Ella y la ciudad
Una ciudad es algo muy vivo, muy consciente. La vida es la conciencia de la ciudad, la manifestación del ser. Los movimientos de esos seres, su evolución en el entorno, dan sentido y color a la urbe. Las características de la ciudad ─no aquellas que se refieren a su tamaño sino las que la definen como un lugar tranquilo o bullicioso─ también se las dan los intereses de sus habitantes, su prisa, sus sentimientos. Una vez viví en un lugar en el que veía llorar al menos a una mujer cada día, así, por la calle, sin reparos. Era aquel un lugar hermoso y triste, al menos para mí, debido al ritmo del pulso de sus habitantes.
Pero la ciudad también tiene su parte de subconsciente. Lo que define ese subconsciente son los que no forman parte de lo cotidiano, los muertos vivientes, esos seres anónimos que se ven excluidos de la vida consciente, que no encajan dentro de ella. Aquellos que no tienen fuerzas ni tan siquiera para llorar, pues deben buscar un banco donde dormir, una cafetería donde puedan tomar algo caliente, un rostro amable que les dé unas monedas o que no se las dé, pero que les sonría calurosa y sinceramente cuando no se las da, sin menospreciarlos ni ningunearlos, aunque no les dé el dinero porque no lo tenga o porque considere que no es lo más apropiado. Esos seres anónimos, aunque reconocibles, no son los únicos pobladores del subconsciente. Hay quien siente que no forma parte de una ciudad ni de una vida, un ritmo, un grupo o un sentimiento, de ninguno de los sentimientos de nadie entre todos aquellos que conoce. Esos son los individuos pertenecientes al sustrato más profundo del subconsciente de la ciudad, aquel del que sólo se sale con confianza en uno mismo y con la confianza de los demás en lo que uno es capaz de hacer, por ínfimo que sea.
Sin embargo, cuando uno llega a un lugar nuevo, no se siente aún parte de ninguno de los dos grupos descritos anteriormente. Es un forastero que está en proceso de encontrar su sitio ya en el plano consciente, ya en el subconsciente de la ciudad. Entonces, en ese periodo de tiempo que va desde la llegada hasta sentirse asentado ─un periodo que difiere en duración según cada uno─ pasan mil cosas que tienen una importancia fundamental durante días, pero que serán obviadas cuando el asentamiento se produzca, y no serán más que recuerdos que uno evocará con el paso del tiempo, con ironía y comicidad si uno se ha asentado dentro del plano consciente, o con melancolía si es el subconsciente de la ciudad el que se ha apoderado de él. Pero para eso, para asentarse, necesita crecer dentro de su nuevo hábitat, y ese proceso lleva su tiempo.
La forma más evidente de crecer dentro de la ciudad es, indudablemente, conocer gente. Más que conocer lugares o llevar una rutina de trabajo, uno empieza a crecer cuando repite su nombre varias veces, y se agiganta cada vez que otros se dirigen a él. La rutina puede darte cierta seguridad cuando te acostumbras a ella, pero también puede resultar gris y opaca en algunas situaciones. En cambio, las personas te regalan con su voz opiniones, pensamientos, puntos de vista, o sonrisas con la boca ─y con los ojos─, gritos, alegrías, sorpresas, disgustos…Una vez dado el paso de conocer gente, la rutina compartida nunca vuelve a ser rutina si uno sabe valorar a aquellos con quienes la vive. Durante una de mis prolongadas estancias en ciudades a las que llegaba como forastero, conocí a una persona con quien tuve la impresión de que jamás compartiría nada parecido a una rutina. Ella me hizo sentir a gusto en una ciudad que nunca sería la mía.
La conocí hace algún tiempo, en algún lugar, lejos de su casa y lejos de la mía. Conocer a una persona siempre tiene sus ventajas y sus desventajas, al menos cuando se la conoce a fondo. Uno debería conocer cuanta más gente mejor, siempre. Pero cuando llega a ver lo suficientemente profundo dentro de esos a los que conoce, debería poder decidir si sigue adelante o no, no por los demás, sino por uno mismo. No sirve de nada conocer con desgana, visitar con desgana, hablar con desgana, vivir con desgana. Cuando llega el momento en que uno no quiere compartir nada más de valor con alguien a quien apreció, normalmente se aparta como puede del otro. No era mi caso, yo no quería apartarme, aunque llegó un momento en que pensé que sería lo mejor, incluso sin que yo lo quisiera.
Aquel día la había acompañado al supermercado. Era algo inocuo, una situación como cualquier otra. Recuerdo que, al llegar a la caja, a la mujer que estaba dejando sus artículos sobre la misma, se le cayó una botella de vidrio con vino blanco. La cajera fue inmediatamente a por lejía y con ella roció el suelo para mezclarla con el vino, con el fin de que este no se comiera el color de los azulejos. Cuando le tocó a ella el turno de situar las cosas sobre la caja, el olor de la lejía era bastante fuerte. «Tú no tienes por qué quedarte y aguantar este olor, que además es malo. Sal si quieres». Yo me encogí de hombros y sonreí. «Encima te ríes de mí», dijo con voz meliflua. «De veras que es malo». Yo le respondí con otra pregunta; «¿Cuántos años de vida me va a quitar? ¿Crees que me quitará diez minutos oler esto?» Ella me miraba mientras yo me reía. Se rió al fin, puede que contagiada. «¿Cuánto tiempo crees que gano por verte reír?» pensé yo entonces. «Nada vale más que esta sensación. Mientras te vea sonreír de esa manera, tu sonrisa me dará aliento y su efecto beneficioso me regalará mucha más vida de la que pueda perder por estar sometido a contaminaciones de cualquier tipo. La lejía sólo puede llegar hasta mis pulmones. Tu sonrisa me llega al alma». Evidentemente no le dije nada. Nos repartimos las bolsas de la compra, buscamos un lugar para tomar algo, descartamos aquella idea porque ella tenía otros compromisos, y ahí pusimos el punto y aparte del día.
Con el tiempo fuimos intimando, y yo aprendí a echarla de menos y, precisamente por ello, a alegrarme aún más cuando la veía. Intenté alejarme de ella para reflexionar sobre cuál era mi papel en aquel episodio de la comedia que representaba. Pasé varios días reflexionando sobre varias cuestiones relacionadas con pensamientos y sentimientos, reconstruyendo momentos, miradas, voces, sonrisas, bromas, y sintiéndome al hacerlo como protagonista de una obra de teatro en la que a la vez estaba sentado en la primera fila del patio de butacas, mirando con atención a los protagonistas, aquellos dos personajes que me resultaban tan familiares.
Un día sucedió algo increíble. Se desnudó delante de mí. No se quitó la ropa, se desnudó. Sus palabras fueron desnudándola y sus lágrimas no lograron proteger lo que quedaba al descubierto. Cuando se desnudó me dejó totalmente boquiabierto, y me dio tanto miedo que notara cómo me sentía, que la abracé con fuerza. No sé qué pensó, pero a mí sólo me interesaba que se sintiera tranquila y a gusto.
Pasó el tiempo y aquella relación fue tornándose más y más estrecha, aunque con ciertos matices. Yo siempre quise que supiera lo que pensaba de ella en cada momento, y por eso le escribí varias veces. Nunca pretendí hacerle daño, y ella lo entendió, pues una vez llegó a decirme que nadie le había escrito cosas tan bonitas nunca. Yo no escribo para nadie, ni cosas bonitas ni feas. Pero ella ya era diferente entonces. No era como las demás, no me era indiferente.
Si tuviera que contar con detalle todo lo que hemos compartido, escribiría un libro. Como no puedo hacerlo porque estas líneas me retienen y siento que tengo demasiadas ganas de verla de nuevo, sólo diré que lo que hemos compartido es más que suficiente para mí para poder decir que cuando me separe de ella será como cuando dejo atrás a mis padres o a mis hermanos, pero a nadie más. No se trata sólo de los sentimientos o de las situaciones compartidas, es más bien la intensidad de todo ello la que lo convierte en diferente y, si no en mejor ─que también, desde mi punto de vista─, sí en más bonito.
Me quedan muchos meses aún de estancia aquí, pero esta noche he pensado en cómo me sentiré dentro de un año, de dos, o de los que sean. Ni siquiera ella sabe qué hará, pero yo prefiero ser pragmático y pensar que no tendremos un final feliz. Las palabras final y feliz no suelen ser amigas en la vida real. Sé muy bien que le he dicho que llegará un momento en que no podré volver a verla porque me recordará todo lo que viví, sin contarle que ha sido probablemente la época más bonita al lado de otra persona, y más que eso aún, sin hablar de todas las cosas que nos hubiéramos dado si este tiempo se hubiese prolongado mucho más y de todo lo que hemos perdido por ser cabezotas y por cometer errores absurdos o decir cosas que no sentíamos. Yo la culpo de ello y lo hago con amargura porque hemos perdido tiempo y aventuras, ciudades, sonrisas, y miles de momentos que no volverán y ni siquiera sé si serán compensados algún día. Quizá una vida juntos me bastase, o puede que ni eso. Aún así, si como parece llega el día en que cada uno tomamos un camino diferente, creo que cada vez que la vuelva a ver la querré mucho más, pese a que no será lo mismo, ni nosotros seremos los mismos porque las personas cambian aunque su fondo no lo haga. La querré mucho más y la querré de manera distinta, porque no la habré visto cambiar con los años. Si alguna vez tengo dudas sobre ello, me acordaré de todo lo que me ha dado, de sus cinco mil sonrisas diferentes y de las dos que más me gustan, la de niña pícara y la que parece tener escrito en los ojos “esta es tu sonrisa, Toño”. No es que yo quiera apropiarme de ella, ni de nada suyo, pues las personas no pertenecen a nadie, sólo a sí mismas. Pero ella me dedica esa sonrisa cada vez que dibuja aquel gesto.
Hoy, meses después de conocernos, se ha convertido en alguien tan cercano para mí que, a veces, cuando quiere decir algo, yo sé lo que es y, cuando yo voy a decirle algo, ella se anticipa. Alguien a quien puede leérsele el pensamiento o incluso con quien tienes un vínculo tan especial que, de repente, la misma idea surge en las dos personas a la vez y la risa acompaña la magia de esos momentos.
Había empezado a escribir para reflexionar y estoy terminando mi ensayo. Un ensayo con nombre de mujer aunque su título no lo recoja así. Una mujer que me pareció preciosa la primera vez que la vi, que me fue despertando sensaciones tan diferentes como el mundo en el que vivo, conforme fui compartiendo momentos con ella. He crecido con ella, he aprendido con ella y de ella. Con sus desplantes y con sus incoherencias, que pasaron un día a destapar sentimientos y sonrisas, abrazos, besos, caricias y complicidad, esa es sin duda la palabra. Una complicidad que puede provocar daños tan serios que nos separen durante un tiempo y nos dejen la duda de si alguna vez volveremos a hablarnos tras el dolor de las decisiones y las equivocaciones cometidas. Aún así, o quizá precisamente por eso sé que su ausencia me deja un vacío inmenso en el interior, pero también de eso estoy aprendiendo y por fin creo que sabré llevarlo bien, aunque sea la primera vez que me sucede.
Como me hace sentir tan bien escucharla, cada vez que no la tenga cerca recordaré alguno de los miles de momentos que me ha dejado grabados y volveré a sentir esa paz interior que experimento cuando está junto a mí. Ojalá volvamos a compartir esos momentos y, si no fuera así, al final de estas líneas me siento afortunado porque poca gente, muy poca, ha vivido tantos momentos especiales en tan poco tiempo, tanta belleza, ternura, cariño, secretos, sonrisas, bromas, caricias… Todo es y será siempre suyo, mío, nuestro.
Reflexiones personales para compartir sólo con alguien especial.
Tenerife, Bruselas y Ginebra. Febrero y marzo de 2006.
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