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Tenerife-Cluj; febrero-marzo de 2008


CUENTO DEL FARO Y EL MARINERO

“Cuenta una vieja leyenda de un lugar que a fuerza de no ser nombrado ya no se conoce, que un barco de mercancías naufragó un día frente a un acantilado…”

- ¡Espera, espera! ¡No me he sentado todavía! –protestó la pequeña con la taza humeando entre sus manitas.
- Bueno, cuando estés preparada, sigo. Ya te dicho que es un cuento corto, pero muy real, ¿sabes? Esto ha pasado de verdad –dijo el abuelo levantando el dedo índice de su mano izquierda para dar énfasis a su afirmación.
- La niña se sentó en el suelo, cruzó las piernas, movió un poco las rodillas como para acomodarse, y levantó la cabeza sonriendo mientras sus grandes ojos azules resplandecían para acompañar aquella sonrisa.
- Ya.

Bueno. “Cuenta una vieja leyenda…”

- Ancora!
- Está bien, está bien. Seguiré justo por donde iba.

“… un acantilado vertiginoso, que se unía con el mar a través de una muralla de rompientes afilados. De los marinos de a bordo sólo se salvaron dos: un viejo muy viejo que al parecer llevaba toda su vida viajando en aquel barco, y otro marino muy especial.”

- ¿Por qué?
- ¿Por qué qué?
- ¿Por qué era un marino tan especial? –dijo la pequeña sorbiendo de su taza y tamborileando con los dedos sobre la cerámica de la misma, como si estuviese ante un piano, mientras sus deditos finos y alargados tamborileaban una imaginaria sonata de Chopin.
- Era un marino especial, muy especial. Lo encontraron tumbado boca abajo, desnudo de cintura hacia arriba y, al darle la vuelta, se dieron cuenta de que era una mujer. Cuando en el pequeño pueblecito informaron sobre el naufragio a la compañía propietaria del barco, preguntaron si aquél llevaba pasajeras, y la respuesta del armador fue que sólo iba a bordo la tripulación.

Poseía uno de esos rostros de niña-mujer cuya edad resulta imposible de predecir, puesto que una mujer es lo más parecido y lo más diferente que hay a un árbol: puede dar a luz vida, como el árbol pero, a diferencia de éste, no puedes contar sus años en los anillos de su interior, ni siquiera en las arrugas de sus párpados o en las de sus hoyuelos cuando sonríe.

Pasó varias semanas ingresada en el hospital del lugar, muy débil, delirando por fuera y consumiéndose por dentro hasta que, poco a poco, los cuidados de los médicos hicieron que recuperara la salud y, varias semanas después del accidente, salió del hospital. Con el dinero de la paga por su último viaje y la paga al licenciarla que le otorgó el armador, se compró una pequeña casita de paredes de cal blancas y pasó una temporada entretenida decorando a su gusto su nuevo hogar y paseando por el lugar hasta que lo conoció del todo. El lugar y sus gentes. Verla pasear era un regalo para la vista: alta y bien formada, sus cabellos rubios y rizados le caían desordenadamente sobre los hombros, y sus ojos azules inspeccionaban el mundo intentando comprenderlo todo, adivinarlo todo, saberlo todo. Era además abierta y simpática, valiente por naturaleza y agradable y dulce al trato. Solía vestirse de negro, y sólo cuando se acercaba a los acantilados o bajaba hasta los rompientes se recogía el cabello, dejando ver los lunares de su cuello fino y estilizado.


Iba mucho a los rompientes, justo donde se alzaba el viejo faro blanco, poco más allá de las rocas, no demasiado alto, con su lámpara brillante que prevenía a los barcos de la zona. Solía sentarse allí con un libro, apoyando su espalda contra el faro, pero siempre terminaba con el libro abierto y la mirada fija en el mar infinito, contemplando cómo iba subiendo poco a poco la marea hasta que las olas bramaban frente a ella y la espuma hacía ademán de saltar para chocar contra su rostro. No cerraba los ojos nunca, ni se movía. Miraba al mar desafiante, segura, casi enfadada, preguntándose por qué no se la había llevado aquella noche de tormenta en que todos menos el viejo que nunca más volvió a hablar habían terminado en el fondo del océano. Pero las olas nunca la alcanzaban. Daba la impresión de que no se atrevían a llegar donde estaba ella. Daba la impresión de que el viejo faro ejercía de algún modo de protector, como sujetándola, con su ancho pecho de cal blanca justo del tamaño perfecto para recibirla, abrazándola frente a las olas que se frenaban justo cuando parecía que iban a tocar la pared.

Esperaba hasta la noche para volver a casa, guiándose por la luz del faro para encontrar el camino de vuelta, segura en cada paso que daba, protegida por aquella presencia imponente que día a día iba convirtiéndose en imprescindible en su vida. Con el paso del tiempo, el faro se convirtió en su mejor amigo, y ningún día mientras permaneció en tierra dejó de ir a visitarlo.

Pero todos los marinos sienten en algún momento la sensación de que pertenecen al mar y no a tierra firme, y ella no era diferente a los demás en aquel sentimiento aunque, como ya te he contado, fuera un marino muy especial. Un día, muchos meses después del accidente que la llevó a aquel lugar, consiguió un puesto como marino en un carguero que había hecho escala frente a las costas del pueblecito, y se hizo de nuevo a la mar. En aquel barco pasó varios meses hasta que volvió al puertecito del pueblo, el lugar donde tenía su casa en tierra. Al menos pensó que ahora tenía una casa en tierra, un hogar en el que pensaba cada vez que divisaba desde el mar la luz de su amigo el faro a lo lejos, dándole la bienvenida de nuevo. Tenía aquella casa, porque en el barco no se sentía como en casa ya. En el viejo armazón…”
- ¿Qué es armazón?
- Armazón es el cuerpo del barco: sus piernas, su tronco, el lugar desde el que respira…
- ¡Ah! –exclamó la niña entre asombrada y encantada.
- Bueno, “… en el viejo armazón, que ahora estaba hundido en el fondo del mar, se había sentido como en casa. Era parte de la tripulación y también casi del casco del barco: cuando cumplía una orden, cuando hacía una guardia, cuando se ocupaba del timón en las noches de luna llena o en medio de tormentas implacables. En cambio, en el nuevo carguero era una intrusa que no terminaba de formar parte de nada. Pero aquella era su vida, y no podía renunciar a ella, ni tampoco a lo que era. Así que los viajes se sucedieron, y se fue haciendo a la mar cada vez con mayor frecuencia.

En uno de aquellos largos viajes de ida y vuelta, comprobó al llegar durante una noche de calma que otra luz brillaba en el horizonte de manera diferente, y que no lo hacía en el punto de referencia en el que ella solía esperar la bienvenida de su amigo el faro. Conforme se fue aproximando al puerto se dio cuenta de que un gigante enorme de luz potentísima había sido construido en un emplazamiento distinto, más al norte, para que los rompientes se vieran con mayor antelación durante la noche o en situaciones de tormenta o mareas descontroladas. Aquella noche llegó a casa desilusionada y pasó buena parte de la noche mirando por la ventana el camino que llevaba hasta el lugar donde se alzaba su amigo, el viejo faro, apagado y derrotado en la oscuridad de una noche que por primera vez era capaz de derrotarle ante ella.

Pasaron los días, y las semanas, y ella no cesó de ir a visitar el faro como de costumbre. Pasaba los días mecida en el pecho de cal que siempre la acogía, y ya no necesitaba de su luz por las noches, pues conocía bien el camino de retorno, aunque el abrazo de aquella luminosidad le faltaba y se sentía como quien echa de menos a ese alguien que es distinto a todos los demás. El tiempo fue convirtiéndola a ojos de las gentes del pueblo en una persona menos interesada por la vida, sin tantas ilusiones, sin ganas ni alegrías extraordinarias, incapaz de disfrutar de instantes especiales. Ellos no la conocían, puesto que se fue encerrando poco a poco en su vida y compartiéndola nada más con su pequeño amigo de cal que había dejado de brillar. Pero nunca perdió sus ilusiones, ni sus ganas de vivir, ni su interés por los pequeños momentos y los pequeños regalos de la vida. Un día decidió que se haría una vez más a la mar, aquella mar que ya no la llamaba tanto como cuando había un fuego en su interior y que, después de aquel viaje, se retiraría para siempre y se quedaría en tierra a vivir con su querido faro.

Partió una mañana con las primeras luces del alba, como solía hacer. Aquel no era un viaje largo, aunque a la vuelta podría tornarse complicado: la época del año, el fin del otoño y la llegada del invierno en aquellas latitudes, podía dar lugar a algunos peligros suplementarios. Pero el viaje transcurrió plácidamente y, casi sin darse cuenta, se encontró de nuevo cerca de casa, volviendo frente a las costas de aquel pueblecito que ya formaba parte de su corazón. Justamente allí, pocas millas antes de tierra, la mar entraba en un mayor estado de agitación.”

-¿Por qué te has parado?
- Pensé que te habías dormido.
- ¡No! Quiero oír el final, me gusta esta historia. Me encanta el mar, abuelo. Y ahora, ¿por qué te levantas?
- Tengo que ir a coger una cosa…
- Ma dai, termina el cuento primero, abuelito…
- Sí, sí, pero el final te lo tengo que leer.
-¿Leer?
-Sí, está escrito…
El abuelo fue hasta la estantería que había tras el sofá y sacó de ella un libro marrón con las tapas de cartón y unas letras doradas sobre el lomo.
- ¿Qué es?
- Es el diario de doña Teresa, el que escribió cuando era la maestra de la escuela.
- ¿Qué pone, qué pone? –la niña se echó sobre el libro con los ojos brillándole por el interés del nuevo objeto que tenía ante sí.
- Ahora te lo leo… -se colocó las gafas que colgaban de su pecho ante sus ojos y prosiguió:-a ver… aquí está: “29 de noviembre: por aquellas fechas estaban terminando de reparar la lámpara del faro del pueblo, que tenía que estar lista para primeros del mes siguiente. El carguero Fantasma de los Mares se asomó a lo lejos en el horizonte, casi como una línea imperceptible entre la oscuridad de la madrugada. El mar llevaba agitado toda la noche y acogió entre sus olas el caparazón del barco, meciéndolo de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba mientras desde el pueblo algunos de nosotros contemplábamos preocupados el espectáculo. La joven que el mar había escupido hacía unos años estaba al timón, eso era seguro. Era la que mejor conocía estas aguas, la más experta y, tal como estaba la situación, se había convertido en la única esperanza a bordo. Nos la imaginábamos gritándole al mar su odio, y nos podíamos imaginar al mar tocando por fin sus mejillas, su fina piel, estrellando su espuma contra su frente, sus labios, sus ojos… El mar quería adueñarse de ella, pero el alma valiente de la joven peleaba contra el tirano de espuma y sal. Durante un par de horas estuvo luchando contra el mar y manejando con pericia el barco pero, sin una luz que la guiara, sus esfuerzos estaban condenados al fracaso. De poco sirvió la hoguera que los ancianos hicieron para intentar indicarle el camino hacia la playa. Sobre las 4 de la mañana el barco quedó a merced del temporal y todos nos temimos lo peor. No pasó demasiado tiempo hasta que lo vimos desaparecer entre las olas. Avisamos por radio a los servicios de rescate y nos confirmaron que iniciarían la búsqueda de los supervivientes a la mañana siguiente. Velamos durante toda la noche con la esperanza de que el temporal tuviera piedad de algún tripulante y lo trajera hasta la orilla. Pero nadie llegó a las costas, y tampoco los servicios de rescate fueron capaces de recuperar nada del mar a la mañana siguiente. Ni un simple madero del barco, ni un objeto personal, ni un cuerpo. Nada.
En la mañana del naufragio, acompañada de una buena amiga, me dirigí a la casa que había al final del pueblo, en la colina, junto al principio del sendero que llevaba al viejo faro, para recoger los enseres personales de aquella brava mujer y preparar los documentos necesarios en estos casos. En la casa nos dimos cuenta de que ya era una más entre nosotros. No habíamos estado demasiado cerca de ella en los últimos años, pero guardaba en su casa dibujos de nuestros niños, conchas recogidas en nuestras playas, y dos diarios completos sobre su vida en el pueblo. Al hojear las páginas del segundo de ellos fuimos hasta el final y leímos la única frase de la última página, la última frase del diario: “hoy, como cada mañana, estaré sentada entre los brazos de mi amigo el faro, mirando al mar”. El mar, aquel mar que nos la trajo y nos la volvió a arrebatar, en una historia cruel…
De repente, mi amiga propuso que nos acercáramos al faro, que anduviéramos aquel camino una vez más, en honor a ella. Así lo hicimos. Era temprano todavía, no más de las 10, y estábamos cansadas por las emociones de tantas horas y porque no habíamos podido conciliar el sueño. Un sol frío peleaba con el viento por llegar antes hasta nosotras mientras recorríamos el caminito hasta el pequeño guía de cal que llevaba ya años y años fuera de uso. Juntas rodeamos el faro hasta quedar frente al mar, colocándonos la mano sobre la frente como visera para evitar el sol y mirar hacia el horizonte. Después nos volvimos de nuevo hacia el faro, que estaba a pocos metros de nosotros. Allí estaba ella. El pecho del faro la acogía y la mecía, protegiéndola. Llevaba su jersey negro y una bufanda de colores que parecía de hombre anudada al cuello. Nos acercamos a ella y vimos que dormía tranquilamente, abrazada a su faro. En el suelo, abierto más o menos por la mitad, había un libro. Una hoja suelta trataba de escapar, impulsada por el viento de la mañana. Me agaché y recogí con cuidado el libro, sin dejar que escapara la hoja. Me di cuenta de que aquella hoja era de distinto color al resto de las páginas del libro, y la extraje suavemente hacia fuera. Estaba doblada. La abrí poco a poco y leí en voz alta las palabras que tenía escritas. Era la letra de un hombre:
Querida Sarah:
Desde que te separaste de mí comenzó a apagarse mi luz. Jamás he dejado de pensar en ti. No podría olvidarte aunque el mar decidiera que eres para él, o aunque tú decidieras que eres para el mar. Tú has sido mi luz todo este tiempo, la verdadera razón por la que me levanto cada mañana y encuentro la fuerza para hacer cada una de las cosas que hago en mi vida. Mi razón para vivir. Nada me proporciona más placer que pensar en ti, y sólo una cosa me hace más feliz que recordarte: pensar en la próxima vez que te veré, y en que ya queda un día menos.
Sé que no quieres que te salve. Sé que nunca quisiste que te salvara. Puede que la gente de este pueblo piense que te salvé si te encuentra aquí conmigo. Pero no es cierto. Es al revés. Tú me salvaste. Tú me salvaste el día en que te conocí, y yo te he abrazado siempre desde entonces como nadie más puede abrazarte, como ni siquiera yo puedo abrazar a nadie más. Apretándote fuerte durante segundos, durante minutos, durante horas. Los demás pueden pensar que quizá sea muy honesto querer únicamente abrazarte. Que es bonito cuando alguien no quiere nada más de ti. Pero lo que quiero yo cuando te abrazo con tanta fuerza es que no te separes de mí. Te quiero a ti. Tu voz y el calor de tu cuerpo, y tu cara desafiando al mar conmigo al lado. Tu sonrisa y tu voz dulce y tus palabras cariñosas. Tus enfados y tu genio indomable. Tu personalidad. Yo no te he salvado, o puede que sí. Pero tú me salvaste primero. Tú me salvaste a mí cuando me abrazaste por primera vez. Por eso creo en ti. En la fragilidad con la que vives y en la pasión con la que sientes. Nadie puede echar más de menos a alguien de lo que yo te echo de menos a ti. Tú eres mi faro, y no al revés. Mi vida y mi sueño. Ojalá me hubieses elegido. Ojalá nunca te separaras de mí.

Cerré la carta y la metí entre las hojas del libro. Dejé el libro junto a ella, junto a su faro. Y cogí del brazo a mi amiga y volvimos hacia el sendero que llevaba a la pequeña casa de cal, a la colina, al camino de vuelta al pueblo.

La dejamos allí, durmiendo plácidamente. En el alféizar del mundo.
Pero no la dejamos sola. La dejamos con él.”

Aquel faro se llama desde entonces El Faro de Sarah.





Texto agregado el 25-06-2008, y leído por 2399 visitantes. (0 votos)


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