José, el padre de Inocencia, era un campesino que vivía en la ciudad, curaba sin ser doctor y enseñaba sin ser maestro. Él era un ser de luz que siempre tuvo sabiduría innata en su mente y en su corazón. Su sapiencia abarcaba desde aspectos tan humanísticos como la música, la religión y la literatura, hasta asuntos tan prácticos como la construcción; llegando, inclusive, a fabricar la casa familiar con sus propias manos.
Esa casa no era como la de los demás niños que vivíamos en el barrio. Eran tres edificaciones en una, separadas aproximadamente por metro y medio de distancia: una hacía de recibo y dos habitaciones; otra, el comedor y un dormitorio más; y la última, la cocina. El baño de la casa era casi tan grande como la cocina y estaba situado como a unos cinco metros de ésta. A Inocencia no le gustaba esa vivienda porque quería tener una “casa normal” como la de sus amigos del barrio. Nosotros, en cambio, la adorábamos porque decíamos que parecía un cuento donde se cambiaban los escenarios. Imagino que si esa residencia existiera hoy día, sus amigos diríamos que era como si se pasara de un mundo a otro.
En la época de lluvia, la casa de Inocencia era para nosotros como una fantasía plasmada en el físico. Nos reuníamos en su hogar, aguardándola. La lluvia caía a torrentes; y a medida que el agua golpeaba fuertemente las paredes y los tejados, buscábamos una excusa para pasarnos de una edificación a otra. En la salida de cada una de las construcciones había un paraguas, el cual se usaba para pasar de un inmueble a otro cuando llovía; esto, para nosotros, era como un acto de magia.
Al comenzar la lluvia, y para no ser reprendidos por el papá de Inocencia, usábamos el paraguas de dos en dos para pasar de una casa a otra, y regresábamos para que siguieran los demás en turnos. Al cabo de un rato, lo dejábamos a un lado y hacíamos fila india. Con una mano tocábamos el hombro de quien estuviera delante de nosotros; y con la otra, sosteníamos un periódico por encima de nuestras cabezas. Luego, salíamos todos juntos pasando por cada casa hasta llegar al patio. Más tarde, botamos los periódicos y empapados por la lluvia, reíamos; jugábamos a la guerra, usando puñados de tierra mojada como armas.
Mientras nos divertíamos, el padre de Inocencia hacía que nos regañaba, pero realmente, nunca lo hizo. Él disfrutaba viéndonos retozar. Todos los niños que lo conocimos guardamos un gran recuerdo de él. El papá de Inocencia nos mostró el mundo mágico que anidaba en su alma. Las navidades fueron siempre de gran relevancia para él; y de él, aprendimos a amar con gran intensidad esa época del año.
Cada vez que se acercaba la navidad, José hacía su propio árbol navideño, el cual era tan poco común como la casa donde vivía. No era ni de pino ni de plástico como los de la vecindad, sino unos hierros soldados en forma de árbol, los cuales pintaba de blanco o verde según su inspiración: blanco cuando quería nieve en su hogar, verde para plasmar el bosque a su alrededor. Lo más parecido a un árbol “normal” que llegó a decorar fue un cactus que él llamaba cardón. El papá de Inocencia lo cubría de grandes luces de todos colores como se usaban para la época. Pintaba cáscaras de huevos de diferentes colores y se los colocaba; lo situaba frente a su residencia porque el papá de Inocencia decía que el árbol de navidad no era sólo para ser compartido con la familia, sino también con los vecinos.
Una vez que el árbol estaba decorado, José invitaba a sus hijos y a todos los niños que vivíamos en el barrio a contemplarlo. Mientras las luces del árbol bañaban de encanto nuestras almas, él nos permitía entrar a su mundo de otras dimensiones y compartió con nosotros sus cuentos de seres de luces, de gnomos, de duendes, de brujos buenos y malos, de muertos errantes por haber dejado tesoros escondidos y que penaban buscando un alma piadosa que los desenterrara; de luces que se encendían alrededor de esos tesoros ya avanzada la noche; de animales que hablaban, de la llorona y de otros espíritus que vagaban por la tercera dimensión y que únicamente algunos privilegiados podían ver.
Permanecíamos largas horas extasiados escuchando al padre de Inocencia. Las palabras que florecían de sus labios, recreaban nuestros corazones, creando un planeta de fantasía, los cuales hilvanábamos con hilos que pedíamos prestados a esos seres míticos presentados por su padre. Mientras narraba los cuentos, nos trasladábamos a los universos señalados por él; allí, lográbamos percibir imágenes que quedaban labradas en nuestras esencias. Nuestros pensamientos se convertían en agujas ensalmadas que tejían plumas que se convertían en alas y éstas le daban vida a seres que, cual Ícaro, escapaban de un mundo que miraba con horror; vislumbramos columpios que se mecían en las estrellas y cubrían el firmamento que nos cobijaba. Cerrando nuestros ojos, lográbamos recrear a esas entidades de las cuales hablaba su padre; veíamos deidades con vestiduras vaporosas que vadeaban ríos, que subían colinas y vagaban por las montañas; unicornios con símbolos mágicos en sus lomos que traían mensajes a la humanidad; ángeles con trompetas y adargas previniendo a los seres humanos sobre peligros eminentes; seres diminutos que brotaban de la tierra y que venían a hechizarnos para que nuestras vidas se mezclaran entre lo real y lo fantástico; y así, hacernos cómplices de un sortilegio maravilloso y sin fin.
Todos escuchábamos embrujados las historias del padre de Inocencia en esas noches de ilusión que transformaban nuestras almas. Una de esas noches de puro encanto, el papá de Inocencia nos contó la forma cómo él iba a morir. Se quedó, de pronto, muy callado y cuando Inocencia preguntó el porqué de su silencio, respondió.
- Hija, moriré en sus brazos, usted organizará mi entierro. No quiero maquillaje, ni que me haga velorio porque no deseo que mis hermanas dramaticen ese momento como han hecho cada vez que alguien se muere en la familia. Cierre la urna y no deje que me estén mirando como si fuera un cuadro. No me ponga traje, vístame como lo hago todos los días. Colóqueme un Cristo sobre el pecho. Me entierra en una urna humilde de madera, sin adornos. Después se quedó en silencio total, y más nunca se volvió a hablar del asunto.
Cuando Inocencia creció, el papá y la mamá de Inocencia se separaron. Después de eso, José decidió vivir solo en un barrio habitado por mucha gente pobre. Invirtió todos sus bienes con aquellos seres que tenían más necesidades que él. Se dedicó a curarlos con sus conocimientos de medicina natural que, autodidácticamente, había adquirido. Fue el consejero espiritual de muchos jóvenes con problemas y se convirtió en un personaje importante para ese barrio. El papá de Inocencia, como siempre, se ganó el respeto de todos los seres que convivieron con él en ese sitio; y como de costumbre, vivió de y con su dignidad. Esa honorabilidad tan arraigada en su ser, se la transmitió a Inocencia y a todos sus hermanos. Después de que su papá se fue a vivir a ese barrió, Inocencia no entendía cómo su padre iba a morir en sus brazos, si él vivía en un mundo físico tan diferente al de ella.
Un día, el papá de Inocencia fue al domicilio familiar y le dijo a la mamá de de ella que él moriría pronto. Preguntó por Inocencia, ella no estaba. La esperó, pero no llegó. Se fue. Sin embargo, antes de salir le dijo a la madre de Inocencia.
– Dígale a Inocencia que me vine a despedir, pero ya no la puedo seguir esperando.
Dos noches después de esa visita, los vecinos lo encontraron en su casa del barrio con un fuerte dolor de cabeza. Ellos lo trasladaron al hospital; había sufrido un accidente cerebro vascular muy severo. El papá pasó quince días hospitalizado, luego, su médico le dijo a la familia que lo llevaran a su hogar porque no se salvaría. Lo trasladaron a la casa familiar. De noche lo cuidaba una enfermera o la hermana mayor de Inocencia.
Una mañana, al cuarto día de estar su padre en el hogar familiar, Inocencia despertó asustada, corrió hasta la habitación donde él estaba. Cuando llegó, el papá abrió los ojos, la miró y los volvió a cerrar. Estaba muy traspirado; ella empezó a cambiarle la ropa de dormir. En el momento cuando le quitaba la parte superior del pijama y ella lo sostenía, murió en sus brazos, tal y como lo había pronosticado cuando Inocencia era apenas una niña, en una de esas noches de fascinación que él nos permitió compartir.
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