El invierno era más frío en el norte que en cualquier otra parte de España que hubiese visto antes. Y de todo el norte, en aquella pequeña ciudad cerca de Barcelona, cuyo nombre apenas significaba nada para él. Era, simplemente, otra ciudad de otro de los muchos amantes de su madre. Era el noveno, o el décimo, o quizás fuese el quinceavo. Había perdido la cuenta tiempo atrás de todos los hombres de los cuales su madre se enamoraba locamente y ponía su vida y su dinero en sus manos. Gracias a los cuales Jaime conocía la geografía del país al dedillo y había perdido el miedo a viajar. O a dejar atrás a todos sus amigos establecidos para abrirse puertas alrededor de la península. Siempre que llevase un par de porros en el bolsillo, claro.
Aun así, Jaime era un gran chico. O por lo menos eso decían siempre que querían reírse de él en el colegio. En cualquier colegio que hubiese estado. Le costaba hacer amigos, integrarse con la gente. Bueno, con la gente que no fuesen sus camellos o con la que se iba a robar al supermercado. Y aun así, decían que era demasiado grande como para irse a robar a según donde. Tan sólo era realmente aceptado por su moto, a quien amaba con locura. A quien cuidaba y engrasaba durante largas horas en el garaje, o en la calle. Con quien daba largos paseos contemplando la puesta del sol, o la belleza de las montañas. Con quien disfrutaba de las brisas de diciembre o de las tormentas de febrero. Y por quien ponía su vida en peligro.
Esto era lo de menos para él. No porque hubiese hecho un balance de su situación y se hubiese dado cuenta de que era la mejor opción, ni porque odiase el mundo, o la sociedad (O, mejor dicho, cómo le trataba). Simplemente era por su afición a las tragedias Shakesperianas, y al amor hasta el fin de los tiempos. Aunque jamás hubiese tocado un libro fuera de la escuela, no estaba dispuesto a dejarse traicionar y que ella se fuese con otro. Como hizo su madre con su padre. Como hizo Moni con Pirri, de Leganés, o Marta con Ángel, de Sevilla. Como podría hacerle su moto, algún día.
La cuestión era que el gran amor de su vida no era una exclusividad y tenía alguna que otra amante, como las drogas. Una amante que le acercaba a la felicidad, le elevaba a un mundo de espiritualidad dudosa, le quitaba los límites impuestos por lo terrenal, le ofrecía todo un mundo de pasión carnal solitaria, le hacía más sociable, más abierto. Y que lentamente le destrozaba la vida.
Las cosas cambiaron ese (frío) invierno para Jaime. Si bien integrarse entre delincuentes y drogadictos puede llegar a ser difícil, la cosa mejora notablemente cuando el amante de tu madre es uno de ellos, por mucho que se tengan que aguantar molestas alusiones a lo que ella hace en la cama. Y así, sin ningún esfuerzo, Jaime se sintió miembro de uno de los grupos más reconocidos por toda la ciudad, principalmente por la policía. Todo eran ventajas: amigos, drogas mas baratas, sitios donde lucir su moto, sitios donde no hacía ninguna falta un papel para demostrar tu integridad como persona, o tus conocimientos. En pocas palabras, un paraíso de la delincuencia. Un paraíso de la drogadicción. Y un paraíso para un sector de la juventud.
Todo rato que pasase con sus amigos era lo mejor que podía tener. Gracias a la compañía de Toni, Marcos, Alba, Alex, Tamara y Dani se sentía realizado, en aquellas cortas horas de aquellos cortos fines de semana, que fueron tragándose alguna hora entre semana, y alguna que otra clase de la tarde, por no decir todas.
Sin embargo, fue el hecho de continuar yendo al instituto de vez en cuando lo que le abrió nuevas puertas.
Un día, que para algunos pudo no significar nada, llegó una alumna nueva. Se llamaba Ana, tenía su edad y a simple vista era una persona más, alguien normal y corriente, que por alguna causa desconocida (y seguramente, insignificante) había ido a parar a ese rincón del mundo. Sin saber muy bien por qué, Jaime se sintió interesado desde el primer momento. O mejor dicho, desde el primer momento en el cual, gracias a una conversación aleatoria, ella mencionó a su moto, a la cual apodaba Dama.
A partir de aquel momento saltaron chispas en sus conversaciones sobre el motor, el diseño, las carrocerías y la mecánica. Sobre sus sentimientos parejos y su pasión. Cualquiera que pasase por su lado, creía que hablaban de un caballo, un gato o un perro, pero jamás de una moto.
Lo que quedó claro al cabo de unos meses de relación más próxima y amistad tan estrecha era que su similitud se cernía simplemente al motor (Aunque eso fuera lo más importante de las vidas de ambos). Sin ir más lejos, Ana jamás había probado las drogas, ni alcohol ni tabaco, y apenas había probado el café una noche que quiso quedarse estudiando. Y ese verbo no existía en el diccionario de Jaime.
Los meses fueron pasando sin nada más destacable que el hecho de que en un arrebato altruista, Ana decidió reformar a Jaime y le pidió salir. Bien, también le gustaba, pero ante todo consideraba que era una persona recuperable, o mejor dicho, que debía ser recuperada. Pero aún con su apoyo, Jaime no cambió. De hecho surgió el efecto contrario cuando él presentó a sus amigos a Ana y su Dama, pues sin llegar a probar las drogas, ella empezó a eludir su deber escolar y cambiarlo por la satisfacción inmediata que le producía un grupo de gente entre la que sentirse a gusto.
Y con el paso de los meses, llegó el verano, y la culminación de la felicidad para Jaime, sin tener que estudiar, y pudiendo pasar el mayor tiempo posible con Ana, con sus motos, con sus amigos y de juerga.
Un día, o mejor dicho, una noche que todo el grupo se encontraba bebiendo y hablando, riendo y drogándose en medio de un parque, Jaime tuvo la genial idea de presumir acerca de su conducción, de decir que él era más rápido y tenía más estilo que cualquiera de los presentes. Como suele pasar cuando te marcas un farol con gente que conoce acerca del tema, el grupo se rebotó un poco y empezó una acalorada discusión, que terminó con la palabra “carrera” saliendo de la boca de Toni. Aceptó encantado, le dio un beso a Ana y se marchó enseguida, ansioso con que llegase el día siguiente y pudiese demostrar a todo el mundo quien era.
Aunque estaba muy seguro de su triunfo, algo le impedía dormir esa noche (o lo que quedaba de ella). Y no eran los gritos de su madre, que empezaba a pelearse con su amante. Simplemente, no podía parar de dar vueltas y vueltas en la cama, pensando en el estado de su moto, en cómo llevaría los frenos, el aceite y la gasolina. En como podía arreglarla a última hora para que pareciese todavía más bonita, para que reluciese con todo su esplendor. Así que en ese ataque de insomnio, bajó a ver a su (otra) amada.
Pero tan buen punto cruzó el portal se dio cuenta de que no debería haberlo hecho. De que él nunca debía haber bajado, ni debería haber pasado por el parque para ver si alguno de sus amigos seguía por allí. No era que estuviese todo solo y desalmado precisamente. Al fondo del parque, entre un par de arbustos, estaban Ana y Toni, riendo a carcajadas. Por sus gestos y su comportamiento, dedujo que no le habían visto. Aunque la conversación no era totalmente entendible (por la lejanía, por el nerviosismo de Jaime…), las palabras “capullo”, “novio” y un posesivo en una misma frase hicieron que su mundo temblase y cayese hacia las profundidades de un abismo que él mismo acababa de construir. Cegado por la rabia, por la ira y por la impotencia, Jaime volvió tan rápida y sigilosamente como había venido, sin acordarse de nada más. Toni era mejor que él, Toni tenía una moto mejor, era más guapo y más inteligente. Tenía más dinero, más carisma y más amigos. Incluso le extrañaba que eso no hubiese pasado antes. Quería llegar a su habitación y destrozarlo todo: las fotos, los recuerdos, los libros, los apuntes... Pero se quedó llorando en un rincón hasta que concilió el sueño.
Al día siguiente, apareció a la hora acordada, con varias copas de más, una sobredosis de algún que otro estupefaciente y su moto a cuestas. El recorrido de la carrera iba a ser algo corto, y tras dar un par de vueltas por algún polígono, debían terminar en un parque de la ciudad. Sin cruzas una sola palabra amable con nadie, Jaime subió a la moto y arrancó, dejando a Toni varios metros atrás. Hizo las curvas más cerradas y a la mayor velocidad que le fue posible, desafiando las ideas de la teoría de la física. Llegó al mencionado parque mucho antes de lo que él mismo había llegado a imaginar, pero estuvo a punto de atropellar a un par de niños, y un anciano. Cuando se dio cuenta, la maniobra que le había permitido salvarles la vida, le había conducido directamente a un muro de hormigón blindado. En milésimas de segundo pasó toda su vida por delante. Desde su madre, hasta su novia. Y entonces, apretó el acelerador.
La carcasa de la moto fue lo primero en romperse, seguido por la cabeza de Jaime.
Mientras perdía las constantes vitales, fue feliz por primera vez en su vida al pensar que su amada ya jamás le abandonaría por otro. |