Me tomé un café porque hacía frío, no porque tuviera ganas de tomar café. Incluso sé que muchos hubiesen recomendado té, pero en mi caso, como me he cansado de repetir, no soy una persona que necesite de factores ajenos para lograr la calma, y por eso fue que no grite ni hice una escena cuando me encontré con que Marcelo se había tragado el perro.
Nunca había considerado la posibilidad de que mi hermano fuese un vampiro. Supongo que no es normal plantearse esas cosas pero, sin embargo, no puedo evitar sentirme un poco culpable ya que, de habérmelo preguntado, tal vez hubiese podido evitar parte de la tragedia, o al menos el incidente del perro.
Ese día llegaba de la ferretería y lo vi a Marcelo con la cola blanca y peluda de la mascota saliéndole de la boca. Parecía una caricatura. Lo miré a los ojos tratando de entender, intentando demostrar desilusión pero demasiado sorprendido como para ignorar la catarata de sensaciones que me llovían como granizo impidiendo el alzamiento de la razón.
Le dije lo primero que me vino a la mente.
-Ni siquiera masticaste...
Hubo un silencio y por un momento sentí que era yo el que estaba fuera de lugar con mi ridícula observación, entonces, sabiendo que era una estupidez sentirme desubicado junto a un hombre que acababa hacer lo que él acababa de hacer, volví a hablar con el firme objetivo de imponer mi inteligencia sobre el caos que debía ser la mente de Marcelo.
-Bueno –comencé cinematográficamente-, supongo que tendrás tus motivos y me imagino que dentro de tu cabeza tendrán validez. Sin embargo, dada la asquerosidad del hecho, considero necesario advertirte... –me quedé pensando- ¿Me estás entendiendo? ¿Necesitas que te hable de una manera más rústica?
No dijo nada y no me sorprendió. Tenía frente a mí la cara de un loco, de un animal hasta se podría decir.
-Marcelo, creo que te volviste loco y la única que queda es internarte. ¿Qué te parece? ¿Te gusta la idea?
No me respondió, ni se mosqueo, diría mi abuelo español. Tomé la cola del perro que seguía colgando de su boca, y tiré hasta que lo que quedaba del pobre animal estuvo fuera. No había mucha sangre, o mejor dicho, no quedaba mucha sangre. Marcelo se la había tomado toda.
Tiré a la basura la desagradable evidencia y limpie un poco ante la mirada de Marcelo que parecía un zombi.
Cuando la habitación ya estaba bastante bien aseada y limpia de pelos y sangre, tomé a Marcelo y lo levante en mis brazos como si fuese mi esposa en nuestra primera noche de casados. Lo cargue hasta el auto y arranqué. Minutos más tarde, cuando tiré la bolsa con la basura –evidencias del perricidio- por la ventana, por primera vez volví a dirigir la mirada hacia mi hermano: estaba muy excitado, mirando a través de los vidrios como maravillado. Me causaba gracia; era así como quería ver a Marcelo, comportándose como un idiota... Pero eso quizá se debía a cuestiones personales.
Llevaba quince minutos manejando cuando me detuve casi causando un choque detrás de mí. Difícil poner atención también en eso. Miré hacia todos lados y después clavé la vista en el volante. Era negro, lleno de milimétricos agujeros cuya utilidad supongo que debía existir y decorado con algunas... no se como llamarlas... arrugas, que lo hacían menos elegante de lo que los manufactores habrían esperado.
Marcelo me miró. No me habló pero demostró desconcierto.
-Lo que pasa –le expliqué- es que me acabo de dar cuenta de que no sé a donde vamos –respiré y olvidé el ruido de las bocinas y los insultos de los demás conductores-. ¿Vos adónde querés ir?
Miró hacia la izquierda por la ventana y lo entendí enseguida.
-No, Marcelo, no seas idiota, no podemos ir a casa porque te comiste al perro y anda a saber que otras cosas.
Volvió a mirar hacia delante y entonces, mientras me mordía las uñas, tuve una revelación.
-Ya entiendo lo que pasó –le dije y me miró sorprendido-: te convertiste en el perro. Al comértelo tomaste su personalidad... tiene sentido, ¿No? Bueno, mas o menos, aún resta entender por qué te lo comiste, pero es algo para tener en cuenta.
Mientras los ruidos de la calle me atravesaban la piel de la nuca y salían por el otro lado evitando sistemáticamente todo contacto con mis zonas sensitivas o lo que sea que hay en el cerebro que, de haber sido tocado, hubiese logrado que me importara, miré a mi acompañante y tuve una idea de cómo probar mi teoría.
-Saluda, Marcelo –le dije alegremente y con voz clara- saluda...
Me miró babeando pero en sus ojos pude percibir una acusación, como diciéndome que el idiota era yo. Me sentí insultado y le puse un cachetazo. Suerte que ya no era Marcelo porque me lo habría devuelto a puño cerrado. Pero no hizo nada, solo volvió la vista al frente y comenzó a llorar. Fue en ese momento que decidí volver a casa de todas maneras.
Veinte minutos más tarde estaba de nuevo en el mismo lugar en el que había empezado.
Revisé las mesas, las sillas. Todo estaba limpio y me sentí ridículo.
-No sé para que ordené todo si acá los únicos que entran somos nosotros –y cuando dije eso imaginé la inalcanzable figura de una mujer hermosa.
En ese momento, tal vez por ver todo reluciente después de tanto tiempo, me dio hambre. Fui hasta la cocina y, accidentalmente, patee el platito de comida de mi antigua mascota. Estaba medio lleno y cuando lo miré me emocioné, no había pensado en eso hasta ese momento. Me iba a costar acostumbrarme a vivir sin mi perro aunque, irónicamente, era más de Marcelo que mío pues a él lo quería más –si es que a mí me quería algo-.
Me preparé un café y acá fue donde empezó mi relato. Pensaba en muchas cosas; estaba algo preocupado porque no me acordaba qué era lo que había ido a comprar y para qué era que lo necesitaba. Sabía que tenía que arreglar algo pero no sabía más.
Escuche algunos ruidos en el baño e imaginé lo peor, que era exactamente lo que estaba ocurriendo. Llegué corriendo y lo vi a Marcelo tomando agua del inodoro y le tuve que pegar algunas patadas en las costillas. Reaccionó violentamente y me atacó, aunque no fue con los puños que me agredió, sino con los dientes. Grité tanto cuando me mordió que me zumbaron los oídos y, a la vez que empezaba a chorrear sangre de mi cuello, atiné a sacar una toalla del placard para enrollármela alrededor de la herida. Minutos más tarde perdí el conocimiento.
* * *
Fue más desagradable la manera en que desperté que la imagen del perro devorado. Abrí mis ojos y Marcelo estaba lamiéndome la cara como si fuese un helado de agua. Lo empuje tan despacio que fue como si no lo hubiera hecho. Estaba muy débil. La toalla estaba bastante floja y hasta me sorprendió descubrir que seguía vivo. Me toqué el cuello y lo noté húmedo, muy húmedo. ¿Sería posible que con su saliva el maldito me hubiese cortado el flujo de sangre? Esperaba que no fuera así, prefería la muerte.
Pasaron varios minutos de frío y sudor hasta que pude levantarme y tambalear hasta la sala para recostarme en un sillón.
Seguía confundido y no era para menos. Y a riesgo de sonar vanidoso debo admitir que sé que son muy pocos los habrían logrado mantener la calma de la manera que yo lo hice después de la sucesión de hechos que me aquejó esa semana.
Marcelo se había acomodado en un sillón frente a mí. No había adoptado una postura humana sino más bien canina. Ya no había ningún tipo de dudas: el tipo se había convertido en el perro que se había comido, al menos interiormente. Mi principal objetivo después de reponerme del ataque sería, obviamente, descubrir el por qué de todo lo sucedido, y estaba claro que tenía que hacer algo antes de que le diera hambre, pero no pude evitar caer en las garras del sueño y cuando desperté ya era otro día.
Mi hermano seguía en el mismo lugar mirándome entrecerrando los ojos, luchando contra el deseo de dormir. Lo estudie y casi me río pero al mismo tiempo quise llorar. No podía entender nada. Lo que había pasado parecía imposible pero había pasado, lo cual me dejaba sin la chance de razonar y me impulsaba a actuar.
-Marcelo –le dije y mi voz sonó tan ronca que me asuste. Incluso causó un efecto muy doloroso en mi garganta. Me revisé el cuello y noté que el corte estaba seco aunque, aparentemente, no había sido tan profunda su mordida-. Marcelo, ¿Podés...? –me corregí- ¿Sabés hablar?
* * *
Cuando entré al baño me mareé pero enseguida se me pasó.
Después de ponerme una fina gasa sobre la herida y de higienizarme cara y manos, me miré al espejo y tuve un momento de lucidez causado por la visión de un papelito blanco que estaba tirado en el suelo junto al bidet. Corrí a recogerlo y estuve a punto de explotar de alegría, tal vez una reacción exagerada pero una de las pocas cosas a las que podía aferrarme.
Era un recibo, el recibo de lo que había comprado la noche anterior y que por algún motivo sabía que era importante.
Lo leí y casi lloro, pero no de emoción sino de tristeza, pues la impresión era muy mala y solo se leía el nombre de la ferretería y el precio. No había ninguna especificación y por mi parte, no había indicios de que fuera a recordar de qué se trataba.
En ese instante Marcelo entró al baño caminando en dos patas. Me quede mirándolo. Se acercó a la bañadera y entró en ella con una lentitud que me hizo imposible temer un posible resbalón. Tomó un jabón y lo mordió. Tuve que dejarlo solo.
Seguía pensando en el recibo de la ferretería. Intenté concentrarme y volver sobre mis pasos y los hechos pero era muy difícil, me di cuenta de que no recordaba nada desde antes de entrar a la casa y descubrir que ya no tenía perro. Mi último recuerdo era de hacía dos días mas o menos. Extraño.
Me mordí las uñas y ya casi no tenía más que morderme.
Tomé las llaves y abandoné la casa.
Cuando llegué a la ferretería me encontré frente a un tipo muy gordo pero limpio y con una cara que le impedía ser inteligente o al menos ingenioso.
-Buenas tardes –me dijo y miré mi reloj sorprendido. Yo había calculado que no sería más del mediodía.
-Estuve aquí ayer.
El tipo me miró y nada más.
-Aparentemente –le expliqué- compré algo pero no me acuerdo qué. Este es el recibo.
El ferretero estudió el recibo. Lo presionó contra su nariz y examinó su olor. Después lo leyó y sonrió...
-Solo dice el precio.
-¿Y no puede deducir que es?
Me escupió una mirada y casi me voy para evitar una golpiza, pero me quede a escucharlo.
Me habló de muy mala manera y no se preocupó por disimularlo.
-Mire, pueden ser un montón de cosas, puede ser un juego de tornillos, de clavos, de tuercas, un cable de audio y video, una cinta de...
-Espere, espere que anoto –le dijo y anoté ante la mirada estupefacta del hombre que casi comenzaba a reventar de ira sacudiendo su cabeza como queriendo sacarse el calor del rostro.
-Como le decía –continuó- puede ser que se trate también de un alicate chico o incluso de un arreglo-, y dicho esto, ante mi mirada estupefacta, saco su lengua y la dejó colgando de su boca desprendiendo un salvaje saliveo.
Hubo un silencio y entendí que mi anfitrión ya no tenía ganas de seguir haciendo inventario, así que agradecí y me fui.
Llegué a casa y alimenté a Marcelo con una bolsa de kilo y medio de pan que tenía guardada desde hacía más de una semana. A él no le pareció desagradable y se comió todo en algunos minutos para luego tirarse a dormir.
Durante el día no hice más que pensar. Obviamente algo había pasado en casa afectándonos a los dos hermanos, y todo había empezado con la llegada de Marcelo unos dos días antes, uno de mis últimos recuerdos.
* * *
-Vengo a quedarme un par de días, ¿Te parece? –me dijo apenas entró y cargando un bolso demasiado grande como para guardar ropa para solo un par de días, más tratándose de un hombre desprolijo y poco adinerado como él.
-¿Un par? –le pregunté sin sonreír, dejando que el sarcasmo actuara por sí mismo.
-Si, un par: dos, tres días... como mucho un par de semanas.
No dije nada, él sabía lo que yo pensaba pero también sabía que no iba a echarlo a la calle. En fin, mi hermano tenía desde ese momento poder absoluto sobre las próximas dos (o más) semanas de mi vida.
Dejó su bolso sobre mi cama y se recostó junto a éste cruzando los brazos tras su cabeza. Sonreía pero actuaba y no tarde en notarlo.
-¿Qué pasa? –le pregunté mientras le servía un vaso de gaseosa y me sentaba en una silla frente a él.
-Nada, nada... lo de siempre pero esta vez de verdad.
-Es tu culpa, yo siempre te lo dije y no me escuchaste.
-Si, ya se, pero ya te dije que... que hay cosas que no puedo cambiar, que son así porque soy así, ¿Me entendés? Si vos podes él debería poder.
Dejó el vaso vacío sobre la alfombra y supe que había un anillo de humedad debajo. Lo miré y decidí no decir nada al respecto, al menos por el momento.
-Marcelo –le expliqué-, papá esta viejo y siempre estuvo un poco loco, que le vas a hacer, lo tenés que aguantar y listo.
-No está un poco loco, está totalmente fuera de sus cabales, ¿Me entendés? No se puede aceptar que me pida eso que me pidió.
-Pero, ¿Qué era? ¿Qué no lleves a tus amigos a la casa? ¿O mujeres?
-Mujeres... no me hagas reír.
Sonreí como si me pareciera gracioso.
-No –me dijo-, no era nada de eso, era algo mucho peor: me pidió... me ordenó que me desnude y que ladrara como perro.
Me reí un poco, esta vez de verdad, y fue a él a quien no le causó gracia.
-Pero ¿No te das cuenta que son las cosas que dicen todos los viejos a esa edad?
-No, eso no es así. Además no tiene ni ochenta años.
-Está senil –pensé en voz alta-, nunca me había dado cuenta.
-No te habrías dado cuenta porque empezó de golpe, en un día, en un minuto.
-Habrá que internarlo...
Marcelo se quedó mudo. El era una persona muy liberal e independiente pero jamás se atrevería a pensar siquiera en la reclusión del viejo, era a la única persona a la que temía, y hasta se podría decir, respetaba.
-No se, la cosa es que acá estoy.
Romualdo subió a la cama y comenzó a lamer la cara de Marcelo. Marcelo lo abrazó y jugo con él un rato. Yo pensaba en la increíble ridiculez del nombre con que había sido bautizado el perro.
-Saluda, Romu, saluda –le ordenó mi hermano y el can levantó una de sus patas delanteras y se la estrecho. Uno hasta podía ver una sonrisa casi empresarial formarse en la boca del animal-. ¿Le das de comer? –me preguntó preocupado-, mirá como está de flaco...
Ignoré el comentario.
-Decime una cosa –le empecé a hablar desde mi indiscutible rol de hermano mayor-, ¿Estás trabajando?
-Si, ¿Vos?
Tuve que callarme la boca porque justo me preguntó lo que me preguntó en un momento difícil de mi vida, en el que se debaten varias cuestiones...
-No, renuncié y estoy...
-No te preocupes, hermanito, en un rato voy a comprar algo para comer esta noche. ¡Tengo un hambre que me comería a Romu! –dijo en chiste y en ese momento no significó nada. Después tomó al perro y lo revoleó divirtiéndolo más que lo que yo podría o me interesaría haber hecho.
Llegada la noche comimos un asado más que satisfactorio acompañado con un par de vinos más o menos tomables y varias cervezas. Mi hermano me contó sobre su nuevo trabajo como acomodador en un cine. Era increíble lo que le pagaban por esa estupidez que, aunque por supuesto era poco, sobrepasaba lo que yo ganaba antes de renunciar.
Me contó varias anécdotas relativamente graciosas y otras no tanto y charlamos sobre papá y lo mal que se estaba poniendo. Marcelo creía que el viejo se había vuelto loco en un segundo y que tenía que haber alguna explicación.
Me gustaría contar más pero es desde ese instante –antes del postre para ser más exacto- que no recuerdo nada hasta el momento de volver a casa y descubrir a Romualdo muerto. Tengo la certeza de que han pasado dos días debido a miles de factores, sin embargo, podrían haber pasado semanas sin que lo notara.
* * *
Marcelo seguía durmiendo así que me puse mi saco negro y decidí salir a la calle y la encontré algo extraña. Sería difícil explicarlo con palabras, uno se da cuenta de esas cosas. Había poca gente para ser un miércoles, muy poca gente además considerando la zona. Un aroma apenas perceptible pero desagradable lo dominaba todo, hasta se podía ver una especie de niebla que oscurecía el cielo y me hizo transpirar a pesar de la época del año, que como ya había advertido al principio de mi relato, era fría.
No llovía pero iba a llover, eso estaba claro. Supongo que el ambiente era el mismo cuando fui a la ferretería unas horas antes, no estaba seguro.
La poca gente que me crucé me ignoró y eso no me molestó ni me extrañó, pero si lo hicieron sus caras. Los rostros y las muecas de las personas que circundaban la zona eran, en su mayoría, imposibles de describir. Sería tal vez la influencia causada por la situación vivida en mi casa pero debo admitir que nadie parecía humano, esos gestos no eran los gestos típicos y aburridos de la gente de ciudad, eran raros... muy raros.
Pasé por la puerta de la ferretería y no vi a nadie adentro. Todo estaba tirado por el suelo y entonces empecé a notar que la gente comenzaba a faltar en las calles y me sentí solo.
Todavía no tenía claro mi destino así que decidí improvisar y me dirigí a la enorme plaza de la zona vial. Estaba fresco, como lo había estado durante todo el mes y tal vez fue eso: el fuerte viento golpeando mi cara, lo que impidió que me bajará la presión y me desplomara en el suelo en medio de un lugar en el que nadie me hubiese ayudado. Lo que vi en el parque fue tan perturbador que, a pesar de sonar gracioso al momento de recordarlo, me sigue causando un pinchazo en esa parte del cerebro que maneja la razón y nuestro amor a la normalidad. Me senté en un banco y me quedé estupefacto. Frente a mí, a menos de quince metros, había tres o cuatro tipos gateando de un lado a otro y ladrando como perros. Una chica de no más de trece años jugaba con ellos; eran sus mascotas, no había duda. Vi como los alimentaba con lo que parecían ser pedazos de carne cruda.
Cuando pude reaccionar grité muy fuerte y la chica me miró. En su rostro podía leerse la desesperación más insoportable y me di cuenta de que no estaba contenta, como me pareció en un primer momento, sino llorando desesperada.
De pronto uno de los tipos se paro en dos patas –o dos piernas- y se alejó del grupo, cosa que la jovencita no notó. Llegó hasta donde estaban los juegos y tomó del suelo algo que bien podría haber sido una rata enorme, pero que se trataba de un gatito gris casi recién nacido.
No llegué a ver el momento en que comenzó a comerlo porque mi atención se desvió hacia la chica que, en medio de un alboroto causado por sus gritos desesperados y los cuasi-ladridos de los hombres-perro, salió corriendo tras el que se le había escapado.
-¡No, papá! ¡No te comas eso!
La situación de humanos convirtiéndose en perros y todo eso, según mi parecer, se había salido de control. Me levanté de un salto y llamé a la jovencita que me miró sorprendida y vino corriendo hacia mí.
* * *
Ella llevaba casi dos días llorando, que era el mismo tiempo que llevábamos sin dormir. Se aferraba fuerte a mis brazos. El hambre era tan intensa que nos hacía olvidar la falta de aire. Bueno, al menos a mí, no puedo hablar por ella; no imagino que pasaba por su cabeza después de vivir lo que había vivido.
Estábamos encerrados en mi sótano.
-Basta, basta de llorar, Carla... No se va a arreglar nada llorando –lamentablemente no fui nunca una persona que mantuviera un buen trato con los animales domésticos, muchísimo menos con los niños. Hasta podría admitir secretamente mi odio a los infantes...
Carla no me escuchaba.
Al tiempo de conocernos, antes de la masacre, ella me había contado todo lo que le había pasado.
Su padre, al igual que sus dos tíos –que justamente la visitaban esa semana- de pronto, en medio de una reunión familiar dedicada a su decimotercer cumpleaños, se comenzaron a comportar como animales y no tardaron en armar un escándalo. Carla, sin entender nada, se encerró en el baño llenando su cabeza con optimistas explicaciones para lo ilógico y cuando por fin salió se encontró con una horrible escena similar a la que yo había presenciado en mi casa pero sensiblemente peor. Sus familiares hombres –o machos- se estaban haciendo un banquete con sus respectivas esposas –o hembras- sin siquiera tener el sentido común de utilizar cubiertos, según entendía su abuela –loca desde hacía rato y, aparentemente, carente de interés para el hambre de los convertidos-. Había sangre por todos lados. No faltaban los trozos de carne y piel teñidos de rojo o una que otra parte de algún rebelde órgano interno demasiado duro para ser masticado con normalidad.
Después de comer –según me contó desconsolada- los hombres-perro se durmieron y, con el correr de los días, ella tuvo que hacerse cargo de su crianza. Le expliqué que me parecía ridícula esa preocupación por seres sin aparente salvación y me escupió insultos de todo tipo. No volví a opinar.
Por eso es que detesto a los niños, porque son tercos.
* * *
Sucedió la masacre y creo que sería inútil intentar explicar emociones.
Fueron pasando los días y los hombres-perro lo dominaron todo. Aparentemente, Carla y yo éramos de los pocos, tal vez los únicos, inmunes a la enfermedad que aquejaba al resto y, por lo tanto, éramos perseguidos. Tuvimos que escondernos en aquel sótano para salvar nuestras vidas.
Mientras no dejaba de llorar, le comenté sobre cierto libro de Richard Mathison que me había maravillado en mi adolescencia y comparé la situación del protagonista del mismo con la nuestra. A ella no le causó gracia y eso también me molestó.
Los niños no tienen sentido del humor.
Los hombres-perro devoraron a todos los animales de la ciudad, incluidos los perros, por supuesto.
Fue entonces, sumido en la más profunda desolación y solo acompañado por la niña idiota, que comencé a pensar en los hechos. Estaba claro que los hombres-perro no eran tal, pues ningún perro se come a los demás animales estando estos vivos, pero por otro lado, estos seres actúan y se desenvuelven de esa manera, lo que hace que todo sea confuso.
-Tengo miedo...
La miré y le expliqué, algo cansado, que no había razón para temer porque los malditos engendros no tenían manera de entrar a ese lugar. Estábamos protegidos de la matanza y la carnicería pero no del hambre.
-Tengo hambre...
Las quejas de Carla se volvieron constantes y denotaban, a pesar de ser insoportables, una lenta adaptación a la situación. La muerte la rodeaba y ella comenzaba a entenderlo, y eso, quién sabe, tal vez ayudaría a que yo la soportase un poquito más.
* * *
A esta altura se estará preguntando qué pasó con mi hermano. No lo había visto desde la masacre, desde el momento en que todo había dejado de tener sentido.
¿Ya expliqué la masacre? La masacre fue el nombre con que bauticé la destrucción masiva de todas las mascotas (del mundo por lo que sé) y la degeneración de casi todos los humanos. Pocos quedábamos con nuestras facultades intactas, o al menos eso decía Carla.
-De verdad, vi a cinco personas, cinco mujeres que hablaban de la masacre y lloraban. Decían que una horrible criatura es la culpable de todo; un monstruo que se comió a algunos y convirtió a los demás en sus esclavos –me explicó un día-. Intenté hablar con ellas, decirles que también nosotros dos seguíamos siendo normales pero apenas me acerqué, se alejaron corriendo y gritando.
No las culpé. La niña estaba toda sucia y despeinada, no era un espectáculo agradable.
* * *
No se había separado de mí desde aquella tarde en la plaza en que la vi paseando a su padre y sus tíos. Al abandonar ese lugar una “jauría de personas” nos corrió hasta mi casa.
La invité a entrar y ella, muerta de miedo, no dudo. Consideró, supongo, que cualquier peligro que yo pudiera representar para ella, era aceptable en comparación con lo que los hombres-perro podían hacerle.
Una vez en casa descubrí que Marcelo no estaba y me preocupé, cosa que a la niña –aún sin nombre para mí- no le importó mucho. Esos días los pasó llorando y fue muy poco lo que pudimos hablar.
Esperamos unas cuantas horas durante las cuales intenté encontrar algún canal de noticias en la televisión que pudiese aportarme alguna información pero, como era de esperarse, como si se tratase de una burda historia de miedo, no pude conseguir siquiera una imagen clara. Cuando entendí que la antena no estaba mandando ninguna señal –al menos a mi casa- tomé a la niña del brazo y la llevé hasta la puerta. Pero no llegué a abrirla, apenas había hecho contacto con el picaporte cuando lo pensé por segunda vez y corrí hasta la ventana dejando a la criatura tirada en el suelo apoyada contra la puerta y delirando en un llanto resignado. Allí pude tener un plano bastante amplió de la calle y la escena que presencie era digna de un cuadro antiguo de esos que retratan guerras extrañas llenas de personajes bizarros y horribles. Cientos de hombres gateaban y corrían por doquier y otros cientos yacían en el suelo con las tripas hacia fuera, al igual que docenas de perros y gatos y hasta algunas palomas que habían tenido la mala idea de descender unos segundos. Lancé un suspiro ante la dunsaniana escena, cargado con una cantidad de lágrimas difícil de creer y grité tanto que algunos de los seres infrahumanos que merodeaban bajo la ventana de mi casa, levantaron sus cabezas y me observaron con sus miradas vacías. Por suerte había varios metros entre ellos y yo porque los vi saltar intentando alcanzarme.
Escuché golpes en la puerta de entrada y la miré fijo como si quisiera hipnotizar la madera. Alguien la golpeaba con fuerza desde el otro lado haciendo vibrar violentamente la espalda de Carla que no parecía notarlo. La tomé nuevamente del brazo, sin medir la fuerza que estaba utilizando, y la arrastré hasta el sótano.
* * *
Esa noche Carla durmió, como siempre, apoyada contra la puerta y yo aproveche para revisar el lugar. Hacía años que no hacía un inventario de las cosas que guardaba ahí. Enseguida pateé un paquete que había en el suelo y lo tomé. Estaba envuelto en papel de regalo y era pequeño y pesado. Con desesperación destrocé el papel y abrí la caja blanca que cubría. Dentro de esta había un revolver negro de calibre 38.
Enseguida lo recordé todo. No tuve problema en reconocer el arma que mi hermano me había regalado el día de mi vigésimo quinto cumpleaños. Necesitaba unas refacciones y por eso, al no conocer ningún lugar más apropiado, la había llevado a la ferretería, donde el ferretero después de mirarme raro, finalmente había accedido a mi petición. Después de todo no era más que un poco de limpieza.
Planeaba mostrársela a Marcelo ya limpia y en buen estado; quería tener un gesto con él y darle una pequeña sorpresa, nada más. Lamentablemente, como consecuencia o tal vez efecto secundario de la enfermedad que recientemente había afectado a casi todos los hombres, había perdido parte de mi memoria.
Y en medio de la avalancha de recuerdos que comenzaban a regresar, me vi a mí mismo tirando la cajita envuelta a través de la rendija que había bajo la mesada de la cocina, que daba directo al sótano, porque Marcelo se acercaba y no quería que la viera hasta llegada la noche.
Todos estos pensamientos se esfumaron en un segundo dando lugar a una idea: cargar el revolver. Sabía que había balas en alguna parte del sótano y no tarde en encontrarlas porque, aparentemente había recuperado la memoria en su totalidad, y cosas como esa, que siempre supe, no se me iban a escapar en ese momento.
Apenas tuve cargada el arma la levanté y apunté a Carla que acababa de despertarse y seguro creyó que seguía soñando.
-Tengo nueve en el cargador y nueve más en el bolsillo –exclamé y me miró muy asustada-. ¿Qué te parece? ¿Alcanzan para escapar?
Me respondió con silencio y no lo discutí; hasta yo mismo me asuste de mi mano armada.
-Vamos –le dije y la revoleé para que se corriera de la entrada- ¿Qué pretendes, Carla? ¿Quedarte encerrada para siempre? Hace tres días que estamos acá.
Abrí la puerta de un tirón y justo ahí, como esperándome desde hacía tres días y tres noches, estaba Marcelo.
-Marcelo... –dije y no dije más.
Estaba parado en sus dos piernas y caía saliva y sangre a raudales de la comisura de sus labios.
Durante casi un minuto nadie dijo nada y solo se oía el ruido casi salvaje de su respiración.
-¡Mátalo! –gritó Carla-, ¡Mátalo antes de que nos muerda!
Mi primera reacción –y no puedo decir que me arrepiento totalmente- fue causada tal vez por el viejo reflejo de defender a mi hermano menor: Me di vuelta y la golpeé en la boca.
Carla cayó al suelo y explotó en un llanto desconsolado a la vez que Marcelo también comenzó a perder la calma y a proferir unos gritos in-entendibles. En medio del caos me vi en la obligación de asumir una posición tranquilizadora al menos para uno de los dos que tenía un aparente ataque de nervios y, tal vez guiado por mi corazón más que por mi cerebro, levanté el arma y disparé sobre la niña nueve veces.
¿Por qué nueve veces? No lo sé, fue una de esas cosas que uno hace y nunca puede explicar. Marcelo no tardo en reaccionar. Gritó y me empujó para llegar hacia ella. Cuando comenzó a comérsela yo ya estaba lejos.
* * *
Me pregunté por qué maté a Carla si mi plan no era quedarme junto a mi hermano y no obtuve respuesta. Tal vez la enfermedad también me había afectado a mi pero de una forma diferente convirtiéndome en un animal con razón.
Corría por la calle amenazando a todo hombre-perro que se me acercara con mi revolver, que no estaba cargado y que, aun de haberlo estado, no los asustaba. Los esquivé y los empuje como pude sin dejar de estudiar el espectáculo tan extraño que el mundo me mostraba. Había cientos, miles de ellos. Algunos corrían, como Marcelo, otros gateaban a gran velocidad. No actuaban como perros y, como más tarde comprendí, no actuaban como animales. Su manera de moverse y de alimentarse era tan monstruosa que no hubiese sido razonable compararlas con seres de este planeta. No digo que eran extraterrestres, sino que tal vez todos habían sido poseídos por una raza espeluznante cuyo único objetivo era alimentarse de los demás y hasta de ellos mismos, pues vi también a algunos comiéndose sus propias manos y cosas por el estilo.
No sé qué había pasado, qué horrible realidad se había apoderado de la Tierra pero, por extraño que parezca, me sentí en la obligación de terminar con el problema. Supe que dependía de mí y, aparentemente, no noté que me estaba volviendo loco.
Cuando llegué a una zona más o menos solitaria, volví a cargar el revolver y observé el cielo que se oscurecía rápidamente y comenzaba a quedar rojo.
Me planté en mi sitio y espere a los monstruos que se acercaban sin sospechar que una fría ironía me llevaría de ser un potencial héroe a estar acabado en solo segundos. Triste y abrupto final para tremenda aventura.
Cuando los tuve a tiro les disparé y uno a uno fueron cayendo hasta que, obviamente, se me acabaron las municiones. Entonces sentí el fuerte empujón en la espalda que me dejó en el suelo. Una enorme criatura, similar a un tigre pero con facciones tan humanas como alejadas de una posible descripción, saltó sobre mí y me quede sin aire debido a su peso –que debía superar por mucho los doscientos kilos. No tuve mucho tiempo para reaccionar y fue en ese momento de confusión en que me arrancó la mano que llevaba el revolver y es poco lo que recuerdo después de que comenzó a masticarla. |