No es ninguna novedad que dentro de la Literatura, como en todas las artes, existen géneros. Su demarcación existe desde la noche de los tiempos y parece que la necesidad clasificatoria es tan inmanente al hombre como la urgencia por encontrar definiciones para cuanto lo rodea. Así es como dentro de la tradición clásica, aparece Aristóteles para confirmar distinciones entre la tragedia y la comedia, señalando características diferenciadoras de una con respecto a la otra. Indudablemente, lo que se buscaba era orientar a los legos y, de alguna manera, advertirles sobre las cualidades de cada especie.
Dentro de esta tradición docente deberíamos considerar a todos los “clasificadores” de la literatura quienes contribuyeron con sus apreciaciones a construir lo que actualmente conocemos como ‘teoría literaria’. Discutible y en permanente cambio, la teorización de la literatura muestra costados sumamente aprovechables, ya que nos ayuda a definir la forma que pueden tomar las múltiples expresiones escritas.
Los extremismos suelen resultar perjudiciales y muy frecuentemente los teóricos de la literatura han caído en posiciones reprochables. Por regla general, esto ha ocurrido en circunstancias en que los críticos pretendieron ocupar el lugar de los escritores y diversos hechos –extraliterarios y ajenos a la creación artística-, los favorecieron. Un buen ejemplo de esto lo representa el academicismo neoclásico que las monarquías ilustradas financiaron para propiciar una literatura cortesana, adecuada al entretenimiento de los contertulios palaciegos. El caso emblemático es el de M. Boileau y los literatos versallescos.
Tales exageraciones dieron como resultado la decadencia acelerada de las tendencias que les dieron lugar (en el ejemplo sugerido, el neoclasicismo), y el surgimiento de vanguardias combativas que más tarde darían lugar, a su vez, a nuevas escuelas. Ese fue el caso del romanticismo que desde finales del 1700 y por casi un siglo, significó la reacción y el combate a la mesura, el refinamiento y el absoluto sometimiento a las formas.
Tales revoluciones impactaron intensamente en los géneros: hasta el neoclasicismo se había preferido –cuando no, proclamado como lícito-, la poesía cortesana, la novela sentimental y de aventuras, el drama con inspiración clásica y la comedia de enredos. El romanticismo aportó nuevas temáticas, incluyendo la personalísima visión del autor y estructuras diferentes: la novela incluyó epístolas y accidentes fatales; el teatro se ajustó a realidades existenciales desmesuradas; la lírica incursionó por el amor y por la muerte y la narrativa breve ganó un espacio que desde el Renacimiento no había alcanzado.
Precisamente, el cuento y la novela histórica y política, fueron los grandes aportes del romanticismo a la literatura. Particularmente en América, la nueva tendencia ganó gran cantidad de entusiastas. La Argentina debe a los románticos, el robusto trabajo de Esteban Echeverría, José Mármol, Domingo F. Sarmiento, Juan Cruz Varela, y Juan B. Alberdi, entre otros.
Durante el siglo XIX, los románticos publicaron sus escritos consolidando, ante los ojos de los críticos que progresivamente fueron apreciando sus propuestas estéticas, una tendencia que también encontraría años decadentes hasta extinguirse, dejando con los autores más tardíos, la equivocada sensación de que los amores irrealizables o frustrados fueron su tema principal. De allí, posiblemente, la infundada idea todavía vigente, de que lo romántico es un equivalente de lo amatorio.
Indudablemente, el romanticismo hizo escuela. Negar las tendencias, las escuelas o las generaciones literarias es inútil: por más que no nos gusten, existen. Quienes fueron contemporáneos de Edgard A. Poe no tuvieron más que dos alternativas: rechazarlo o adherir a su propuesta; entre estos últimos, también hubo escritores que se entusiasmaron con el postulado de un texto breve, seductor desde la primera línea, económico en acción, escenarios y personajes y de final sorpresivo. Tal fue la poética del cuento impuesta por el norteamericano y, con muy pocas variantes, vigente hoy día
Al punto tal que todo relato que pretenda ser un cuento y se aparte de tales premisas, resulte para los lectores un híbrido de digestión dificultosa. Del mismo modo que una novela que no sea compleja, de trama múltiple, extensa en tiempos y acciones y generosa en personajes y accidentes, nos dejará con la inevitable sensación de haber leído un texto indefinido y pensando que a su autor le faltaron agallas para darle la personalidad que esperábamos.
Posiblemente haya sido el romanticismo el último movimiento estético que tuvo tiempo para surgir, desarrollarse y entrar en decadencia en un período considerable. Desde fines del siglo XIX en adelante, las tendencias (los “ismos”), se sucedieron en forma vertiginosa. Y tal vez, también los géneros se multiplicaron y diversificaron. O a lo mejor esto es relativo y en el fondo, las alternativas formales no son tantas. En todo caso, esto podrá ser objeto de otra nota.
Mario G. Linares.-
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