A propósito del fútbol, que hoy avasalla nuestros sentidos, desbarata programaciones televisivas y abigarra la pantalla de colores patrios, recuerdo cuando este deporte no era lo que es ahora, cuando no tenía la convocatoria suficiente para transformar la sintonía de un partido en poco menos que en una transmisión ecuménica. Era la radio la que campeaba con esos relatos apasionados que le hacían creer a uno, pequeño imberbe, que poco menos que los rivales se jugaban la vida en cada una de esas intervenciones, tan apasionadamente narradas por el locutor de turno. A mis doce años, desconocía la terminología de este deporte, plagado de palabras extrañas: faul, ofside, córner, güin derecho, güin izquierdo, insaider, jalf, y otros términos que llegaban a mis oídos inexpertos sin ortografía que valiera y sin traductor que los validara o corrigiese.
Mi padre, que no era para nada adicto al fútbol, una noche sintonizó una transmisión en la cual el locutor parecía repetir a cada instante: ¡Dios nos libre y favorezca! Y yo, ignaro y acuciada mi imaginación, recreaba una contienda bíblica en que un severo juez imponía horribles torturas a los contendientes. Mucho más tarde, avergonzado, supe que Dios no tenía nada que ver en esto y que lo que el locutor repetía como una muletilla, era: ¡Tiro libre favorable para!..
Para mí, Chile era lo mismo que la Universidad de Chile, tanto así, que pretendí elegír a ese equipo como mi favorito, ya que todos tenían uno. Un poco después, un amigo que vivía unas pocas casas más lejos de la mía, me explicó que Colo Colo era el equipo más grande que existía en Chile y en el mundo. Y yo, que era cera virgen para que se imprimiese en ella cualquier tendencia, le creí a pies juntillas dicho aserto y para corroborarlo, asistimos una noche cualquiera a una reunión doble en el Estadio Nacional. Mi madre me había pasado el dinero para la entrada, pero como mi amigo era de estirpe ladina, me convenció que gastáramos dicha plata en unos exquisitos sándwiches de pernil y que ingresáramos al estadio como colados.
Yo, temeroso, seguí sus indicaciones y, como éramos un par de pergenios, nos mezclamos entre la muchedumbre y en un dos por tres estuvimos adentro del coliseo. Quedé alucinado con el espectáculo, las graderías estaban repletas y en la cancha, dos equipos, que ya no recuerdo cuales eran, disputaban el blanco balón sobre una carpeta verde con aroma a pasto recién cortado. Era una de esas reuniones dobles en que venían equipos de Argentina, Brasil y de Europa a disputar entretenidos partidos amistosos. Mi amigo gritaba y silbaba y yo me levantaba y me sentaba -del mismo modo que lo hago ahora en la iglesia-, siguiendo a la gente que voceaba, maldecía y gritaba, sin sentido alguno.
Al final, apareció Colo Colo, todos los jugadores con su alba camiseta y pantalón negro, tenida que me pareció demasiado elegante para un juego en que se corría mucho, se sudaba a raudales y los costalazos se sucedían con demasiada frecuencia. Pero bastó que el blanco equipo, tan recomendado por mi amigo, marcara un tanto, para que yo sintiera una extraña electricidad, puesto que salté como si me hubiesen pellizcado el trasero y la palabra gooooooooooooooooooool se estiró en mi boca como una proclama. Y allí mismo, en ese mismo instante, acaso por condescender con mi amigo, que saltaba y gritaba como un loco, tal vez, flechado por esa magia voltaica que se transmitía de cuerpo a cuerpo, acaso enamorado a primera vista de esa enseña elegante y gallarda, quizás seducido por esos jugadores aguerridos que le imprimían pasión a cada jugada, fue que comenzó este romance del que hasta hoy soy cautivo.
Y ahora, cuando contemplo un partido en la pantalla en colores, cuando veo a toda esa gente arracimada en las graderías y ese inmaculado césped, echo de menos esos memorables encuentros que dibujaba en mi mente, incentivada con esos relatos vibrantes que describían epopeyas y martirios, heroicas gestas, en las que se vencía o se moría. Hoy, el espectáculo se me ofrece como una opulenta mesa, con exquisitos manjares, de los cuales conozco su composición, pero no su magia. La misma magia que se quedó dormida en esas gargantas prodigiosas que me hacían soñar despierto en aquellos años pretéritos cuando el fútbol era una hermosa leyenda...
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