Cuando vi a ese un gusano arrastrándose me imaginé a una persona conformista encogiéndose de hombros una y otra vez. Del mismo modo, me había convencido años atrás de que los búhos abrían tanto los ojos porque les asustaba la oscuridad. Y por la misma regla de tres, estaba seguro de que las mujeres de mi vida siempre llegaban tarde porque nací en un parto prematuro.
Manuela era la prueba inequívoca de que mis conclusiones sin ningún tipo de base científica eran más fiables que las deducciones de cualquier Premio Nobel de Física. Tendría que haber llegado en el tren de las nueve, pero a las diez y media no había rastro de ella en la estación.
El gusano siguió su camino y yo quedé anclado a ese banco con la mirada perdida en el infinito que me proporcionaban los raíles paralelos. Mantuve la esperanza de verla hasta que pasó un tren de mercancías, sobre la medianoche.
La estación tenía el nombre de dos pueblos, lo que suponía que era de ambos municipios. Pero a juzgar por la distancia que había entre el andén y las primeras casas de cada una de las poblaciones, era más preciso decir que pertenecía a ninguna parte y era incómoda para todos.
Perdida la esperanza, agarré la bicicleta y empecé a consumir kilómetros de vuelta. Me adentré en la carretera a la luz del pequeño faro de dinamo que hacía las veces de mascarón de proa de mi buque de dos ruedas a la deriva. Yo encarnaba al mismo tiempo al capitán y a toda la tripulación. Me habría encantado llevar también a Manuela de polizón. Pero las historias no siempre se escriben con deseos.
A cada golpe de pedal se iluminaba el asfalto. Pero la luz era débil y en las cuestas se convertía apenas en una sombra de sí misma. Entre Manuela abrazándome y Manuela desnudándose ante mis ojos, imaginé el miedo que estarían pasando los búhos esa noche tan oscura. Contemplando las luces de las casas que salpicaban el negro, Manuela desapareció de mi mente.
Las primeras viviendas del pueblo que me vio nacer dejaron de ser puntos amarillos para convertirse en sombras recortadas. Apenas había nadie en la calle. Un par de prostitutas que desafiaban la noche trataron de mostrarme el camino a su cama pero fue el maullido de un gato negro, por la noche todos lo son, lo único que distrajo mi atención.
Mi relación con Manuela siempre había sido desigual. Yo estaba enamorado de ella desde que a mi amigo Gerardo le dio por pinchar a The Troggs en una fiesta, muchos años atrás. Cualquiera que la hubiese visto enloquecer a ritmo de Wild thing entendería perfectamente que no tuve otra opción que caer rendido a sus pies. Ella por aquél entonces creo que no sabía que existía, pero ni siquiera me importó el anonimato. Me bastaba con admirar su sonrisa camuflado como uno más de la pandilla.
Nunca fui el más guapo, ni el más ocurrente. Tampoco era listo o especialmente simpático. Lo único que me diferenciaba del resto era que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Mi estrategia era tan primitiva como la gota malaya. Consistía simplemente en insistir, en estar ahí siempre, esperando.
El chirriar de los pedales me devolvió a la realidad. Un día cualquiera habría tomado la carretera del sur hasta la Fuente del Monasterio, pero el destino quiso que girara mi manillar en la Calle del Agravio. Al pasar por delante del bar, las luces de neón parpadearon gritando mi nombre y decidí entrar.
El ruido de conversaciones cruzadas que asomaron al abrir la pesada puerta del Hood’s me recordó que hacía mucho que no tomaba una copa. Me senté en la barra y pedí un trago.
Estaba con la mirada fija en el fondo del vaso cuando alguien puso su mano en mi hombro. Era un hombre alto, con cara de pocos amigos. Le pregunté qué quería.
- Te vendo una frase –me contestó-.
- ¿Una qué?
- Una frase que significa mucho para ti –concluyó-.
Lo más lógico es que le hubiese tomado por loco, pero por alguna extraña razón no pude hacerlo.
- ¿Y cuánto valen tus palabras?
- Mucho más de lo que te puedes permitir, pero veo que necesitas una, así que dame uno de veinte.
- ¿Por quién me tomas? ¿Crees que soy imbécil?
- Como quieras... –dijo dándose la vuelta-.
- ¡De acuerdo, dame esa frase!
El hombre se puso una mano en el bolsillo y sacó un papel arrugado. Me sujetó el brazo por la muñeca y cerró mi puño dejando en la palma de mi mano la frase que me acababa de costar veinte pavos.
- No la leas hasta que salga de aquí.
Su mirada penetrante me decía que hablaba en serio. Un escalofrío torpedeó mi espalda. Esperé a que desapareciera de mi vista y en cuanto se cerró de nuevo la puerta del Hood’s me apresuré a devolver a ese papel arrugado su forma original.
En el papel no había nada. Ni una palabra. Ese tipo me había robado un billete de veinte sin pestañear, ante mis propias narices y le había dejado escapar andando tranquilamente sobre una alfombra roja. Quise salir corriendo tras él, pero un par de preciosos ojos al final de la barra me impidieron dar un solo paso.
Esa mujer no se parecía en nada a Manuela. No era especialmente bella, pero me atrapó con la fuerza de un crochet de derecha y la ternura con la que unas manos de niña sujetan a su muñeca de trapo antes de acostarse.
- ¿Cuánto te ha costado la broma? –me gritó sobre la música-.
- ¿Le conoces?
- ¡Desde luego! –dijo tratando de controlar una carcajada-.
Me acerqué a su taburete titubeando, como quien quiere ir a alguna parte pero prefiere llegar tarde.
- Siempre hace lo mismo –aclaró-.
- ¡Al menos podía haber escrito algo! –repliqué-.
- Pero si no sabe escribir...
Algo dentro de mí me decía que tenía que enfadarme con ese tipo por haberme soplado mi dinero. Sin embargo, después de unos minutos de conversación con esa mujer sin nombre deseé con todas mis fuerzas que ella me robara también, el corazón. Fue extraño. Durante el rato que estuve sentado en la barra, Manuela se desvaneció como un la menor en un campo de trigo y por primera vez en la vida me sentí liberado.
Estuvimos charlando horas sobre escritores desconocidos y libros antiguos. Yo empezaba una frase y ella la terminaba. Por momentos me sentí tan comprendido... Saltando de Montmartre a Manhattan y de Lewis Carrol a Jack el Destripador se desplomó la noche. Pasadas las cinco, la mujer sin nombre me invitó a acompañarla a su casa.
Quería hacerlo, de veras. Pero no lo hice. Me excusé de mala manera y le deseé suerte. No esperé respuesta. Me limité a mirar de reojo su reflejo en la ventana del Hood’s. Allí estaba, con los pies juntos, mirándome como la mujer de un pescador que ve partir las embarcaciones del puerto un día de mala mar.
Si me preguntan por qué me marché así no sabría qué contestar. Creo que me asustó la idea de sentirme tan a gusto con alguien que no se llamaba Manuela. Dicen que algunos pájaros que han vivido en cautiverio mucho tiempo no se atreven a abandonar su jaula. Para ellos, una puerta abierta no es una oportunidad de ser libres, sino un boquete en la línea de flotación por el que se va colando el miedo. Manuela se había convertido en mi cárcel. Me había acostumbrado a sus barrotes, a esperar de ella una caricia, a necesitarla. Vivía según sus reglas y mi única felicidad era hacerla feliz.
Pedaleé tratando de no pensar y sin darme cuenta regresé a la estación. Tenía que hablar seriamente con Manuela. Le diría que no podía dejarme tirado nunca más. Le hablaría sin temor, con la cabeza alta. Le recordaría todas y cada una de las veces que soñé con formar una familia con ella y sobre todo, le enumeraría todas las ocasiones en las que me había sentido abandonado.
No era la primera vez que estaba así. Solo de solitud, de soledad involuntaria. El pecho te aprieta, las respiraciones se hacen profundas y se agradecen detalles tan simples como una brisa ligera o una lluvia intensa. Pero no había nada de eso en la estación. Sólo yo y mis inquietudes.
Cerca del paso a nivel oí el rumor del primer tren de la mañana. El sonido de las barreras bajando y las luces intermitentes que seguían el ritmo del aviso acústico me confirmaron que el expreso no tardaría en llegar. Supuse que faltaban aún un par de minutos y al ver que no se asomaba la locomotora por ningún lado pensé que tenía tiempo de sobra para cruzar al otro lado de la vía.
Montado en mi bicicleta sorteé la barrera y pedaleé buscando el andén principal. Ya casi había superado la vía cuando la rueda de atrás se quedó trabada entre dos maderos. Las prisas se apoderaron de mí. Sacudí con fuerza el manillar pero la rueda no se movió ni un milímetro. Todo pasó muy rápido. El expreso apareció al final de la curva y después de un forcejeo infructuoso abandoné mi bicicleta y salí corriendo.
Lo siguiente que vieron mis ojos fue como el convoy se llevaba por delante la bici y la convertía en un amasijo deforme. Los hierros gritaron soltando chispas mientras eran engullidos por la potencia del tren.
¿Qué posibilidades tiene una bicicleta de hacer descarrilar un expreso? ¿Una entre un millón? Pasadas las seis de la mañana, tuve el privilegio de presenciar la grandeza de las probabilidades remotas. En cuanto el tren abandonó los raíles, salí corriendo sin mirar atrás.
Corrí como un diablo, al ritmo de mi corazón desbocado. Mis zancadas eran cada vez más grandes. Los pasos se transformaron en saltos, cada vez más altos... Y es que, después de una noche sin dormir, de esperar a Manuela, pagar por una frase sin palabras, abandonar a una mujer sin nombre y ver descarrilar un tren, sólo me apetecía aprender a volar.
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