EL DIFUNTO
Murió Camilo.
Nadie lo creía.
Si es que ayer estuvo aquí -decían todos.
Lo que decían no era una exageración. Camilo los visitaba a todos. Era un hombre presto y solicitado. Hacía mandados a los viejitos, cuidaba los niños de las muchachas que se iban de parranda, servía de mensajeros a las parejas en pleitos, llevaba los chismes a las comadres, quienes se reunían dos o tres horas para escucharlo, en fin, el hombre estaba en todo y con todos.
A pesar de la calva no aparentaba los 50, su espíritu jovial y alegre se imponía. Siempre vistió pantalón caqui, camisa de cuadros y tirantes marrones. Esa panza sostenida por tirantes, los pantalones recogidos y ese caminar tambaleante producían inevitables risitas burlonas, pero risas cariñosas.
La primera visita era a la vecina, la vieja Atanasia, donde comía arepa con huevos y tomaba café, nunca desayunaba otra cosa. Ese día no se presentó. Ante la extrañeza, la vieja fue por él. Lo encontró tieso en su camita. Yacía de lado, una nalga se asomaba como queriendo escapar de la cobija desgastada y su calva estaba cubierta con un paño en forma de turbante. Ante aquella escena, la vecina no supo si reír o llorar.
Los preparadores de muertos lo trataron con cariño, pero no perdieron la oportunidad de burlarse.
-Este no probó nunca nada –decían entre carcajadas refiriéndose al miembro viril.
- Hasta muerto da risa el desgraciado –dijo otro.
-¡Listo! –Dijo uno, mientras le acomodaba una ceja.
-¡Quedó bonito! –Exclamaron todos
Fue llevado a la capilla.
Allí estaba el difunto, quieto y serio.
El pueblo se aglomeró para verlo. Todos querían entrar, pero la capilla era pequeña y, forzosamente, tenían que hacerlo por grupo. Como era mucho el forcejeo y el azoro por verlo, alguien propuso se entregaran números. La propuesta no gustó, pues nadie quería verlo de último. Otro sugirió que se desmontara a la santa virgen del umbral de la puerta y se exhibiera a Camilo. La idea fue aceptada. El cura puso el grito en el cielo, pero nadie le hizo caso.
Con Camilo a la vista de todos, hubo un profundo silencio. Lo veían, lo observaban, lo admiraban.
El bodeguero rompió el éxtasis:
- Se ve raro así serio.
- Hasta muerto provoca que hable – sentenció una de las comadres.
- Por qué no le pusieron los tirantes al muchacho, yo se los regalé cuando cumplió los veinte – dijo la vieja Petra.
Petra acostumbraba llamar muchacho a todos; y es verdad, le regaló los tirantes cuando cumplía 20, y desde entonces no se los quitó.
La gente siguió con sus comentarios: recordaron momentos gratos con él, contaron chistes y anécdotas; los niños que cuidó levantaron sus manitos en señal de despedida, diciendo: -adiós papi. Las madres de éstos no paraban de sollozar. Las parejas peleadoras se abrazaban ante él. Las comadres sentían como un vacío en el estómago y las lenguas que se les secaba. Los viejos llorisqueaban. Muchos estaban visiblemente compungidos; en fin, se creó una especie de catarsis colectiva.
Cuando los chistes, comentarios e invocaciones de añoranzas comenzaron a repetirse, la gente fue retirándose en grupo, primeros se marcharon las comadres, después le siguieron los viejos; los jóvenes se percataron del asunto y apuraron el paso; en un abrir y cerrar de ojos el lugar quedó desértico; no se veía un alma en los alrededores, tan sólo el féretro guindando y el cura que no hallaba como bajarlo.
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