Primer deceso invernal

Uno más que muere bajo el cielo capitalino, el frío del invierno clava sus colmillos en los bancos de la plaza, cerca de la postas o en los peldanios de una iglesia, allí en esos típicos lugares en donde duermen los mendigos.

No será más que un simple trámite, dar aviso a la policía, levantar el cuerpo previa autorización, acarrearlo hasta la morgue donde no llegarán deudos llorosos y luego de unos días, hacerlo rodar hasta la fosa común.

Lo encontraron tapado con cartones que no fueron suficiente abrigo, ovillado como un feto en el vientre de la indiferencia social, del olvido. Su ropa en jirones, sus ojos semiabiertos, la cara toda llagada y con un olor a limpio que abofeteaba a la indiferencia de la ciudad.

Pepe Cuchara era su apodo, era lo único que poseía, una cuchara brillante para acudir a comer a las hospederías, comida gratis y de bono extra, alguna sonrisa. Pepe, el sin pasado, el sin futuro, el viejo de la cuchara que es incapaz, pese a su aspecto, de espantar a los niños.

Marcha el cuerpo del mendigo a completar el círculo final, un perro es el único integrante del cortejo. Depués de veinte pasos hasta la ambulancia de urgencia, de un puntapié de un funcionario malhumorado, de un aullido, el quiltro da marcha atrás, vuelve al escanio en donde brilla una cuchara, la lame varia veces, hoy no habrá un pedazo de pan.

El sol entibia la maniana, la ruta de la cuchara comienza sus primeros movimientos en la calle Portugal.