Paseaba por las calles, rumbo hacia mi trabajo cuando vi por última vez al petirrojo. Un ave rojo y negro que cambia mi vida cuando se cruza por mis ojos... Sonreí y recordé la última vez que se apareció. Tenía mucho trabajo y era feliz con lo mucho o poco que tenía. La vida era simple, linda cuando todo empezó a caerse como castillo de naipes ante mis desolados ojos. Sufrí y sentí que vivía sobre alfombra de barro... No dormía, soñaba feo, no escribía. Mi vida era un caos hasta que supe que todo era un juego divino, y que como todas las cosas, pasaría. Casi postrado sobre el piso y a punto de llorar, la verdad se posó sobre mis manos. La miré una eternidad y ella, como siempre, se fue volando; entendí su mensaje y mis manos hablaron como nunca, poniéndose a escribir... Supe tanto mientras lo hacía que, entendí lo bello que son las cosas malas y buenas en la existencia. La vida, la muerte, el dolor, la alegría, todo, todo tenía sentido cuando tienes adonde llegar y un lugar adonde descansar.
El clima era bello y un nuevo despertar bañaba mis manos con sus huellas quemándome sobre la página en blanco, pues, sabía tanto y nada al mismo tiempo que comprendí y escribí lo justo y necesario...
Como les contaba, caminaba cuando el ave se presentó y pasó frente a mi vida. Volví a sonreír, la nueva vida me esperaba como las palmas abiertas de mis manos... Todo cambiaría, y así fue, volví a escribir este poema de paz, esta canción que brota de mi alma y que cambia y cambia, como todas las tardes, como el rostro de mi madre, como el viento que silva a través de las ramas de un viejo árbol, como todo, como todo, y por última vez...
san isidro, junio de 2008
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