El dentista me ha provocado un pánico enfermizo desde que tengo memoria. El chirriante sonido del taladro perfora mis nervios literalmente, los destroza. Me lo imagino con su cubrebocas, vestido de blanco, con esos lentes protectores enormes que ellos tienen y su mesita llena de instrumentos punzocortantes al lado, con su taladro (maldito taladro) en alto, apuntando al rostro de la víctima-paciente en turno, el cual, totalmente indefenso y adherido a la silla, sólo puede aferrarse con sus manos sudorosas a la silla en la cual se halla tristemente inmovilizado. La lámpara que ilumina la blanca habitación, todo lleno de ese blanco de manicomio, blanco, blanco, blanco hasta el embrutecimiento, hasta se respira en el ambiente un aire a locura que rebota como eco por las paredes y lo impregna todo. En la sala de espera todos aguardamos en silencio, esperando como condenados a pena capital. Apostaría que a todos nos sudan las manos, la frente, las ingles. Todos tenemos miedo de ese sujeto del cual, sin embargo, todos necesitamos. Lo peor de todo es que tienes que esperar, escuchar lo que le sucede al tipo que esta adentro, mirar cuando sale con el los carrillos hinchados, rojos como sus conjuntivas chillonas y oliendo a cloroformo. Cada vez que vengo me siento tentado a irme sin verlo, pero no puedo, una vez adentro me siento paralizado hasta que sale la víctima-paciente en turno. Cuando entro, siempre trato que dure lo menos posible.
-¡Hola Paco!, ¿Ya vienes por la renta?
-¡Claro, claro, buenas tardes! -Respondo al saludo y él nota que me sudan las manos.
-¿Aún sin superar el miedo al dentista? –dice y yo me río algo nervioso mientras asiento con la cabeza-. Deja voy por el sobre.
Cuando me entrega el sobre cuento del dinero rápidamente y al verificar que está completa la renta, me despido y huyó despavorido del lugar. El próximo mes será lo mismo. |