El viejo aparece de pronto y me conversa de libros, de autores, de las mil y una peripecias que ha debido sortear para conseguir ajados volúmenes. El carcamal es un erudito, me habla de Lorca, de Nietzsche, de Sthendal y de muchos otros que no conozco. Levanta teorías increíbles, enumera detalles, diserta con una prosa inigualable. El viejo aquel, es un sabio.
Pero, de improviso, el anciano me habla de su mujer. Y aquí comienza a desintegrárseme. Menciona una enfermedad misteriosa que aqueja a su cónyuge, extraña dolencia que sólo tiene una explicación. Acerca su rostro ascético detrás de unos lentes gruesos y me deletrea la palabra: -Ella está car ga da. Y retrocede su rostro con un gesto de enorme trascendencia.
Me habla entonces de brujos, de chamanes que viven en un cateto de un triángulo, de seres que vuelan por el aire para auscultar viejas residencias.
El viejo se me cae. Cuando retoma la conversación literaria y filosófica, su discurso me suena hueco, fofo, sin consistencia. Y adivino en cada palabra suya, el resabio de un influjo maligno, de una apostasía; se me desmejora la metafísica idealista de Hegel, el racionalismo de Kant, rueda por los suelos. Todo pierde consistencia en los labios ajados del vetusto caballero.
Definitivamente, el viejo aquel, se me partió en dos...
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