Carlitos y yo jugabamos al sol en la galería de casa;cada uno al lado de su columna, él con sus autitos, y yo con un juego de té nuevito de plástico rosa. Vivíamos en una casa del ferrocarril; tenía paredes muy gruesas pintadas de amarillo, y tejas rojas, y detrás nuestro estaba la puerta principal, que era la entrada al consultorio de papá.
Era el único médico en varios kilómetros a la redonda, y viajaba de pueblo en pueblo para ver enfermos: a veces en el camión de Gendarmería, y donde no llegaba el camión, a lomo de mula.Nuestro lugar , San Antonio de los Cobres, había sido en épocas del virreynato del Río de la Plata, un punto estratégico para la comunicación de sus extensos territorios. En los años en que vivimos alli, la pobreza hacía increíble el esplendor de otros tiempos.
La gente del lugar era muy reservada, no confiaban en el que no es lugareño, y aceptar a ese médico flaco con anteojos, mujer y un grupo nutrido de hijos, no les resultó muy agradable.
Como pasa siempre,los primeros en hacer amigos fuimos los chicos.
Esa tarde de invierno, vimos llegar a Don Urbano, el enfermero que lo ayudaba. Como casi todas las tardes, venía haciendo eses.Cuando pasó a nuestro lado, el olor del vino nos hizo picar los ojos; se había tomado todo.
Entró en el consultorio,y al rato se escuchó la voz fuerte y enojada de papá, " que no podía ser, que todas las tardes venís mamado, así no podés venir a trabajar", y un montón de cosas más.La explicación de Don Urbano era de lo más lógica: los pacientes que había ido a visitar lo recibían con un vinito y decir que no era un desprecio.
Al otro día, dispuesto a demostrarle a su enfermero cómo se deben hacer las cosas, salió papá con su maletín en mano a hacer los reconocimientos.
Lo vimos volver unas horas después, caminando por el medio de la calle de tierra, bien por el medio, como si hubiese hecho un esfuerzo sobrehumano por descubrir cuál era el centro y no quisiera desviarse hacia las orillas.Derechito, casi con paso marcial, con el maletín aferrado en su mano derecha, los anteojos bien calzados y la mirada al frente.
Se detuvo frente a nosotros,sentados como siempre en la galería , miró con atención primero a las dos columnas, después apuntó hacia la puerta, dudó un momento, y con toda su dignidad intacta, le embocó de frente a la pared.
Sin mirarnos hizo marcha atras, y entró en el consultorio.
Adentro Don Urbano y mamá se doblaban de risa. |