Ahí estaba frente a sus ojos el mapa del camino que juntos debían recorrer si querían alcanzar la Playa de los Sueños; no era fácil... en teoría ya se avizoraban las dificultades. Dieron un vistazo hacia atrás, pesaron nuevamente las consecuencias de la acción. Volvieron a verse a los ojos, se tomaron decididos de la mano y emprendieron el viaje apenas con lo puesto. Después de todo, el amor que sentía uno por el otro era el único norte que guiaría sus pasos de aquí en más.
Sabían que el itinerario era incierto y debían sortear mil y una dificultades y así fueron avanzando en el tiempo. Hubo días en que la marcha era plácida en extremo, tanto que sentían que el mundo se abría a sus pies y el andar era raudo y decidido por el llano. Aunque también aveces se hacía cuesta arriba y más de una vez cayeron tumbados, rendidos, exhaustos hasta el limite, bajando los brazos para luego de una pausa volver a empezar. Él le repetía una y otra vez: “¡no tengas temor negrita, confía en mí, no te voy a fallar!”. La mujer se sentía fuerte poderosa y protagonista de la vida misma. A qué podría temer si el amor era su escudo de guerra, de lucha, de paz... Su pecho era la coraza en que vientos, lluvias, tempestades, se estrellaban preparando su regazo para el amado. Juntos se procuraban la vitalidad y fortaleza necesaria para dar combate hasta alcanzar su meta.
Muchos meses pasaron, años... por caminos de rosas y espinos; seguían ascendiendo; casi alcanzaban la cumbre, solo unos pasos más faltaban... se divisaba la ansiada Playa de los Sueños, podían oír el canto de las gaviotas que los esperaban, se respiraba el aire salino, casi mágico mareándolos al extremo de sentirse arrebatados y complacidos. Ya estaba allí... ¡¡Qué hermosa se contemplaba a la distancia!! Quisieron correr, apurar el paso. De golpe se acercaron al abismo. Él soltó su mano y la dejó rodar cuesta abajo diciendo casi en un grito ahogado “¡No puedo, el pasado nos condena, callé cuando debía hablar y hoy no puedo amarte!”.
La caída era tan brutal como sorpresiva; ella rodaba, daba tumbos y a medida de la velocidad vertiginosa que alcanzaba, sus pensamientos la desintegraban, seguía rodando y su mente se nublaba, la caída era violenta, sin aviso, no tenía de donde aferrarse, seguía rodando sobre el camino andado y la furia de la caída no tocaba fondo.
Finalmente, despertó un día con el vago recuerdo de un mal sueño vivido y dio gracias al cielo por estarlo contando. Con los ojos aun hinchados y el cuerpo lastimado se encontró la mirada de su hijo adorado, que con la voz más dulce a su pecho pegado, ansioso inquiría ¡¡Mamá, mamita... ¿Cierto que jamás te iras de mi lado?!!.
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