Cuatro velas, colocadas en las esquinas de la caja, proyectan, sobre los muros, temblorosas sombras con sus oscilantes flamas.
La caja es negra, como si se buscara, por contraste, hacer resaltar los colores verde, marfil y blanco de los arreglos florales que, a su alrededor y sin orden, han sido colocados.
El silencio es tan denso que el más tenue sonido — un suspiro, un apagado sollozo, el chisporroteo de un pabilo — se magnifica y aturde.
Es de madrugada. Los dolientes, pasmados por el dolor o la noche sin sueño, permanecen inmóviles con actitudes y gestos de marcado patetismo.
Ella, los ojos enrojecidos y ahora secos, tiene la mirada fija sobre el ataúd, mientras repasa nerviosamente, entre sus dedos, las cuentas de un rosario y musita, una y otra vez, las mismas oraciones. Con el rostro pálido y la mirada perdida, los hijos, a su lado, parecen sostenerla.
Un hondo suspiro, como un debilitado sollozo, surge de vez en cuando en el silencio.
Algunos acompañantes —familiares, amigos, vecinos— dormitan alrededor del féretro. Las ollas de café negro cargado, con su generosa ración de aguardiente, no han sido suficientes para abatir el sueño.
La luz del alba empieza a penetrar por la ventana.
Yo, desde lo alto y sin comprender del todo, observo azorado e impotente aquella escena, mientras mi cuerpo yace inerte dentro de la caja negra, entre cuatro velas y rodeado de coronas y ramos de flores.
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