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CAPÍTULO 4

Irene Poggi pasó una mala noche, su genio era acorde con la falta de descanso. Estaba frente al tocador, su imagen en el espejo no le agradaba, las ojeras formaban un círculo oscuro, los ojos apagados. Irene dejó resbalar la bata, los pechos florecieron reflejados en el espejo, eran hermosos, tamaño medio, desafiantes, a sabiendas de su efecto en los hombres, pasó la mano por ellos con evidente placer. Luego, sus ojos regresaron a las ojeras y intentó restaurar su imagen del mejor modo en que pudo; la tarea fue ardua, finalmente, consiguió un mediocre resultado que no la dejó satisfecha. Salió de la habitación, preparó café y comenzó a vestirse lentamente, mientras lo hacía, recordaba los acontecimientos de ayer. Había esperado a Luis hasta muy tarde y no había dado señales de vida. Estaba cansada, no de Luis, sino de la situación, ella sentía algo profundo por él y era certero que los sentimientos eran recíprocos, pero él no dejaba las garras de aquella arpía con la que tenía una niña. Recordarlo le producía accesos de ira, sabía que él quería separarse, pero ella ponía a la niña por medio. ¡Si al menos ella pudiera darle un hijo! pensó. Movió la cabeza, aquellas cosas mejor no pensarlas, lo que era, era, y adelante. Miró el reloj que tenía en la pequeña sala de estar y se apresuró en acabar de vestirse.
Hacía dos años que se ocupaba de las cuentas de la seccional del sindicato, antes lo había hecho en las oficinas de una compañía de seguros, donde conoció a Luis. El hombre había ido a ver a su jefe para tratar de unos de los que entonces eran simples tramites; al principio, le pareció petulante, pero era insistente. Al final, salieron un día a tomar un café, el arrogante se comportó de un modo cariñoso, eso sí, fue atento con ella sin pasarse y sin caer en lo relamido. La conquistó casi de inmediato. Dos meses después del primer paseo se convirtieron en amantes; al principio fue como un torrente, luego, la pasión primera fue convirtiéndose en la corriente de un río de la llanura, ganó en largueza lo que perdió en explosividad. Luis y ella comenzaron a compartir y así, poco a poco, fueron convirtiéndose en una auténtica familia. Era una situación extraña, pasaban la mayor parte del día y de la noche juntos, pero al final él la dejaba y regresaba a los brazos de Sara. No lograba acostumbrase a esto, cada vez que el hombre cerraba la puerta tras de sí, ella sentía un vacío en el pecho y la casa, que hasta ese momento tenía calor de hogar, se enfriaba. Al principio, pensó que era ella la culpable, pero con el tiempo, éste razonamiento fue cambiando. Ahora era Sara quien le quitaba a su hombre y este sentimiento era cada vez más insoportable; últimamente, las escenas de celos habían menudeado, cada día que pasaba, estaba más convencida de que debía tomar alguna determinación. Las fuerzas que hasta entonces le habían permitido aguantar se acababan por momentos.
Irene terminó de vestirse, echó un vistazo a su alrededor y cuando se hubo cerciorado de que todo estaba en su sitio, abandonó la casa que ocupaba en la calle Lamadrid y se encaminó hacia la sede del sindicato. Como la mayoría de los días, fue la primera en llegar. Todo aquello era un caos para ella, tan acostumbrada a cuadrar las cuentas, a mantener los papeles perfectamente archivados en sus respectivas carpetas, a la pulcritud de su mesa. Cuando ingresó en el sindicato, lo hizo convencida de que las conquistas sociales del General Perón eran la luz que tanto habían esperado los pobres de la tierra. Pronto se dio cuenta de que el idealismo estaba bien en los papeles, pero que en la vida real, en el movimiento diario, resultaba una verdadera utopía.
No tardaron en llegar el resto de los compañeros, poco a poco, el local tomó el ritmo diario. Irene se acercó a la cantina a tomar su segundo café, esto era parte del ritual de la mujer, después vendría la clasificación de los distintos papeles que habían llegado la noche anterior, el arqueo de caja, la preparación de los pagos, en fin, la rutina de siempre. A la hora de comer aprovecharía y se acercaría hasta el bar en el que Luis sus negocios, ella le llevaba las cuentas; éste le había avisado que esa misma mañana vendería gran parte de los cigarrillos almacenados y tendrían pagos y cobros que hacer.
Sobre las once de la mañana, Juan Gatti entraba en el local, se dirigió hacia donde estaba la mujer que al verlo se alegró de modo acogedor mientras le hacía señas para que se acercara.
-¡Buenos días Juan, tan rápido de nuevo! ¿Qué te trae?
-No tan buenos Irene. Luis...
-No está, supongo que estará en el bar del...
-No... esta noche pasada lo han detenido...
-¿Qué queres decir?
José le explicó lo sucedido la noche anterior y acabó repitiendo las palabras de Rosotto.
La mujer palideció por completo. Durante los minutos que siguieron hizo esfuerzos por calmarse, pero las palabras de Juan cayeron sobre su ánimo como una lluvia de ladrillos. Sabía perfectamente el significado de la detención de Luis y sabía que si no había ocurrido lo irremediable, la oportunidad que tenía para ayudarlo era calmándose. Tragó saliva, levantó el teléfono, dio un número de interno. Al poco, estaba al habla con la persona deseada; la conversación no pudo ser más desalentadora, colgó el teléfono, tenía los ojos bañados en lágrimas. Miró a Juan, éste tenía en el semblante la comprensión, no era necesario que la mujer dijera nada. Durante un instante, fueron ajenos al ajetreo que les envolvía, luego, Irene explicó que había sido encontrado en los basurales de Dock Sur, muerto de un disparo en la cabeza y ahora estaba en la morgue. Tenían que ir a cumplir con las formalidades de rigor, después podrían enterrarlo.
Juan salió del sindicato en dirección a la casa sentía las piernas como si fueran de algodón, la noticia, no por menos esperada, le había sorprendido. No sabía por qué extraña combinación, hasta que no había visto el rostro de Irene, había tenido el pálpito de que aquella misma tarde estaría tomándose una cerveza con él y, sin embargo, ahora iba a decirle a Sara que lo habían encontrado muerto, como un animal en medio de la montaña. No estaba acostumbrado a todo esto; en Lobos lo más grave que sucedía de vez en cuando era una pelea sin importancia en el club, pero aquí, quitaban del medio a la gente sin más. Lo mejor que podía hacer era volver a su pueblo, a estas cosas no pasaban.
Pronto llegó y se dispuso a dar la noticia. La reacción de Sara es histérica, sólo la fuerza de Juan evita que la mujer se dañe; Raquel hace esfuerzos sobrehumanos para calmarla hasta que, poco a poco, lo consigue. Finalmente, el dolor se apacigua y Sara cae en un llanto suave, la que el día anterior les había recibido con cierta altivez, es ahora un ser humano reducido a su mínima expresión. La mujer de Juan permanece serena, se dice que ya tendrá tiempo para llorar, ahora lo que hay que hacer es conseguir que Sara se tome un sedante y cuando estén más tranquilos, habrá que comenzar a hacer papeles.
Raquel es una mujer práctica, siente dolor por la muerte de Luis, pero para ella la muerte, es sólo un paréntesis y, en el punto y seguido que es la vida, no se puede dedicar mucho tiempo al sufrimiento. Hay que seguir aunque la cruz sea pesada, esa es la única consigna que admite. Tiene que ocuparse de Sara, de ella y de los niños, y también de Juan, todos la necesitan y no puede concederse descanso.
Puso manos a la obra, envió a Juan a la morgue, le encargó de todo el papeleo, se ocupó de preparar un biberón para la criatura que hacía rato que lloraba desconsoladamente, cambió sus pañales y lo lavó con cuidado. Sara seguía con su llanto bajito, mientras, Mabel no entendía nada, no sabía que pasaba. Ricardo por su parte, sí comprendía los acontecimientos, pero como de costumbre, se refugiaba en la lectura. Ahora leía un periódico que su padre había traído.
-¡Ma!, mira lo que dice el diario.
-Ahora no, luego...
-No, ma... es que hablan del cierre del molino del pueblo...
La mujer se quedó parada, mirando a su hijo con sorpresa.
-Lee ¿qué dicen?
Ricardo, carraspeó y procedió a la lectura del diario. Decía de modo escueto que el molino de Lobos, había sido cerrados por falta de venta; añadían sobre el impacto en la economía local. Cerró el periódico y miró a su madre, esperaba la reacción de ésta, pero ella no dejó saber lo que pensaba. Había escuchado con atención lo que su hijo leía, las noticias que llegaban de su pueblo habían actuado a modo de tijeras, cortando el cordón que aun les pudiera unir a aquella tierra. La esperanza de retorno se había esfumado.
El día transcurrió entre idas y venidas, por fin, a última hora llegaron algunos parientes de Sara que liberaron a Raquel del cuidado de ésta. Juan, había ido al depósito e identificado a Luis. Más tarde se encargó de avisar a los servicios fúnebres del sindicato quienes se encargaron de organizar el velatorio en sus propios locales. Cuando todo estuvo organizado, Juan se acercó al sindicato; pensaba, le parecía, que aun cuando no había hecho más que conocer a Irene, la mujer querría saber algo de lo que pasaba.
Irene se retiraba cuando el Juan hizo su entrada en el local, se acercó a ella y le comentó lo nuevo. Ella preguntó si ya había ido a casa de Luis a comunicarle a su mujer el lugar del velatorio. Ante la respuesta negativa del hombre, se apresuró a salir del sindicato para ir a la funeraria, deseaba dar el último adiós al que había sido su hombre. Juan, por su parte, regresó a la Boca. Al llegar a casa de Luis se encontró con los parientes de Sara quienes le agradecieron las molestias que se había tomado para con ella. Él sólo acertó a decir que Luis era su primo y no había sido molestia; les informó del lugar del velatorio y les abandonó para dirigirse a su casa. Raquel a pesar del trajín tenía la cena preparada. Ricardo había traído una botella de vino del almacén cercano. Cuando tomó asiento se dio cuenta de que llevaba casi veinticuatro horas sin dormir, eso, y el cansancio del viaje, mostraban la fatiga en el rostro del hombre. Mabel dormía y el muchacho estaba, como de costumbre, con un libro entre las manos y aire de concentración. Juan le miró, al muchacho le caía descuidado el flequillo sobre la frente, las primeras espinillas y los gallitos que hacía la voz, anunciaban la recién llegada pubertad. El hombre sentía de un modo muy especial al muchacho, ambos tenían una relación de pocas palabras, el carácter campesino se hacía patente entre padre e hijo.
Raquel sirve la cena y acompaña a su marido, le pregunta si podría llevarla al velatorio, él responde que sí, que está cansado, pero después de cenar la acompañará.
El velatorio es un constante ir y venir de compañeros. Luis era una persona muy popular. Raquel y Juan llegan cuando a las once de la noche, se abrazan con Sara. Ésta presenta un aspecto lamentable, ojos hundidos, rostro demacrado, manos temblorosas, ella es fiel reflejo de lo que allí les convoca. Raquel la toma por la cintura en un gesto de cariño, la mujer se ha convertido en un firme sostén para la reciente viuda, la desgracia ocurrida ha limado las primeras asperezas. Juan, después de estar un momento frente al ataúd cuestionándose, sale al pasillo a fumar, se sienta en un banco. Está cansado, pone los codos sobre las rodillas y deja reposar la cabeza en sus manos. Nota una mano sobre el hombro.
-¿Qué pasa Juan?
-Buenas noches Rosotto a punto de quedarme dormido... Entre tantas cosas, llevo dos días sin dormir.
-Bueno, no te preocupes, mañana no vengas, nos arreglaremos... no te descontaremos nada del sueldo.
-Muchas gracias, la verdad es que estoy deshecho y mañana es el entierro a las cinco de la tarde.
-Descansa y ya nos veremos. Se me olvidaba, no creo que tu prima tenga problemas con estos gastos, pero si hace falta algo cuenta con el sindicato y con todos nosotros.
Los dos hombres se estrechan la mano, como si sellaran un pacto, Rosotto abandona la sala velatorio dejando a Juan con la sensación de que no está solo en aquella enorme ciudad.
El entierro de Luis Gatti se produjo en la intimidad, sólo los parientes de Sara, y ellos, fueron la representación de la familia del finado. La ceremonia fue breve. Abandonaron el cementerio y regresaron a la Boca.
Juan se reintegró al trabajo. Algunas tardes pasaba por el sindicato. Irene encontró en él un hombro amigo en el que descansar la pena; estaba muy desmejorada, los acontecimientos le habían dejado especialmente afectada, permanecer al margen, sin más consuelo que los recuerdos, sin más compañía que ella misma, había sido especialmente duro. A todo esto había que añadir que la mujer era la depositaria del negocio de Luis y comenzó a liquidar todo como pudo. Cuando salió el último paquete de cigarrillos, se encontró con una buena cantidad de pesos, había llegado el momento de hacer llegar a la viuda oficial el producto de la liquidación. Irene en mano de José y le entregó el dinero en un sobre.
-Ten Juan, aquí está todo, no falta un centavo.
-No estoy muy seguro de hacer bien llevando esto a Sara. Mi sensación es que Luis habría querido que te lo quedaras.
-Ni hablar, esto pertenece a Sara y a su hija. Yo trabajo, no necesito nada. No seas tonto y llévaselo...
-Como quieras, pero no estoy convencido.
La mujer le miró con cariño. El hombre no entendía su actitud, pero ella sabía que eso era lo que hubiera querido Luis.
Juan llevo el dinero a Sara. Recuperada, contó los billetes, lo miró e hizo y dijo algo que hirió a Juan.
-¡Esa forra! Seguro se quedo con una buena porción...
-Sara... me parece que se ha portado muy bien.
-Los hombres son ingenuos. Una cara bonita, ojitos bajos y listo... Estas mosquitas muertas son...
salió de casa de Sara con un extraño sabor en la boca; al llegar, explicó a su mujer lo que le había dicho la prima. Lo escuchó con atención, no contestó al momento, continuo con las tareas domésticas. Cinco minutos después se volvió a Juan y le respondió:
-¡Que Dios me perdone!, pero esa es una perra. No me gusta desde el primer momento en que la vi. No conozco a Irene, seguro que es mejor que ella... ¡hasta las serpientes son mejor que ella!
José quedó perplejo. Raquel, tenía que haber visto algo para ser tan dura.
Días después del entierro, Raquel se acercó a la iglesia de San Carlos, allí conoció a Pedro Laborde. Un cura de unos cincuenta años, de cabello blanco y ojos de un azul mediterráneo; tenía una sonrisa bailándole en el rostro y era un hombre afable. Recibió a la mujer y leyó con atención la carta que don Alberto había escrito. Termino y miró largamente a la mujer y le palmeó afectuosamente la mano.
-Hija mía, bienvenida. ¿Qué puedo hacer por ti?
-Padre, primero quiero confesarme, hace más de una semana que no me confieso y creo que necesito el perdón de Dios.
-Bueno si estás dispuesta, podemos hacerlo ahora mismo, aquí, si no tienes inconveniente.
Raquel se arrodilló ante el sacerdote y pronto demostró que había hecho un profundo examen de conciencia. La confesión duró media hora, luego el cura la absolvió.
-Bueno, hija, ya estás en paz con Dios ¿puedo hacer algo más?
-Padre Pedro, no querría abusar de su bondad, pero ayer llegué hasta el colegio. Mis hijos necesitan ir a la escuela y sólo faltan cinco semanas para que el año acabe. Dijeron que no los podían admitir y me preocupa que pierdan el tiempo. Ya sabe usted que la ociosidad es la madre de todos los vicios...
-No exagere. Por las tardes, de las seis hasta las nueve, vienen a la sacristía un grupo de muchachos, y les enseño lo que puedo. Sus hijos podrían venir también, hay sitio para todos y me ocuparé de ellos.
-Gracias padre, me acaba de sacar un peso de encima. Mi hijo, Ricardo, me preocupa, pasa el día sentado al lado del balcón, no hace más que leer y, la verdad es que me gusta, pero también pienso que sería bueno para él relacionarse con muchachos de su edad... No molesta en casa, pero a su edad... tiene casi trece años. Una edad difícil, ¡qué le voy a explicar a usted! y no me parece quedarse en casa sea lo mejor que pueda hacer. Mabel es distinta, tiene ocho años, no creo que perder un año sea importante.
-Bueno, pues me lo envías mañana y no tengas preocupación, los chicos adolescentes pasan épocas difíciles, pero seguro que nos entendemos.
La mujer abandonó la parroquia con otro ánimo, después de todo no podía quejarse, a Juan le habían dado un adelanto, habían sido veinte mil pesos. Aparte de eso, traía de vez en cuando un paquete de yerba, café o de azúcar. Tras la tempestad de los primeros días había llegado la calma. Ahora ya tenía director espiritual, su hijo podría acudir a la escuela parroquial... ¿qué más podía pedir?
Ricardo acudió a la parroquia. El padre Pedro resultó ser un maestro magnífico; dos grupos de muchachos que acudían a tan singular academia: uno integrados por los más jóvenes que más atrasados se hallaban, en el otro estaban los más mayorcitos y avanzados. Las clases fueron muy provechosas para el muchacho, no sólo desde el punto intelectual, sino también de las relaciones humanas; los chicos del grupo en que el cura le había colocado fueron los iniciadores de ese nuevo mundo en el que se desarrollaba su vida. No pasaron muchos días sin que Leo, su nuevo amigo, le preguntara si quería ir de pesca. Pidió permiso a su madre, ésta, cedió a regañadientes, más por la intervención de su marido que por gusto propio y aquel jueves, al terminar la clase.
Fueron al Tigre la lancha se llamaba Clarita. Pascual era el padre de Leo había emigrado a Buenos Aires desde Córdoba, de piel renegrida y todos lo llamaban “Negro".
La noche estaba cerrada, apenas si se distinguían las estrellas. Ricardo no se separaba ni un momento de Leo. Poco a poco, la lancha se aleja de la costa. Llegado un momento, "el Negro" salta al bote y enciende las dos lámparas de petróleo, como consecuencia de la luz, el agua ha adquirido un tono entre rojizo y dorado, como hecho a jirones. El muchacho, que no pierde de vista ni un momento todas las maniobras propias de esta modalidad de pescar con red, está atónito.
Los pescadores hacen una tertulia, en medio está la vasija en la que se cuece un guiso de pez y la espera se entretiene dando algún trago de vino. El cocinero abre la olla y con un cucharón va llenando os platos. El guiso es típicamente marinero y a Ricardo le sabe a gloria, limpia el plato entre las bromas de la tripulación. Ambos muchachos proceden después a la limpieza de la cacharros mientras el resto sigue con la faena.
A las cuatro de la mañana dan la orden de regreso. En la cubierta se alinean las cajas de pescado, cubiertas con una capa de hielo. A las cinco y media atracan y todos ayudan a descargar el fruto del río. Las cajas se apilan en carritos de metal con los que se llevan el pescado a la banquina. las sorpresas de Rafael no han terminado, a las seis suena una sirena y da comienzo la venta. El rematador comienza su trabajo de arriba abajo, es decir, del precio máximo pedido por el pescador hasta encontrar a algún mayorista que detenga la rápida caída de cifras hacia atrás. La operación de venta concluye rápidamente, Leo da un golpecito en el codo a Rafael y ambos se acercan a la cantina, piden al mozo un par de cafés con leche y medialunas, ocupan una mesa y ambos, entre bromas, mojan las medialunas y comen con avidez.
Al regresar, cuenta a su madre la experiencia, sus ojos se llenan de luz cuando mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca unas pesos. Raquel, lo abraza, mientras una especie de algo extraña le sube y baja por la garganta.
Pronto llega el verano y Ricardo deja de asistir a la escuela del padre Pedro. Su padre, le ha dicho que en el sindicato hay una biblioteca y una tarde se decide a ir. Mientras Juan charla con los compañeros, el muchacho entra en lo que se suponía "una buena biblioteca", un cuarto de cinco por cuatro donde apilan libros y libros sin clasificar; tal caos, desagrada al muchacho, acostumbrado a las estanterías y pulcritud de la de Lobos y decide acudir a Irene, la jefa de aquello.
-Irene... no encuentro nada, todo está revuelto... digo... puedo poner un poco de orden...
La mujer mira al muchacho y asiente en silencio, luego de pensar durante unos instantes le responde:
-Tenes razón, ¿ qué podemos hacer para que esto parezca una biblioteca...?
-No sé... -Ricardo se rasca la mejilla- Tal vez, con unas cuántas maderas yo mismo podría construir las estanterías, bonito, lo que se dice bonito, no quedará, pero seguro estará mucho mejor que ahora.
-Me parece una buena idea, veré qué puedo hacer.
Irene se ocupó de conseguir el material y cada mañana, él se acercaba al sindicato y ponía manos a la obra. Fue poniendo en diferentes pilas los libros, según el tema que trataban. Poco a poco, aquello fue pareciéndose a una biblioteca; reservó un lugar para los periódicos y revistas que llegaban regularmente. Al cabo de un mes, aquello tenía una presencia distinta y mejor.
Durante ese tiempo, Ricardo e Irene se habían tomado confianza y merendaban juntos entre risas. La mujer le trataba como a un hombre bajito y el adolescente se sentía orgulloso de su nueva amiga. Algunas mañanas, cuando el trabajo lo permitía, comenzó a darle las primeras nociones de teneduría. Se sintió fascinado por ese nuevo mundo que era la contabilidad en la que vio la consagración del orden; las columnas de números, la caligrafía... se sentía interesado por todo. Por si fuera poco, Irene le prestó un par de libros en los que el muchacho se adentró con toda su curiosidad; los conceptos de letra de cambio, cuenta corriente, interés simple, interés compuesto, fueron grabándose en su memoria. Cuando al día siguiente entraba en el sindicato, Ricardo le decía algunos de los enunciados de los libros, luego ella le hacía preguntas que él respondía generalmente con acierto, consiguiendo con ello la admiración de la mujer. Ésta, veía con qué facilidad aprendía su nuevo amigo y decidió comentárselo a Juan.
-Tienes un hijo inteligente, deberías hacer algún esfuerzo para que no se pierda ese talento.
-¿Y que podemos hacer, Irene?, ¿qué podemos nosotros?
-Pues no lo sé, pero algo habrá que hacer. Yo estudié en las academia Pitman que hay en la avenida de Mayo, conozco al director y si te parece...
-Por mí encantado, no sé lo que dirá Raquel supongo que no hará problemas. ¿Es muy caro...?
-No sé lo que costará, pero vale la pena. Es el futuro de Ricardo...
El verano fue discurriendo en medio de rumores de descontento, el ambiente se espesaba por momentos, unos nubarrones negros parecían cernirse sobre el horizonte, hasta que, el 4 de marzo comienza a descargar la tormenta. Primero cambios en el gobierno, al día siguiente declaraciones de algunos militares que los tiempos se acababan.
¿Qué era lo que estaba pasando? se preguntaban muchos militantes peronistas. La respuesta les llegó a la mayoría de ellos por boca de un militante conocidos por todos como "el gringo". En la tarde del 24 de marzo miembros de la C.G.T. se reunieron en el local de la calle de Azopardo, había corrillos en todos lados, todo era una tremenda confusión. El gringo, un hombre ya entrado en años, con enormes patillas subió a una silla y reclamó silencio a los compañeros. La voz rota, de acento italiano retumbó en la sala.
-¡Compañeros!, ¡compañeros!. Lo que hoy nos sucede no es más que la consecuencia de la mediocridad de los políticos, al frente de los cuales, se destaca la figura de Isabel Perón. Recuerden, que este mujer dio su respaldo a Lopez Rega quien durante su mandato fue el creado de la triple A, matando a nuestro secretario general Rucci. ¡Ella y algunos radicales son los principales causantes de este golpe que tratara de destruir las conquistas sociales! No crean, que esta revuelta está dirigida a la liberación de las clases trabajadoras, no, ésta "revolucioncita" está organizada para completar la dependencia. Esta revolución fracasará, y lo hará porque han prescindido de la única fuerza auténticamente revolucionaria que hoy se da en Argentina, la C.G.T. ¡y si no se cuenta con nosotros llegará el fascismo!
Una salva de aplausos acogió las palabras del viejo peronista. Juan, sentado al lado de Irene fue uno de los que con más entusiasmo aplaudió, había sido impresionado por el gringo, se volvió hacia la mujer.
-¡Este si que sabe! ¿Vos qué opinas?
-La verdad no soy muy optimista. Si las cosas no se arreglan, y creo que no se arreglarán me parece que iremos a una represión si cuartel.
Juan quedó en silencio, las palabras de la mujer resonaban en su cabeza de un modo alarmante. Si Irene se había destacado en algo, era en su criterio y sensatez, en ser muy clara en sus ideas, y lo peor era que solía tener razón. Represión... achicó los ojos, como si quisiera concentrarse, sacó un cigarrillo que de forma distraída alargó a la mujer, ésta aceptó y Juan guardo el atado.
No era para menos. Las calles quedaron vacías. Juan tiene la sensación de ser culpable de algo que desconoce, es como si hubiera heredado las culpas de la historia. Raquel, por su parte, vive los acontecimientos con preocupación, aquel sonido que viene de las calles, aquel runrún no es nada tranquilizador, los periódicos vienen repletos de noticias sobre miles de detenidos, ya han muerto varios supuestos guerrilleros y las detenciones continúan... La mujer se pregunta a dónde ira a parar todo esto, a dónde y cuándo. Ricardo y Mabel van al colegio que hay en la Boca, la niña está contenta, ha encontrado nuevas amigas y el mundo le sonríe, ajena como es a lo que sucede a su lado; el muchacho no se siente justamente feliz, las clases son tediosas, su maestro, don Miquel, un viejo cascarrabias que esgrime el puntero con enorme pericia, con él golpea las manos de los alumnos más díscolos o distraídos.
Ricardo odia el tonillo del maestro, monocorde con el que recita todo cuanto dice, añora las clases de la sacristía, a Leo -al que apenas ve-...Lo único que le hace pasable la vida son las visitas a su biblioteca, la responsabilidad que Irene le ha ido cediendo poco a poco sobre ella, los cambios que ha ido introduciendo, eso es su vida. Su mayor conquista ha sido conseguir que los compañeros del sindicato se dediquen a construir unas estanterías como Dios manda y ahora, los libros están perfectamente alineados, como las columnas del debe y el haber. La fijación por el orden es herencia de su madre, quien constantemente repite aquello de "una cosa para cada lugar y un lugar para cada cosa"; el orden hace que las cosas funcionen, él también lo cree, lo cree y lo sigue. Cada día, cuando va a la biblioteca ordena los periódicos, mira la ficha de libros que están en circulación, se dedica a buscar a los que se retrasan y les recuerda que tienen que devolver los libros.
Raquel preocupada por su hijo, está creciendo deprisa y delgado como un fideo, la voz le está cambiando... Lo único que no cambia es la afición por los libros, le ve regresar del sindicato cargado de libros que devora con ansia, no le interesan los juegos propios de su edad y nunca le interesaron, es demasiado retraído. Ha hablado con don Pedro, el cura le ha tranquilizado, aunque no del todo, le ha dicho que el muchacho es muy responsable, serio, que en las clases es inquisitivo, que no se conforma con cualquier explicación y eso es bueno aunque tiene que estar debidamente encauzado... No hay motivo de preocupación, al contrario, es inteligente y debieran hacer algún esfuerzo por enviarle a algún otro lugar donde su talento natural encuentre respuesta. Luego está Irene, según le ha dicho su marido, el muchacho entiende mucho de números... Tal vez tendría que hacer caso a las recomendaciones de enviar al chico a algún otro colegio, pero tiene miedo, el runrún de las calles continúa y el que el muchacho tenga que ir al centro o a cualquier otro sitio lejos de la Boca no la deja tranquila.
Y la mujer tiene más que razón, la ciudad no es precisamente lo que podría decirse tranquila. Alguna noche les ha llegado hasta casa sonido de disparos, por la mañana, los periódicos traen el resultado de lo escuchado. Por si faltaba algo, Juan comienza a destacar, interviene frecuentemente en las discusiones que se originan en el sindicato y esto trae consecuencias: unos afirman, otros niegan, logra amigos pero también enemigos. Pasa la casi totalidad de las tardes en el sindicato y como consecuencia, va adquiriendo cierta autoridad, cosa que, tiene como contrapartida el hecho de que los que ya le miraban con malos ojos lo hagan aún más. Por si fuera poco, se murmura acerca de la amistad que mantiene con Irene, la mujer es un punto fuerte en el sindicato, no solamente por el trabajo que desarrolla, sino porque también se significa al frente del colectivo de mujeres. Y en este caldo de cultivo, se van propiciando los acontecimientos que han de suceder.
Una de aquellas tardes en que Juan va al sindicato y encuentra a Irene discutiendo agriamente con un hombre. Román, así se llama, es una bestia nacida en Rosario, hace veinte años que está en la Capital y se gana la vida como oficial ajustador. La discusión tiene como origen las cuotas, el hombre se ha retrasado en el pago y la mujer se lo reclamo, consiguió enfurecer al rosarino que ahora grita, aunque la mujer no le va a la zaga. Juan llega justo a tiempo para escuchar los gritos, se acerca para ver qué pasa y recrimina a Román sus malos modos.
-¿Qué pasa? -contesta desafiante, alzando más la voz-. ¿Me vas a decir cómo hablarle a tu amante?
Juan palidece, en el gentío que se ha formado se hace silencio, se alejan, se huele lo que va a pasar.
-¿Qué es lo que decís?
-He dicho lo que he dicho.
-Oye Román, pide perdón a Irene... pídeselo...
-Yo a esta puta no le pido nada, como no sea cuánto...
Juan se perfila delante del rosarino, coge impulso y le lanza una trompada que le hace caer al suelo. El otro se incorpora lleno de ira y embiste con la cabeza gacha, golpeando brutalmente el estómago de Juan, ambos hombres ruedan nuevamente por el suelo. En un momento, la tormenta de iras y angustias estalla con toda su brutalidad y una lluvia de golpes araña el espacio, estrellándose en los cuerpos. En los rostros de los espectadores van dibujándose diversas expresiones: en una cara se ve odio, en otra miedo, en la de más allá placer... todo un muestrario de distintos sentimientos. Finalmente, alguien sujeta a Ramón y otro hace lo propio con Juan. Una vez las aguas se calman, el agua oxigenada y los algodones corren en una y otra dirección. Por un momento, la sala se asemeja a un ring con sus dos rincones, en los que los cuidadores restañan la fatiga del combate de sus pupilos.
Irene limpia el labio cortado de Juan, lo hace con mimo, agradeciendo al hombre su reacción. Entre ambos no hay más que un puro y casto sentimiento fraternal, pero en la Argentina, la amistad entre un hombre y una mujer es imposible sin cama. La mujer le regaña cariñosamente, este se enoja, no puede permitir que la ofendan. Tan metidos están en la conversación, que no notan la presencia de Ricardo. El muchacho ha sido testigo mudo de todo lo ocurrido, en su mente, permanece, terca, negándose a desaparecer una palabra: amante; el muchacho sabe perfectamente el significado de ésta. Cuando todo se calma se refugia en la biblioteca, siente ganas de llorar, pero hay en él algo que se lo impide, no puede creer que su padre e Irene... Tiene que ser mentira, sí, decididamente, aquel bruto ha mentido. La imagen de Román ha quedado bien grabada en su memoria, jamás se olvidará de él, algún día le dará su merecido.
Cuando Juan llegó esa tarde a casa, lo hizo con cierto temor pero, como de costumbre, su mujer le demostró que sus temores eran infundados. No era difícil para Raquel restarle importancia al acontecimiento, conocía bien a su marido, nunca le había mentido y sabía que ésta, no sería la primera vez, pero, esposa al fin, no desaprovechó la ocasión para dar cuenta a su hombre de los temores que le asaltaban, las actividades sindicales le inquietaban y, para ella, aquello de las asambleas no traería nada bueno. Juan calló, no quería preocuparle más, ya hacía un mes que formaba parte del cuerpo de delegados de la fabrica. Eso en sí mismo no era preocupante, pero se avecinaban conflictos, la patronal había comenzado a hablar de despidos; la causa era bien simple, la producción había descendido y no podían exportar y todo se debía a la reuniones. Alguna noche, al ir al bar, Juan se había encontrado con hombres armados que le habían registrado y que, además, le habían propinado algún que otro rempujón, eran, como decía Rosotto, los perros de los amos. Alcahuetes de los milicos.
Unos días después, Irene se sienta frente a Ricardo. Ha notado cierto distancia en el muchacho; al principio no le da importancia, pero al poco la mujer cae en la cuenta, tal vez, el día de la pelea pudo oír algo... El alejamiento comienza a tener sentido, pero no desea que eso pase, primero, porque no hay motivos y, segundo, porque el jovencito le recuerda a ella misma hace unos años y sabe de su fragilidad.
-A ver Ricardo, ¿qué té pasa conmigo?
-Nada.
-No lo sé, pero te noto raro, como si ya no fuéramos amigos...
-¿ Hizo algo para que yo pueda tener motivos para enojarme?
La respuesta la deja perpleja, no sólo por la pregunta, sino por el tono, el muchacho habla en un tono absolutamente frío. Está visto que la herida es más profunda de lo que jamás hubiera imaginado.
-No, no he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme, al contrario, pero la maledicencia es algo sutil, penetra en nosotros como el aire, sin darnos cuenta y nos envenena. Supongo que el día de la pelea oíste cosas sobre tu padre y sobre mí, pero, mírame a los ojos... lo dicho por aquel hombre es mentira. Tu padre es un buen hombre y para mí es un amigo al que respeto, no tienes nada que temer.
-No temo nada de ti Irene, mi padre ama a mi madre, lo sé. Y tú... tú eres una buena persona, eso también lo sé. Si estoy tenso, es porque no puedo quitarme de la cabeza a Román. Quiero crecer de prisa para no darle tiempo a envejecer, le pediré cuentas de sus palabras y de sus hechos.
La mujer pasó una mano por los cabellos del adolescente, las palabras del muchacho la tranquilizaban. Había temido que perdieran las amistades, pero afortunadamente, ahora le estaba demostrando que podía confiar en su buen juicio.

Texto agregado el 25-06-2008, y leído por 119 visitantes. (0 votos)


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