de una cama con una burbuja de plástico colgada encima, que parecía estar abierta, o rasgada, por un lateral. Que curioso... De improvisto, una mano manchada de sangre golpeó con fuerza el cristal, justo al lado de mi cara, seguido de un prologado gemido. La cara ciruela de una niña de no más de seis años me contemplaba con furia al otro lado del vidrio, a menos de dos centímetros de mis ojos.
Pegué un bote hacia atrás, cayéndome encima de Prit, mientras sentía salir mi corazón por la boca. La niña golpeaba rítmicamente el cristal con las palmas de las manos, mientras de su boca surgía un aullido monocorde. Al cabo de un instante la figura de un niño de cuatro o cinco años, también vestido con el pijama del hospital se unió a ella, redoblando los golpes. Entre ambos montaban un escándalo enorme.
Me incorporé, lívido. El cristal temblaba con cada andanada de golpes, pero los niños no parecían tener la fuerza suficiente como para poder quebrarlo. Les eché un vistazo. El niño tenía la cabeza redonda y calva, como una bola de billar. Supuse que se estaba sometiendo a algún tipo de quimioterapia cuando toda esta gigantesca ola perdición llegó hasta el Hospital y los alcanzó. No podía ver ninguna herida aparente en su cuerpo, pero estaba seguro, que en alguna parte, debía tener algún corte o arañazo de esas bestias.
La niña presentaba un profundo desgarro en el cuello. Quienquiera que fuese, le había seccionado la carótida de un mordisco, provocándole la muerte casi instantánea. Todo su cuerpo estaba bañado de sangre reseca.
Aquel espectáculo parecía haber aplastado a Prit contra su silla. El ucraniano miraba con ojos vidriosos al otro lado del cristal, mientras su mano pendía fláccida sobre el percutor del AK. De su boca entreabierta surgía un sonido ininteligible, mientras sacudía débilmente su cabeza de un lado a otro.
Me incliné sobre el ucraniano y le susurré unas cuantas palabras tranquilizadoras. A continuación, atrincheré la pistola y reemprendí la marcha. Si aquellos seres conseguían salir de allí, sería yo quien tendría que hacerse cargo de ellos. Prit era incapaz de disparar contra un niño, aunque fuese una de esas bestias.
El pasillo se nos hizo atrozmente largo. Los dos pequeños caminaban en paralelo a nosotros, al otro lado del cristal sin dejar de aullar, propinando de vez en cuando un golpe al vidrio, que afortunadamente parecía resistir sus palmetazos. Mi atención se desviaba alternativamente entre el pasillo, el cristal, los niños No Muertos y Prit, que no dejaba de murmurar por lo bajo. Los nervios del ucraniano parecen estar empezando a fallar también.
Al llegar al fondo del corredor me detuve por un instante, indeciso. El cristal trazaba una curva a nuestras espaldas, impidiendo a los pequeños seres continuar su camino a nuestro lado. Sabían que no podían seguirnos y ahora expresaban su frustración con un concierto de golpes y aullidos más potentes, si cabe, que los anteriores. Estaba bastante convencido de que aquel cristal no cedería bajo los golpes, pero no me parecía sensato quedarnos allí para comprobar si tenía razón. Sin embargo, no sabía que hacer. Frente a nosotros se abrían dos puertas, una a nuestra derecha, que parecía haber sido reventada a patadas y tenía manchas de sangre en el marco y otra a nuestra izquierda, intacta, con una barra de apertura por su lado interior, que no podía ser operada desde la otra parte, y que permanecía cerrada.
A priori, la puerta intacta ofrecía mayor seguridad. Sin embargo, me daba la sensación de que el pasillo en el que desembocaba giraba hacia el interior de la mole del Hospital, mientras que la destrozada, si no estaba muy desorientado, llevaba en la dirección que nos habíamos propuesto.
Una suave brisa salía de la sala a oscuras que se abría tras la puerta destrozada. Eso inclinó la balanza. Me acerqué a la puerta de la izquierda y la abrí. Confiaba en que eso despistase un poco a nuestros perseguidores, si es que llegaban hasta allí. A continuación, empuje la silla y me adentré por la puerta destrozada.
Venía brisa. Y eso significaba que aquel aire tenía que entrar por algún lado, desde el exterior. Caminamos durante unos diez minutos en medio de una oscuridad absoluta. En un par de ocasiones llegamos a un callejón sin salida que nos obligó a desandar parte del camino. Comenzaba a preocuparme por Prit. Continuaba como aletargado, indiferente a todo cuanto se cruzaba ante nuestros ojos. En un determinado momento pasamos junto a un par de puertas antiincendios de acero, que se sacudían violentamente. Una horda de zombis se agolpaban al otro lado, zarandeando las hojas inútilmente. Alguien había clavado fuertemente un par de cuñas en el marco, para impedir que aquella puerta se pudiese abrir, pero ni siquiera eso despertó el más mínimo interés en el ucraniano. Daba la sensación de estar totalmente fulminado.
Tras doblar un par de esquinas, llegamos por fin a una zona donde volvía a haber cierta claridad. La brisa allí era mas intensa y ya podíamos oír de nuevo el rumor de la lluvia. Mi ánimo se aligeró. Teníamos que estar muy cerca.
Al abrir una última puerta y no pude contener un grito de alegría. Ante nuestros ojos se extendía un enorme vestíbulo de acceso en penumbras, iluminado ocasionalmente por el fogonazo de un relámpago.
Toda la luz provenía de una larga fachada acristalada que daba al exterior. Al otro lado del cristal, un enorme aparcamiento abandonado y unos jardines devorados por las zarzas recibían silenciosamente el furioso chaparrón que estaba cayendo en aquellos momentos. La zona parecía estar aparentemente desierta.Un mástil, con una bandera harapienta y ennegrecida montaba guardia al lado de su gemelo, derribado en el suelo. No se veía ni un solo ser, humano o no, bajo la lluvia. Sonreí, aliviado. Lo habíamos conseguido.
El vestíbulo tenía el suelo cubierto de papeles, expedientes y volantes médicos de todos los colores. En un lateral, cerrada y oscura, una cafetería esperaba a que unos empleados que ya nunca llegarían la abriesen de nuevo para atender a un personal medico que tampoco existía. Al otro lado, un mostrador de recepción estaba vacío, con una tonelada de teléfonos apilados sobre un mostrador. Unos cuantos estaban descolgados y pendían, mudos e inmóviles, de sus cables.
En medio del vestíbulo, como un monolito abandonado, se levantaba un puesto de periódicos. Apilados frente a la persiana metálica se amontonaban docenas de revistas y periódicos aún sin desembalar. Me acerqué por curiosidad y cogí un ejemplar de cada cabecera. Tenían fecha de cinco meses atrás. En sus portadas anunciaban la creación de los Puntos Seguros y pedían colaboración a la población para superar «la crisis epidémica de origen desconocido».Ya. Seguro.
Siempre he sido un lector empedernido de diarios, así que por puro reflejo comencé a pasar las páginas rápidamente. La sección de internacional estaba reducida a la mínima expresión, y la de deportes y economía sencillamente, no existían. La verdad es que eran unos periódicos sumamente delgados, de no más de trece o catorce páginas y todas ellas estaban dedicadas de una manera u otra a la pandemia. Era evidente que habían sido redactados por un equipo mínimo de periodistas, supongo que los únicos que se atrevieron a seguir yendo a trabajar en aquellos días.
La cantidad de estupideces y tonterías que estaba leyendo me arrancó una sonrisa. Era increíble hasta que punto tuvieron a la opinión pública a ciegas hasta el último minuto. Estúpidos, arrogantes e insensatos.
Levanté la mirada y descubrí que Prit no estaba en su silla. Dejé caer los periódicos y con el alma en vilo avancé hasta el centro del vestíbulo, mirando a todas partes. De repente, descubrí la menuda figura del ucraniano recortada contra una pared, alumbrado por el resplandor de los relámpagos.
Me acerqué hasta él. Viktor estaba absorto, contemplando algo en aquel muro. A medida que me iba acercando y adivinaba lo que tenía prendado al ucraniano notaba como mi estomago se iba encogiendo. Un relámpago especialmente fuerte iluminó de golpe el vestíbulo, permitiéndome ver la totalidad de aquella pared.
Aquel muro estaba cubierto de docenas, cientos, puede que miles de mensajes y fotos. Todos tenían un denominador común. Todos eran carteles de desaparecidos. Sus familiares o amigos los habían colocado allí con la esperanza de que alguien pudiese darles alguna noticia de ellos. Docenas de fotos de gente sonriente me contemplaban desde la pared. Notas con contenido desgarrador pedían que por favor si alguien conocía a Fulanito se pusieran en contacto cuanto antes con el número tal. Mengano de tal, desaparecido hace tres días. Fulanita de tal, desaparecida con todo su autobús escolar hace un día y medio. Si alguien ha visto a esta niña, por favor, llamen a tal número. Una señora mayor, sentada en una mesa con adornos de Navidad, con un enorme SE BUSCA trazado con un grueso rotulador rojo justo debajo. La foto de toda una familia sonriente, posando en un jardín, en verano, con el cartel de DESAPARECIDOS encima y un número de móvil debajo. Javier Piñón, estamos en casa de tus padres, reúnete con nosotros. Luisa Satines, si ves esta nota no te muevas de aquí, vendré a buscarte todos los días. Te quiero. Si alguien ha visto a este hombre, por favor, contacten en este número... Así hasta el infinito. Aquello era mareante. Di un par de pasos hacia atrás, anonadado ante aquello.
Por supuesto. Un Hospital. El sitio lógico donde buscar a un desaparecido. A miles de desaparecidos, de hecho, aquello era una muestra de la enorme magnitud de todo este caos. Era escalofriante. Casi podía sentir el dolor y la angustia que rezumaba aquella pared. Estaba contemplando la foto de miles de muertos (o de algo parecido).
Una mano se apoyó en mi hombro, sobresaltándome. Me giré y contemplé a Prit, con una mirada de tristeza infinita en sus ojos. –Vayámonos –me dijo. –Vayámonos pronto de este sitio, por favor, o me volveré loco. Hazme la cura donde sea, pero fuera de aquí. Tenemos que irnos, este sitio está mal, terriblemente mal. Vayámonos, por favor.
–No hizo falta tanto rogar. No era sólo que el ucraniano estuviese al borde del colapso nervioso. A mi también se me estaban poniendo los pelos de punta en aquel lugar tan macabro. Quería salir de allí ya. |