5 de junio 2008
MIL PALABRAS SOBRE EL HOY DEL VIAJERO MÁS ABURRIDO DEL MUNDO
No oigo reír hace tres días.
Esta mañana me he levantado en un lugar perdido en ninguna parte, cuyo nombre no importa, al que he llegado montado en una cáscara de huevo ambulante con un pequeño motor que me ha traído hasta aquí de milagro. Esta mañana me he levantado en un lugar perdido en ninguna parte: poco importa si se llama Lehliu-Gara o Immendingen o Zbilje, ni tampoco es demasiado importante qué hora será, porque el gallo cantó hace tiempo y tampoco existen las cortinas, así que una luz agresiva abofetea mi cara mientras me revuelvo entre las sábanas desechas.
He pasado la noche condenado a una habitación de hotel que no medirá más de 5 metros cuadrados y donde quién sabe cómo se las habrán arreglado para meter las dos camas, la mesa y el baño con plato de ducha y sin cortina. Mientras sigo intentando activar todos los sentidos, desde el final de la carretera de mi subconsciente intuyo un día negro o, como poco, anodino.
Creo que no me he presentado, voy hablando y hablando a solas y naufrago en el mar de mis propios pensamientos, así que antes de seguir adelante diré algo más sobre mí: soy bufón de una corte moderna. Un micrófono, una camiseta con un mensaje obsceno, absurdo o provocador, y un par de chistes ingeniosos metidos a presión en un monólogo de menos de diez minutos. Dos por noche si todo va bien. No traigo mis utensilios de trabajo conmigo. En lugar de eso he venido con una maleta que esconde tabaco, dos camisetas, una toalla mojada, un cepillo de dientes, ropa interior y condones, por lo que pueda pasar. Fue lo primero que cogí: ropa interior y condones. Una amiga me aseguró una vez que ropa interior y condones componen una asociación semántica.
He venido y me voy. Cuando era pequeño no me hacía demasiada ilusión viajar. No me hacía demasiada ilusión casi nada. Era niño y el tiempo pasaba deprisa. Quería vivir, nada más. Ahora es distinto. Quiero vivir. Quiero ver. Quiero viajar. A veces pienso que soy como un papel arrastrado por el viento con o sin capricho, cruzando la piedra redonda con o sin rumbo fijo, persiguiendo un destino, o ninguno. Viajo con una identidad un tanto barroca pero sin importancia, pues no puedo divertir a los que no hablan mi idioma y a veces aburro a los que sí lo entienden. Viajo con una maleta y, en ella, tabaco, dos camisetas, una toalla mojada, un cepillo de dientes, ropa interior, condones, un libro de un autor conocido según dónde y las llaves de una cáscara de huevo ambulante con un pequeño motor. Voy en dirección contraria a la que tomó aquel niño que volaba montado en un ganso por todo su país, sólo que en mi caso estoy montado en una cáscara de huevo y viajo por otro país que ni siquiera es el mío, pero sigue siendo parte de mi piedra redonda. Además, a él le castigaron. Tiene algo bueno esta forma de viajar, y es que no tengo miedo de perderme. ¿Dónde? Si no puedo responder esa pregunta, no puedo perderme. Pero sí puedo ir más allá. Puedo ir más allá sin necesidad de responder un interrogante tan importante como hacia dónde. Puestos a no responder, tampoco he de preocuparme de para qué, ni de cuándo llegaré o me marcharé. No tengo miedo de perderme. Ni en el espacio, ni en el tiempo. Hoy se parece a ayer y a mañana, o quizá hoy es ayer y mañana.
No me muero por volver.
Esta mañana, arrebujado entre las sábanas al abrir los ojos, he decidido llegar a un pequeño reino junto al mar que está a unos 200 km de aquí, siempre que la cáscara de huevo lo permita. Allí me dedicaré a contemplar un delta, en este caso de agua dulce, para variar un poco, en el que no voy a sumergirme sino a sentarme a pensar mientras me tomo una cerveza, un vino o lo que me ofrezcan que me sirva para que las penas sigan a flote mientas mi pensamiento continúa anestesiado.
Estoy hablando como si alguien me estuviera preguntando por mí. Por lo que soy o a qué me dedico. Nadie me pregunta y, quizá por eso, porque a nadie le importa ni a mí tampoco demasiado, he llegado hasta aquí, ilusionado a mi manera y cansado y agitado y sin saber nada sobre quién piensa en mí y deshace por la noche lo que teje por el día, si es que hay alguien. Por eso he llegado hasta este lugar que ahora me parece tan cercano a un confín de mí mismo: ese cuya imagen acabo de evocar de un modo un tanto conspicuo.
He visto un buzón al salir del antro en el que he pasado la noche. He comprado una postal en la que no pienso escribir el remite. Conozco las señas de memoria. He escrito un par de palabras de golpe. Luego he tenido que empezar a fumar para poder pensar mejor. Al final he escrito tres frases en serio, en otra he forzado o improvisado o evocado una broma que no he conseguido del todo sobre la vieja, maldita Europa. He terminado haciendo una observación sobre que no oigo reír hace tres días, y ni he firmado.
No existe el olvido.
Da lo mismo.
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