Álvaro despertó con un terrible dolor de cabeza y muy incómodo. El suelo estaba duro y frío. Al parecer, era madera pero no podía estar seguro y eso lo desconcertó. Él era un experto en maderas, después de todo había trabajado en una barraca durante seis años. Ahora, no tenía idea de donde estaba. Oyó voces. Dos o tres o cuatro personas discutían a sus espaldas pero no podía entender qué decían. Parecía que hablaban alemán o francés, aunque él no tenia idea de alemán ni de francés. Se dio vuelta. Estaba oscuro pero pudo distinguir unas figuras sentadas en el suelo. Trató de poner atención a lo que decían.
-No, no, no-. Era la voz de un hombre, con acento centroamericano-. No es posible hacer eso, menos aún con uno nuevo.
-Carlos its rigth... tiene razón-. Dijo una mujer, con acento inglés, al parecer.
-Acepto sugerencias, entonces-. Dijo otro hombre, con acento alemán o francés.
-Creo que deberíamos esperar a que despierte-. Dijo el primer hombre, Carlos.
Entonces, Álvaro se sentó lentamente, haciéndose notar. Al verlo, los otros tres se acercaron, amigables, dejando de lado su discusión.
-Hola-. Dijo Carlos-. ¿Hablas español?
-Desde niño-. Dijo Álvaro.
-Mein Gott-. Dijo el otro hombre-. Otro latino.
-¿Eso es malo?-. Preguntó Álvaro, molesto por el tono del europeo.
-No, no, para nada-. Dijo la mujer de acento inglés, sonriendo-. Nosotros mucho muy contentos de tenerte por acá.
-¿Dónde estoy?-. Preguntó Álvaro, mirando alrededor.
Los otros tres se miraron en silencio, el alemán se puso de pie y se alejó, la mujer volvió a sonreír pero no dijo nada. Carlos también sonrió pero se notaba muy nervioso.
-Primero lo primero, chico-. Dijo Carlos-. Ella es Elizabeth, el gruñón es Otto, por ahí anda Miaka...
-Es que ser algo tímida-. Dijo Elizabeth.
-Sí-. Dijo Carlos-. Y yo soy Carlos.
-Yo soy Álvaro-. Dijo el recién llegado.
-¿Qué hacías en... a qué te dedicas?-. Preguntó Carlos.
-Trabajo en una barraca de madera-. Dijo Álvaro, poniendo de pie-. ¿Dónde estamos?
-¿No recuerdas nada?-. Preguntó Carlos.
-Trato-. Dijo Álvaro-. Pero cuanto más intento recordar más me duele la cabeza.
-No deberías intentarlo más-. Dijo Elizabeth-. No vale la pena.
-Nada aquí lo vale-. Dijo Otto, desde algún rincón oscuro-. Sólo comer, cagar y dormir.
-No seas tan odioso-. Alegó Carlos-. Podría ser peor.
-Lo es-. Dijo Otto-. Ya luego tenemos que comenzar y no hemos planeado nada aún.
-Tú tampoco has aportado muchas ideas frescas hoy-. Dijo Elizabeth.
-¿De qué se trata esto?-. Preguntó Álvaro.
En eso, las luces se encendieron, tenuemente, y Álvaro pudo ver donde estaba.
Era una especie de escenario de teatro. Medía unos doce metros de largo por ocho de ancho y tres de alto. El piso era de un tipo de madera sintético. A izquierda y derecha, sólidos muros metálicos, como el del fondo, decorado con una pintura inmensa de un paisaje al aire libre, como un graffiti que abarcaba tres de los cuatro muros. Había cinco camas de campamento, un pequeño refrigerador, una cocinilla a gas y varios otros utensilios, de uso común y diario, esparcidos por el suelo. Al fondo, en la esquina más lejana a él, Álvaro vio al alemán y a una pequeña niña oriental, japonesa o china o coreana o etcétera, seguramente la que Carlos había llamado Miaka.
De todo lo que vio lo que más impresionó a Álvaro fue el telón. Un inmenso telón que cubría completamente uno de los muros de doce metros. Era de una gruesa tela color sangre, sin adorno ninguno, las gruesas cuerdas que lucia indicaban que se elevaba horizontalmente y de forma recta.
-¿Qué hay tras el telón?-. Preguntó Álvaro.
Nadie dijo nada.
Miró a sus cinco compañeros, todos esquivaban sus miradas. En su mente nacieron cientos de preguntas y murieron miles de respuestas por no tener como sostenerse. Cuando abría la boca para volver a preguntar algo, el telón comenzó a subir, lentamente.
-¿Quieres saber que hay tras el telón?-. Preguntó Carlos-. Nosotros... nosotros somos lo que está tras el telón.
-No-. Dijo Otto-. No tenemos nada preparado para hoy.
-Tendremos que improvisar-. Dijo Elizabeth.
-Detesto improvisar-. Alegó Otto.
-Entonces vete con Elizabeth a ese rincón y comiencen a hacerlo-. Dijo Carlos.
-¿Hacer qué?-. Preguntó Álvaro, mientras miraba fijamente como, lentamente, subía el telón.
-A tener sexo, obvio-. Dijo Carlos-. ¡Miaka! ¿Quieres jugar ajedrez?
La joven oriental se puso de pie, en silencio, y acomodó el tablero y dos sillas.
-Tú no te preocupes-. Dijo Carlos a Álvaro-. A los nuevos siempre los dejamos hacer lo que quieran. La primera impresión siempre es la más natural.
Álvaro miró a Carlos mientras caminaba a sentarse junto a Miaka y vio a Otto y Elizabeth quitarse la ropa desganadamente en otro rincón. Volvió a mirar el telón y notó que tras él había una serie de barrotes metálicos y un foso de cemento que los separaba de la multitud que esperaba ansiosa al otro lado.
Comenzó a sudar a medida que el telón subía y podía ver mejor al exterior.
Antes de empezar a llorar y dejar que el miedo lo invadiera por completo, vio los oscuros y grandes ojos, las grises pieles, las grandes cabezas sin cabellos, los cuerpos delgados y pequeños, y más allá, las otras jaulas, llenas de seres aún más extraños que aquellos que lo observaban con curiosidad morbosa en aquel particular zoológico.
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