Era otra vez comprar esas flores y sentir ese cansancio de muerte y soledad. Y asomándose la noche y yéndose un poco esa luz de mediodía arrastrado, me rendí. A ver que al final era otra vez comprar las flores, y ese cementerio tan desierto, y esa oscuridad llena de resentimientos, y ese aire tan pesado y tan lleno de lágrimas que no debieron llorarse. O sí, porque podía respirarlas y saber que ya era una costumbre el sentir tan clavada a la muerte, tan cercana susurrándome, su insinuación. Y se quedaba ahí, junto a mí, cada vez era menos mediodía y más nada, una nada que al llenarse de vos se volvía tangible, real. Poder tocarte al menos en la finitud del viento, saber que en tu presencia estaba la inevitable ausencia que apenas quería saber, para qué si tan linda como siempre permanecías a través del tiempo, a pesar de tanta muerte que tenías que oler. Pobre de vos, cuántas cosas tenías que escuchar, cosas horribles, los llantos, los abrazos. Y vos encerradita ahí, sin saberte viva, sin saber que existía la libertad.
Y hoy ya es tarde porque te dejé, enceguecido porque esa vez me tocó el hombro y me susurró palabras horribles, tan horribles. No vuelvas, no. No lo intentes. Decía y corrí olvidándote por un instante, porque nunca te olvido, pero es que ese momento fue pensarte tan muerta, y no estabas muerta.
Debí salvarte, pero qué iba a hacer, si de cualquier manera íbamos a terminar uno acá y el otro allá, extrañándonos, porque todos quieren que nos extrañemos hasta el último aliento, a pesar de que te supe viva, tan viva que pude haberte tocado y sacado de ese calabozo de olores nauseabundos, la pocilga de la muerte que engaña. Pero ya no, ahora ya no compro flores, ya no te veo tan linda porque fue ella la que te engañó. No vuelvas, no. No lo intentes. Te dijo. |