El corredor estaba repleto. Una fila interminable de almas esperaba su turno para entrar al Gran Salón en el que Jehová y Satanás evaluaban, disertaban y definían los destinos de los espíritus que recién dejaban la tierra. A través de las paredes se dejaban oír convicciones y arrepentimientos, alegatos y súplicas, ruegos y amenazas. El bien y el mal escuchaban atentos, revisaban papeles y luego se decían un par de cosas al oído hasta llegar a una conclusión irreversible.
Los salvos eran conducidos hasta una gran puerta, tras la cual esperaban con alegría espíritus afines, almas de familiares y antiguos amigos. Los otros, los condenados, eran llevados hasta una habitación contigua, en la que aguardaban la llegada de los demonios que los llevaban a rastras y entre gritos hacia la muerte eterna.
Entre las almas condenadas que aguardaban su traslado estaba Rosario, sentada en el piso y con los ojos hinchados de tanto llorar, a estas alturas ya resignada. Miraba detenidamente los rostros de sus compañeros de desgracia e imaginaba las cosas que debieron hacer para merecer el destino que les esperaba. Su recorrido visual le llevó hasta el personaje que estaba justo a su lado, que llamó su atención por la expresión de dolor tan explícita. Era un muchacho delgado que lloraba en silencio apretando los dientes, desesperado. Apretaba las manos y arañaba sus brazos, que se mostraban enrojecidos por el maltrato.
Era casi un niño, de unos 23 años. Sus ojos asustados miraban en todas las direcciones sin observar a nadie, pidiendo ayuda en silencio. Así lo entendió Rosario, que lo abrazó instintivamente sin mediar palabra y comenzó a acariciar sus cabellos en forma maternal. El le retribuyó la caricia rozándole los antebrazos con sus dedos.
Charlaron un rato y ella le contó la razón por la que estaba allí: Había sido una preciosa mujer, acostumbrada a lograrlo todo gracias a su exuberante belleza. Fue exitosa, feliz, pero sobre todo bella. Sin embargo, llegó el inevitable momento en el que los años comenzaron a dejar huellas en su rostro y sólo entonces se dio cuenta de que había construido su vida sobre la más efímera de las virtudes. Desesperada e infectada de vanidad, ofreció su alma a cambio de mantenerse hermosa. Pero el tiempo pasó rápido, demasiado rápido tal vez, había llegado el momento de saldar la cuenta. Su audiencia fue muy breve. No hubo mucho que alegar, de nada valió el arrepentimiento. Fue enviada a las tinieblas sin mucho reparo.
Entonces le tocó hablar al muchacho, que contó su versión entre sollozos, interrumpido a menudo por la humedad de su nariz. Se llamaba Gilberto, y en efecto tuvo 23 años. Había sido un joven con problemas, altamente depresivo y con una extraña afición: La muerte. Desde niño intentó sin éxito montones de maneras de renunciar a la vida que le habían otorgado sin su consentimiento, pero le fue muy difícil alcanzar su objetivo. Tomó pastillas, cortó sus venas, se lanzó al mar… trató mil veces, pero siempre hubo alguien que le interceptara el camino hacia la muerte, alguien que lo rescatara sin su permiso. Hasta aquella tarde en que logró burlar a su enfermera y se lanzó desde el pasillo del piso 4 del psiquiátrico para encontrar la muerte adherida al piso del patio central…
Mientras Gilberto contaba su historia se abrió la puerta, y como un instinto masivo los condenados se pegaron a las paredes buscando protección. Entonces, en lugar de los demonios que entraban dando gritos y empujando a todos, entraron cinco ángeles que iluminaron la sala con la luz que emanaban. Eran blancos, inmensos y hermosos.
Sin mediar palabra se acercaron al muchacho que trataba de traspasar la pared arrinconado en una esquina de la habitación.
-Gilberto, hemos venido para llevarte al paraíso
Rosario observaba sorprendida a esos inmensos seres luminosos que intentaban trasladar al muchacho sin maltratarlo, lo vio aterrado y congelado por los nervios y lo tomó por los hombros con fuerza para hacerlo reaccionar.
-¿Qué pasa contigo Gilberto, es que no te das cuenta? ¡Esto es casi un milagro! Ya no iras al infierno muchacho. ¡Has sido salvo!
Gilberto intentó zafarse con toda su energía, pero terminó cediendo ante la fuerza superior de los ángeles que le tomaron por los brazos y lo arrastraban hacia fuera. Mientras se lo llevaban miró a Rosario con una inmensa tristeza y desespero…
-¿Milagro?, ¿acaso te has vuelto loca?... ¡me llevan a mi castigo! He sido condenado a la vida eterna…
Y se fue, dejando un camino de lágrimas y una espesa tristeza impregnada en las paredes de la habitación…
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