Con gran dificultad se recostó junto a su amada, quien yacía serenamente dormida en aquel enorme colchón floreado. Acomodó su cuello fracturado en la almohada y colocó bajo sus rodillas volteadas hacia atrás un gran cojín de espuma, profiriendo calladamente palabras de dolor las cuales ahogaba mordiendo las sábanas. Durante la noche, trató de poner en su lugar los huesos de sus manos y rodillas, de acomodar su mandíbula y estirar sus omóplatos, esfuerzos necesarios para ser como ella, ser y caminar como alguien normal. La luz del día trajo consigo el dolor de sus extremidades entumecidas, ya rectas y dispuestas para andar en este mundo. Se puso de pie y saltó en sus nuevas piernas, aplaudió con sus nuevas manos e inclusive vio con sus nuevos ojos algo más que el condenado suelo, ya que su antigua fractura cervical sólo le permitía guiar su mirada hacia abajo, hacia lo sucio y gris del asfalto. Su amada ya despierta le preguntó que quién era él, que jamás le había visto. Él, con sus nuevas palabras, mandíbula y rostro le explicó que había cambiado, que ya no sentía más dolores, que podía ser como ella, caminar y ser normal...
No lo conoció entonces, y se alejó de él…
…él, en su desesperación, tomó un martillo y fracturó todas sus extremidades…
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