Sucedió en el Metro. Al subir al carro, perdí el equilibrio y fui a parar al otro extremo, en donde un tipo se acomodaba. El hombre, de rústicos modales, me dio un empellón para ganar más espacio. Herido en mi dignidad, le pedí explicaciones por aquella salvajada y el tipo me espetó que yo era un estrellero, que no ganaba nada con mi prepotencia, que esto y lo otro. Yo, que siempre he tratado de priorizar las palabras, más que las disputas de cuerpo a cuerpo, le respondí que estaba equivocado, que el tren en movimiento había desajustado mis pasos y de allí mi inoportuna irrupción.
-Que te pasa, gil culeco, tai acostumbrao a pasar a llevar a los demás. ¿Y sabís que más? Por eso que matan a tanto hue...
Sorprendido ante tanta violencia, encaré al tipo y le pregunté si su intención era exterminarme de este mundo por un simple traspié. El energúmeno, de rostro neardenthaliano, no muy alto, pero robusto, me arrojó una serie de frases ininteligibles en las que se adivinaban las más abyectas intenciones, a las que respondí:
-Mira como tirito.
El viaje prosiguió y la tensión inundó el ambiente. Yo, al lado del prehistórico y éste, haciéndole añañucos a un crío que, de seguro, era de su progenie.
Antes de descender del Metro, miré por última vez al tipo aquel, el que sonrió con sarcasmo. Cuando caminaba por el andén y el malandra empequeñeciéndose dentro del tren en fuga, palpé mis espaldas para quitarme las dagas demonizadas de su desprecio.
Me cuidé de no pasar a llevar a nadie más en el camino. Con una amenaza de muerte, bastaba y sobraba...
|