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"¡Es algo grande estar loco! Ser contemplado
como un león salvaje a través de los barrotes de hierro... rechinar
los dientes y aullar, durante la noche larga y
tranquila, con el sonido alegre de una cadena pesada... y rodar
y retorcerse entre la paja extasiado por tan
valerosa música. ¡Un hurra por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!"


Charles Dickens, "El Manuscrito de un Loco"


Se sirvió un vaso de algo, posiblemente whisky, pero la verdad que no sé que era. La cabeza me dolía bastante debido a sus golpes así que me limité a observarlo.
Acercó una silla y se sentó sin dejar de apuntarme con su revolver negro, que amenazaba mi vida de la manera mas silenciosa y terrible.
-Y bueno... -dijo luego de beber un largo trago- ¿Me vas a contar o no?
No planeaba responderle y él lo sabía.
-Escucháme -continuó-, hay una sola manera de que salgas vivo de ésta, ¿Querés saber cuál es?
No dije nada.
-Voy a decir esto sólo una vez más. O me decís donde está o te mato.
Decidí entonces que había llegado el momento de hablar.
-Matame.
Noté que se enojó mas de lo que estaba y aproveché para hacerle un gesto de burla, pero con la cara, porque mis manos estaban atadas por atrás de la silla en la que me encontraba.
Se levantó y camino hacia mí guardándose el revolver dentro del pantalón. Entonces tuve su cara a sólo unos centímetros de la mía. Vi que transpiraba mas que yo y eso me reconfortó.
-Mirá -me dijo mostrándome una enorme tijera que no sé de donde sacó-, te voy a cortar un dedo.
No parecía muy decidido cuando pronunció su amenaza, pero igualmente lo hizo. Dio una vuelta a mí alrededor y lo hizo. El dolor fue tremendo, imposible de describir, pero me sorprendió el hecho de que no comenzara hasta unos cinco segundos después de realizado el corte.
-¿Y, me vas a decir?
No respondí.
Entonces me cortó otro dedo.
-¿Y?
Mantuve el silencio y contuve mis lágrimas, pero en mi interior lloré como nunca antes había llorado, sin dejar salir ni un sonido.
-Te voy a cortar todos y después los de los pies. No te voy a matar, voy a seguir cortándote hasta que me digas a donde está.
-Cortáme todos los dedos que quieras y después metetelos en el culo.
Aparentemente lo último que dije le molestó mucho porque esta vez me corto los tres dedos restantes dejando mi mano izquierda convertida en un rojo y desagradable muñón. Me desmaye.

Cuando desperté seguía en el mismo lugar. Noté que mi mano estaba cubierta con una tela muy blanda, seguramente una venda.
Seguía mirándome desde la otra silla pero yo no lo veía muy bien porque tenía los ojos cubiertos de lagañas y estaba algo atontado.
-¡Escucháme pendejo! -parecía muy irritado- ¡Quiero que me digas adonde está ahora mismo porque te juro que sino me voy a ocupar de que sufras como nunca te imaginaste que se podía sufrir!
Mi única respuesta a su teatral amenaza fue una sonrisa, una sonrisa maliciosa, como si no me importara absolutamente nada de lo que me estaba diciendo.
-Vos sos muy pelotudo, pibe -dijo- ¿No te das cuenta de que te deformé la mano? ¿De que ya no vas a poder ni hacerte la paja, pelotudo?
Noté que repitió la palabra pelotudo sonando algo redundante pero no se lo comenté.
-No me importa -dije-, porque sé que por más que me cortes todos los dedos del cuerpo vas a sufrir mucho mas que yo y por el resto de tu vida.
Me miró como con ganas de llorar, como si no pudiese creer que Dios hubiese dotado con la gracia de la vida a un ser tan desagradable como yo.
Entonces lloró.
Llegado este punto usted se debe estar preguntando el por qué de mi absoluta indiferencia. Para explicárselo tal vez sería necesario comenzar por el principio, cosa que me guardé de hacer antes con el solo motivo de atraer su atención mostrándole una de las partes mas intensas de mi relato.

Todo empezó cuando, al cumplir los doce años, el director del colegio le comentó a mi madre que tenía serias dudas acerca de mi cordura.
El pobre viejo tenía razón en preocuparse, mi locura no era una fantasía, sino una realidad, una realidad que me acompañó desde siempre.
Pero no me gusta divagar, así que voy a obviar algunas de las interesantes anécdotas que planeaba contarle sobre mis antecedentes violentos y pasaré directo a la sucesión de hechos que me llevó a perder cinco dedos de mi mano izquierda.
Recuerdo el día que la vi por primera vez. Jamás habría imaginado que tanta belleza pudiese estar atrapada en una sola persona. La amé con los ojos y casi llore de placer al sentirla pasar junto a mí, moviendo su pelo, negro como el corazón de la noche, y sus delicadas formas, bañadas con una hermosura inigualable. Supe entonces que nadie era digno de una mujer como esa, y que quien se acercara a ella con intenciones de cortejarla, no sería más que un ingenuo e irrespetuoso ser humano, incapaz de reconocer el mas perfecto trabajo de Dios, al intentar seducirla como si se tratase de una más en la tierra de las mujeres.
Pero yo entendía eso, por lo tanto, tenía el derecho.
Mi locura, por extraño que parezca, me ha dotado de una capacidad creativa inigualable y de una valentía inconcebible. Me acerqué y mantuve con ella una conversación brillante, sin dejarla siquiera imaginar mi condición de esquizofrénico violento.
Intentar describir sus ojos casi negros, su pequeña nariz, o su insinuante boca sería fácil, pero no podría nunca explicar con palabras su imponente belleza. Su voz me transportó a un mundo de ensueño en el que solo ella existía, haciéndome olvidar por un momento de todo lo demás.
Volví a verla varias veces y nunca dejé de sentir aquellas fantásticas vibraciones que me rodeaban al ella acercarse. Me disfracé de persona normal solo para ella y tuve éxito.
Nuestro amor fue creciendo hasta que cierto día, sin ninguna razón aparente, al menos para mí, todo se acabó. No me quiso más y se ocupo de comunicármelo con su hermosa voz, que me atravesó como una flecha de hielo el corazón, apagando la llama que ella misma había encendido.
Mi ira fue mayor a mi dolor, y remitiéndome a lo que había cruzado mi mente al momento de conocerla, supe que nadie más debería tener el placer de besar aquellos labios, ningún hombre jamás podría llegar a merecerlos.
Entonces, la seguí una noche a lo largo de una oscura calle y me apropié de ella.

-¡Decime donde está mi hija, decimelo ahora o te juro que te mato!

Cuando ella rompió mi corazón, el odio me invadió con su amargo sabor a tierra sucia y todo el resto de la gente se convirtió frente a mis ojos en cucarachas. Odié a todos: a mi madre, al hombre del puesto de flores, al cuidador del estacionamiento de la esquina de mi casa, a todos los perros y gatos que se me cruzaron, a mis libros, a mis ropas, a mi hogar, al cielo, a las estrellas, al sol, a la luna... a todo. Por eso fue que el dolor de aquel hombre no significaba absolutamente nada para mí.
-Tal vez te lo diga -dije por lo bajo-... o tal vez no -luego sonreí.
Se levantó y me golpeó en la cara y en el estómago repetidas veces. Contuve mis lágrimas y estuve a punto de desmayarme nuevamente, pero use todas mis fuerzas para evitarlo.
Siguió llorando y comenzó entonces a romper las cosas que había en la habitación, la mesa, la otra silla, las botellas que seguramente tanto le habían costado y todo lo que se cruzó por su camino, hasta que se encontró frente a mí.
Volví a sonreír.
Tomó su revolver y, sin previo aviso, me disparó en la rodilla. El dolor fue increíble pero ya no me importaba. Volvió a disparar, pero esta vez en al suelo, y luego en el techo. ¡Por un momento pensé que estaba más loco que yo!
Escuché golpes en la puerta de entrada del departamento. Una señora gritaba desesperada que llamaría a la policía. Luego volvió el silencio.
Lo vi llorando en un rincón junto a la pared, sentado sobre los vidrios de las botellas que acababa de destruir. No sentí lastima por él, no sentí nada por él... no sentí nada... no siento nada.
Pasaron los minutos y lo único que se oía eran sus sollozos, que comenzaban a irritarme. Entonces, como con miedo, se arrastró a donde estaba yo y me habló, algo más tranquilo.
-Te lo pido por favor, decime donde está, necesito saberlo...
Supe entonces que había llegado el momento de sincerarme con el pobre tipo.
Lo miré con indiferencia escuchando que alguien golpeaba fuertemente a la puerta.
-¡Abran! ¡Policía!
En ese momento me sentí muy cerca de aquel hombre, comprendí que él amaba a su hija tal vez con la misma intensidad con la que yo la había amado.
Entonces le expliqué todo calmadamente.
-La llevé al puerto y la apuñalé un montón de veces en la cara hasta deformársela. Parecía que todavía seguía viva porque estaba llorando, entonces le enterré el cuchillo en el corazón, tan profundo como pude. Después le hice el amor por última vez y la tiré al agua.
Apretó su revolver contra mi cabeza, justo entre mis ojos y me insulto llorando y al borde del delirio, viendo como una sonrisa comenzaba a formarse en mi boca. Me detestaba, pude leerlo en sus ojos.
En ese mismo momento, dos hombres uniformados tiraron la puerta del departamento y lo alejaron de mí.

Han pasado ya incontables años y nunca dejo de pensar en ella, pero jamás dejaré que el remordimiento o la culpa me impidan reír y disfrutar de mi locura, que me ha ayudado a vivir lejos del sufrimiento y me ha enseñado que además de mi oscura habitación acolchonada, nada más importa.

Texto agregado el 16-06-2008, y leído por 59 visitantes. (1 voto)


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