Una extraña asesina
Al menos que no sea en defensa propia o fruto de algún desdichado accidente, asesinar a alguien supone toda una trama y un cúmulo de malquerencias que terminen en profundo odio hacia la víctima; debiera ser un complejo proceso en el que el asesino pase largas jornadas analizando los más nimios pormenores, replanteándose posibilidades, armando un complicado ovillo; y aquilatando las posibles consecuencias del hecho; en mi caso no aconteció nada de aquello. Ocurrió de una manera tan espontánea, tan normal, de manera tan impensada que incluso pude haber alegado que no cometí el homicidio por el que estoy encarcelada.
Ahora escribo sobre las peculiares circunstancias en que me convertí en asesina.
Escribir siempre ha sido un asunto de elites; no formo parte de ninguna, pero he sentido la necesidad de escribir este relato.
Son muchos los motivos por los cuales alguien quisiera contar una historia; vanidad, megalomanía, aburrimiento; yo escribo ésta porque hay días en que tengo la impresión de que voy a morir de tiempo, de que me ahogo en tiempo. Es lógico que el tiempo sea un artículo que me sobre: estoy en una prisión condenada a setenta años por el asesinato de un hombre; setenta años por matar al hombre que vivía conmigo, al mismo que decía que darme felicidad era el único motivo que tenía para vivir.
Los setenta años que me cantó el juez, como si fuera una canción romántica, un tango o una ranchera, con la misma naturalidad con que se le canta cumpleaños feliz a un amigo, es una condena muy dura; dura porque, usualmente, a casi a todo aquel que lo encuentran culpable de asesinato sólo le cantan treinta; pero a mí regalaron cuarenta de más porque nunca mostré arrepentimiento y porque nunca dije los motivos por los cuales lo asesiné. Además, creo que eso tuvo un gran influjo, porque mi madre no lloró durante el juicio, lo que, según el fiscal, demostraba que yo era un monstruo que no le provocaba compasión ni siquiera a una madre. Aparte de ello, algunos de mis pacientes fueron llamados como testigos, sin que ellos hubiesen presenciado el crimen, y muchos dijeron que yo los había tratado con indiferencia, con extrema frialdad y lejanía, que no me condolía de sus tragedias. Estas opiniones también alarmaron a la fiscalía, y le indujeron a pedir penas adicionales.
Desde siempre supe que los seres humanos son extraños, estúpidos las más de las veces; como siquiatra puedo hablar con propiedad de eso; durante el juicio los abogados que representaron a la víctima siempre quisieron saber los motivos por los que maté a Deibe. Saciar sus ansias por conocer las razones ajenas era lo que más les importaba durante el proceso; pero yo no quise darles ese honor; en este relato, posiblemente, los esgrima.
He dicho que la condena fue severa, pero de ninguna manera estoy quejándome; me hubiesen resultado igual diez, veinte, treinta años. Aquí estoy bien; odiaba mi vida allá afuera; detestaba tener que levantarme todos los días a faenar con el tráfico; odiaba tener que arreglarme el pelo, usar maquillaje, responder a las llamadas de mis hermanos y mi madre. Aquí apenas me higienizo, nadie se mete conmigo; las demás prisioneras me temen porque durante el juicio mi abogado alegó que yo estaba loca, que había asesinado a mi compañero en un trance de locura; por eso me respetan, porque temen, supongo, que, en un nuevo arranque de locura, apuñale a una de ellas.
Antes de entrar en prisión vivía en medio de una profunda agitación; la vida me sofocaba, la gente me sofocaba, mi madre me sofocaba; me sofocaban las noticias que llegaban desde cada rincón del mundo; ya no estoy en necesidad de enterarme de las matanzas del día, de las tragedias cotidianas; también me sofocaba la prisa con que me obligaban a vivir. ¿Vivir? No sé si pueda llamársele vivir al suplicio a que está sometida hoy la humanidad.
En la prisión he encontrado un refugio; aquí nada me perturba, nada me inquieta; apenas percibo algunos ruidos que vienen desde la población cercana al presidio; y me siento tan bien al saber que ya nunca más perteneceré a un conglomerado semejante. En mi nueva vida, lo único difícil fue cuando al principio no podía tomar vino; me había acostumbrado a beber vino todos los días; el hombre al que asesiné me creó ese mal hábito, y en los primeros días fue un auténtico suplicio. Sin embargo, luego entré en amistades con algunas de las custodias y ellas empezaron a suplirme de la cantidad que yo deseara. No sé si hubiese sido mejor idea prescindir de él; pero eso ya está resuelto y no tiene importancia.
Las circunstancias que desencadenaron los acontecimientos empezaron una pesada tarde de viernes; algunas personas adoran los viernes; yo siempre los odié y nunca pude explicar las razones. Él fue el último paciente que recibí aquel día casi ¿bendito?, y en mi larga carrera de oidora de cuitas ajenas nunca me había encontrado con un caso tan extraño. Aquel hombre quería que yo descifrara el significado de sus recurrentes sueños en los que siempre era feliz. Vivía él una extraña situación: durante la vigilia aborrecía su vida y durante las noches recobraba las ganas de vivir. Amaba a sus hijos, a su mujer, pero ese encanto sólo le duraba hasta que recobraba la conciencia y al mismo tiempo su pesarosa cotidianidad. Pensaba que estaba perdiendo la cabeza, como muchos otros de mis pacientes; pero Deibe era un hombre un tanto distinto a los otros. Así se acostumbró a venir a mi consultorio una vez por semana; entraba, se sentaba en el diván y ante mi mirada casi indiferente empezaba a deshojar sueños como si se tratase de flores; sentía yo el perfume de sus ensoñaciones por todo mi consultorio; el aire absorbía la fragancia que despedían sus poros y a mí me atacaba la duda.
Me preguntaba si era yo quien lo soñaba a él o si era él quien en verdad venía a verme a mi consultorio; me preguntaba si era yo quien en sueños era feliz y en la vigilia profundamente desgraciada; a medida que sus visitas a mi consultorio se hacían regulares, algunas cosas empezaron a ponerse en blanco y negro, hasta que tuve la certeza de que él estaba enamorado de mí. Al mismo tiempo a mí me atacaba la incertidumbre, y me preguntaba si me estaba enamorando de él.
Pero la incertidumbre rompió un día sus ataduras y dimos el primer paso hacia la consumación de una relación en la que yo las tenía todas conmigo.
Deibe dejó a la mujer con la que había estado supuestamente malcasado durante diez años y se fue a vivir conmigo a mi apartamento. Los hombres tienen la buena costumbre de mentir siempre sobre sus relaciones cuando se enamoran de otra; convierten, de repente, en pesadillas sus matrimonios.
Deibe era medio filósofo, fanático de los libros de autoayuda y tenía la cabeza llena de teorías extrañas. Era un hombre tranquilo, fiel, que adoraba la cocina, el vino y las flores. Un sueño para la mayoría de las mujeres; para mí, sin embargo, no tenía nada de extraordinario. No era un mal amante, pero si no lo hubiese sido también me hubiera dado igual.
A menos de un año de estar viviendo juntos empezó a preguntarme que si lo amaba; le decía que no, y él respondía que lo importante era que él me amaba a mí y que, si me hacía feliz, a él eso le bastaba. Ya dije que los seres humanos son muy extraños.
El día que lo asesiné recuerdo perfectamente los detalles: pasaba por el frente de una armería y de pronto me detuve enfrente de las vitrinas de exhibición; fue como si un niño se enamorase de un juguete muy especial: vi una pistola que me pareció atractiva y la compré. Nunca he podido descifrar el secreto encanto que aquel juguete me produjo; no tenía ningún motivo para comprarla, pero lo hice.
Caminé con ella en mi bolso y de repente tuve la sensación de que me sentía más segura que nunca. Pero aquella pistola la compré porque tuve el real convencimiento de que en aquel estadio de conciencia no causaría daño a nadie con aquel juguete de muerte; en aquellos instantes tuve la convicción de que acontecía lo mismo que durante las visitas de aquel paciente que iba a contar sueños de felicidad a mi consultorio. Todo era extraño; el color del día tenía tintes dorados, los rostros de la gente facciones inusuales; y yo me sentía invulnerable; y era lógico que así me sintiera.
Esa noche le había prometido a mi madre que iría a visitarla, pero no era más que una nueva forma de decirle que no me importaba verla. Me fui directamente hasta el apartamento en donde me esperaba él con la cena servida.
En esa oportunidad había preparado un filete en salsa de pimienta con unas papas salteadas. Descorchó uno de los tantos vinos que compraba en su vinería predilecta, puso a Carmen y brindó por la vida; es extraño, alguien que varios minutos después estaría muerto brindaba por la vida; pero ¿qué separa a la vida de la muerte? Algunas veces, como en este caso, una insignificante cantidad de plomo y pólvora, y un extraño escalofrío y una terrible confusión.
Narrar cómo lo maté no creo que tenga ninguna importancia, al menos por ahora; me concentraré en los pormenores que siguieron al acontecimiento.
Cuando llamé a la policía para confesar el crimen y entregarme, durante el primer interrogatorio, mi madre, que se empeñaba en jugar un papel que nadie le pedía que jugara y que yo tampoco agradecía, envió un abogado para que me asistiera; me resistí porque entendía que un abogado, en vez de ayudarme, me perjudicaba. Además, aquel individuo me caía mal; no sé si era un buen o un mal hombre; no sabía si era un buen abogado o un mal abogado; ni siquiera me fijé en sus facciones; sin embargo me caía mal.
Pero los fiscales aducían que su presencia era indispensable para la instrucción; y como me daba igual que estuviera o no, me hice de cuenta de que aquel sujeto informe no existía.
Me preguntaron mis datos personales; se los di porque quería librarme de ellos lo más pronto posible; la gente me apestaba. Quisieron saber por qué lo maté y le dije que no recordaba los motivos; insistieron, dijeron, haga memoria; y les dije que no quería hacer memoria, que no sabía si se podía hacer memoria.
Insistieron en el móvil, una y muchas veces. Al final se agotaron y me dejaron en paz.
Como no quería lazos de ninguna índole con mi madre, durante el siguiente interrogatorio hice que despidieran al abogado; entonces me asignaron uno de oficio, de esos que paga el estado a los indigentes dizque para que defiendan sus derechos.
Aquel abogado también me caía mal; no quería tratos con abogados; siempre he despreciado a los abogados, y nunca me he detenido a analizar las razones. Aquel sujeto me trataba con mucha distancia, y a mí eso me gustaba; pero las contradicciones entre nosotros afloraron desde la primera vez; quería él que siguiéramos el viejo juego de los filmes hollywoodenses de declararme loca como argumento de defensa; aduciremos que fue en un estado de locura transitorio que usted cometió el asesinato. No, no estaba loca; no cuente conmigo para ese argumento; me miró asentado desde un profundo desdén y no pudo no pensar que en verdad estaba rematadamente loca. Él insistió en la locura y al final le dije que estaba bien, pero lo hice para que dejara de importunar.
Cuando llegó el día del juicio yo sólo estaba cansada; sabía que me condenarían.
Aquel fue un proceso muy peculiar: el abogado de la fiscalía, como ya dije, trajo a un grupo de testigos que intentaron hundirme; pero no lo consiguieron. Lo que sí me sorprendió fue ver entre los testigos a la ex mujer de Deibe; vino al juicio con sus dos hijos y dijo al tribunal que yo le había robado su felicidad, que yo le había sonsacado a su marido y me lo había llevado entre mis garras de siquiatra sin ética; adujo que una profesional con ética nunca se hubiese involucrado con un paciente; cuando terminó su exposición todas las miradas caían sobre mí como llamaradas. Entonces entendí que también se me juzgaba por mi falta de ética, y por ser ladrona de felicidad. Acusaciones en todo caso bastante graves.
Luego de que desfilaran los testigos de la fiscalía, mi abogado defensor tomó su turno para salvarme. Entre la satisfacción y un velado horror, dijo que yo ante todo había sido una víctima; imagínese, dijo al tribunal, una persona que se pasa su vida lidiando con gente desequilibrada; oyendo dramáticas y a veces estúpidas historias; creo, honorable juez, que esta dama más que una asesina ha sido una víctima de su profesión de siquiatra; llegó un momento en que su mente no pudo más y cedió a la presión y terminó por torcerse. Dijo todo eso mirándome lastimosamente, y luego concluyó: pido a este tribunal que absuelva a esta dama porque el crimen que cometió lo hizo en medio de estado de locura transitorio; y si quieren comprobar que estos casos se dan a menudo, los remito a que lean lo que dice el afamado siquiatra e investigador escocés Gari Anderson en su libro “La locura transitoria”. Uno de sus hallazgos más relevantes es el atinente a la locura que termina por afectar a muchos siquiatras que se ven obligados a permanecer mucho tiempo en contacto con espíritus retorcidos.
A mí me sorprendió la fehaciente defensa del abogado de oficio, y sus vastos conocimientos sobre el tema; pero desde que tuve una oportunidad eché por aire sus argumentos. Cuando se me preguntó si tenía algo que decir sobre lo expuesto por el abogado, dije que sí. Quiero que sepan que todo lo que alega el abogado sobre ese estado de locura transitoria no es más que una burda mentira, una payasada de abogados, una leguleyada; nunca he estado afectada por ningún mal; ese asesinato lo cometí por razones que no tiene sentido que explique. Eso de la locura no es más que una argucia barata.
En el tribunal se escuchó un abejoneo, y de nuevo las miradas quemaban mi anatomía. Entonces los fiscales volvieron a insistir en que dijera los motivos de mi crimen; les dije que no tenía por qué hacérselos saber.
Es una psicópata, señor juez, dijo uno de ellos; es una mujer profundamente cínica.
Durante dos días más fui sometida a una profunda presión sicológica; me torturaron con la misma pregunta, ¿por qué asesinó a su compañero, doctora Salgado? No tenía motivos, insistí una y otra vez. ¿Entonces lo asesinó por placer, por el gozo de ver su masa encefálica brotar de su cabeza?
No, no lo hice por placer. ¿Entonces por qué lo hizo? No tengo respuesta a esa pregunta, insistí hasta el final.
Luego, todos profundamente cansados, en el tribunal sólo se veían rostros marchitos, gente adormilada, bostezos excesivamente prolongados, el juez acogió la petición de la fiscalía. El secretario del tribunal leyó la sentencia; durante su lectura estuve muy atenta a los rostros de los principales protagonistas: el juez lucía satisfecho; el abogado de oficio profundamente abatido, como si la condena le hubiese sido impuesta a él y no a mí; mi madre rudamente tranquila; la ex esposa de Deibe serenamente feliz.
Ahora deseo volver a la noche del asesinato.
Dije anteriormente que Deibe había preparado aquella noche un filete a la pimienta; el vino era un californiano que dejaba en la boca gotas de terciopelo; la música de Bisset arrebataba con su fuerza; el misterio parecía signarlo todo.
Nos sentamos, brindamos, sorbimos de nuestras copas. El filete lo recuerdo un tanto subido de sal; las papas en un estado crujiente. De improviso, en medio de aquella atmósfera inmejorable, recuerdo que llevo en mi bolsa una pistola. Abro mi bolso, la extraigo. La coloco sobre la mesa. Brilla bajo el resplandor confuso del instante. Una pistola, dice Deibe. Sí, es una pistola muy bella, respondo. ¿Para qué querrías tú una pistola? me pregunta. Para asesinar a alguien, respondí. Y en medio de una sorda y estridente carcajada le apunté a la cabeza, apreté el gatillo una, dos, tres, cuatro veces.
Deibe se desplomó. Entonces me alarmo; voy y me pongo a su lado. Una riada de sangre corre por su cuerpo.
Corro hacia el cuarto; lo llamo. Retorno a la sala, él sigue ahí tirado.
Grito a todo pulmón, pero nada acontece, todo sigue igual.
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