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Con mucho esfuerzo, cruzamos la última vigilancia de emergencias del hospital. Mi padre buscaba un taxi, mientras mi madre se secaba las lágrimas con un pañuelo. Yo caminaba arrastrando los pies, trastabillando con todo lo que a mi paso asomaba, producto de los sedantes y del dolor. Esta vez había ido demasiado lejos y empecé a sospechar que, muy pronto, algo terrible me iba a suceder.

Una vez dentro del auto, ella intentó quitar las amarras que me habían colocado. El conductor me miraba nervioso por el retrovisor. -No es común que suban a un loco en un taxi- pensé. Dio vuelta a la derecha y tomamos la vía rápida.

El camino fue en silencio. Mi madre insistía en detenernos para comprar tijeras y cortar las amarras, pero nadie le hizo caso. Mi padre hablaba por celular, pidiendo que tuvieran preparada mi celda y las cámaras de video encendidas por si se me ocurría otra vez cortarme las venas o golpearme hasta quedar inconsciente.

Mi afán por autodestruirme había llegado a límites insospechados:

Primero, me convertí en un ser sin vida, ensimismado, como si mirara a todos dentro de un televisor y yo mirara sin ganas esas imágenes y voces que en algún momento quise y pude hacer feliz.

Segundo, traté de despertar de todo aquello y empecé a lanzarme cachetadas - dejé las marcas de mis dedos y uñas en mi rostro - y luego severos puñetazos que me heredaron hematomas e hicieron de mi cara un color lila oscuro parecido al de una ciruela chilena.

Tercero, y al ver que ya no reaccionaba, comencé a hincarme con un alfiler entre los dedos. Al inicio funcionó, pero luego mi cuerpo se acostumbró tanto a ese curioso dolorcillo que mi sistema nervioso terminó por dormirse nuevamente. Fue entonces que empecé a buscar dolores más fuertes. Descubrí que, cuando sangraba, mi corazón se agitaba y me provocaba palpitaciones. Debe de ser porque le tengo miedo a la sangre, me aseguré. Y de repente ¡maravilla! mi mirada volvía a ser viva, y mi hablar natural y enérgico. Y mientras me reía feliz por haber vuelto a la realidad, por esos minutos nuevamente en la vida normal, mi felicidad era truncada por los paramédicos que mamá siempre llamaba para que me apliquen una inyección que hacía que volviese a mi triste mundo, y luego, me llevaran a un hospital de emergencia debido a el sangrado que me había provocado.

No entiendo porqué mamá deseaba que me quede en ese estado tan desmejorado. A veces pienso que sólo quería que siga siendo un niño, un chico al que puede bañar, vestir y comer, pero que nunca pudiera convertirse en un hombre. Al menos, no en un hombre normal. Cuando estoy en el hospital, ella me cuenta historias, ríe, me mira, juega con mis mejillas, y me hace sonreír jalando las comisuras de mis labios en forma de luna. Confieso que hay ocasiones en que no quiero reírme, pero en la mayoría de veces si lo hago. Ella, después de una larga perorata, se detiene y me observa. Me limpia los labios y alguna que otra saliva que intenta escapar de mi boca, en busca de un ser vivo.

En esta ocasión, no me corté las venas. No. Descubrí que bajo mis testículos puedo encontrar, aparte de un dolor más profundo, una extraña sensación de placer, que hace que mi cuerpo tiemble y me excite de tal forma que llegue a un orgasmo pleno. La mezcla roja blanquecina de mi semen hace que me sienta extraño, en un lugar mucho más alejado de la vida mundana, más liviano. Es una pena que esa sensación dure tan poco tiempo.

Los zapatos me aprietan mucho. Jalaron mis pasadores con fuerza, y el color de mi piel ha cambiado a un poco más oscura. Mamá no se da cuenta y lo único que hago es mirar mis pies, observando cómo la vida se puede mudar de espacio dentro de mi propio cuerpo. Mi sistema nervioso duerme plácidamente, no habla, no alarma ni da a mi sentido del tacto la orden de movilizar lo que queda de mis fuerzas para liberar a mis pies de tan terribles tiranos.

-Entre por la puerta de atrás- indicó al taxista mi padre. Le avergüenzo. Ahora su cabellera es blanca y su frondosidad ha quedado en el olvido. Sus arrugas son pronunciadas, y su mirada ya casi no la recuerdo. Desde hace mucho que no nos vemos a los ojos. La última vez, podría haber jurado que sus ojos eran azules, pero mirándolo por el retrovisor, descubro que ahora son verdes, y hacen juego con la corbata que hoy luce, con una camisa un tanto ajetreada por haberme hecho caminar-arrastrar para llegar al taxi.

Bajamos. El taxista no pide el dinero y se va en busca de nuevos clientes. Una mujer lo aborda, él sonríe y después de algunos coqueteos, la mujer y el taxista enrumban hacia lo desconocido. Quizá tenga suerte y se acueste con ella. Quizá ella no sea una prostituta y se enamore del taxista. O tal vez, el taxista se convierta en un asesino y la estrangule en medio camino.

No. Eso no.

El vigilante de este hospital me mira y me guiña el ojo. Es mi cómplice, le dije que pronto volvería. Jugó con mi cabello mientras mi padre fue a solicitar una cita con mi médico de cabecera. Mi madre ahora juega con una niña que está también en una pequeña salita de espera, a unos pasos.

-Volviste – me dijo la niña riendo - te dije que no durarías ni una semana fuera de mi reino. Ahora serás mi esclavo para siempre – sentenció. Ella ha ingresado más veces como yo a este lugar. Ella en realidad es una vieja bruja. Ha vivido tantas vidas como libros hay en este mundo. Ha sido bruja, pirata, espía, princesa y gitana. Me ha contado con pelos y señales de cómo salvó de morir en una hoguera, de las atrocidades que cometió durante el genocidio y de cuantos lugares visitó en cada una de sus vidas anteriores. Y mientras ella me habla, yo pido a gritos que se la lleven, pero mi maldito sistema nervioso no entiende y sólo hace que mis ojos brillen más. La enfermera pasa y observa una mirada atenta, ávida de historias y piensa que la paso muy bien. Inyecta mi brazo derecho, que ahora ya mantiene un cáteter a solicitud de mi madre, angustiada de ver mis venas destruidas de tantos pinchazos.

La niña me mira triunfante. Tiene arrugas y le faltan algunos dientes. El vigilante también sabe quién es, es por ello que cuando vuelve la deja pasar libremente. Ella entra como una reina, lentamente, con elegancia. Al final, cuando termina de pasar, deja el suelo lleno de cardos agrios y hojas secas.

- Debe de esperar al doctor – sentencia el vigilante. Mi padre se queda en silencio. Habla solo. Masculla. Las palabras no tienen por qué sufrir en su boca, pienso. Intento hablarle pero él me mira y me fulmina con sus ojos verdes, como a un insecto. Me callo y sé que nos demoraremos todo el día en aquella sala, que es de propiedad de la niña bruja. Mi madre ahora parece su súbdita. La peina y le ofrece un poco de maquillaje para darle color a esas mejillas pálidas. Mi padre habla por celular, y da órdenes a diestra y siniestra. Su amaga voz siempre me ha causado antipatía, y sospecho que en su trabajo ocurre lo mismo.

Esperamos durante mucho tiempo hasta que mi médico llegara. Es bastante joven para su profesión, y sin embargo, habla con tal seguridad y garbo que ha hecho que su palabra sea ley para mis padres. Me ve con tristeza. -No quiero que vuelvas aquí- me dijo la última vez. Pero aquí estoy nuevamente, pidiendo a gritos que me quiten este cáteter y que continúen pinchándome hasta que mi sistema nervioso vuelva a activarse y yo pueda ser una persona normal, otra vez.

II

Cuando Gabriel se dio cuenta de la hora, saltó de su cama y entró directamente al baño. Era la primera vez en todo el tiempo que llevaba de residente en aquel hospital que iba a llegar tarde. Buscó en el pequeño mueble de plástico azul del baño y encontró en el segundo cajón una toalla blanca y un jabón. Encendió la ducha eléctrica y después asegurarse que el agua salía temperada, entró.

El agua recorría su cuerpo, acariciando cada parte que su amante de turno ya había tocado antes. Es una lástima que las hadas de cuentos terminen así, pensó. Pero también es cierto que un hada, de las que existen en los cuentos, había pasado la noche con él, y habían hecho el amor como nunca algún ser humano lo hizo.

No supo ni cuándo ni cómo el hada llegó a su cama. No supo nunca su nombre y tampoco recordaba muy bien su rostro. Sólo recordó el sabor a miel de su boca y el perfume de su cuerpo. Sentía en sus labios aún el espesor de su vello púbico y el sabor de aquel clítoris que disfrutó de su lengua ávida. Una compresa fría sirvió para relajar aquella erección que en él se había provocado. -Debo de ser más cuidadoso con este tipo de encuentros- se dijo mirando al espejo.

Mientras se alistaba, encendió la antigua radio que su abuelo le había regalado. Tenía revestimiento de madera y muchas bandas de frecuencia, algunas ya inexistentes. Las noticias le revelaron que el dólar tenía una fuerte caída y que en Sudán un avión se había incendiado. - La niña está jugando otra vez – pensó.

Cerró las cortinas de su habitación antes de salir. Se tomó el medicamento de costumbre, respiró hondo tres veces y abrió la puerta. El olor a medicina lo deprimía, pero ya se estaba acostumbrando. Una enfermera lo saludó, pero él no se dio cuenta de ello. Estaba seguro de que había mucho por hacer en este día y estaba retrasado.

III

Mi padre no pudo esperar más y se fue. Mamá siguió esperando, mientras la niña se quedó dormida en sus brazos. El vigilante miraba las últimas noticias del día y yo, estaba sentado, inmóvil, mirando a la nada, pensando en cómo escapar de mi cuerpo. Me sentía tan mal en aquella cárcel. Estaba seguro de que algo había tenido que ver la niña en mi desmejoría, pero como siempre, nunca habrá pruebas para culparla.

El doctor llegó a mi lado y me miró profundamente con la misma ternura de siempre. Giró mi rostro y me dio un beso en la frente. Él era el único que sabía lo que en mí pasaba. Mi madre ya se había incorporado con la niña en brazos y ahora hablaba con él, llorando y pidiéndole, si era posible, tratar de curarme de algo que, sabíamos bien, iba a terminar con mi partida de este mundo en cualquier momento.

-Sospecho que Adrián deberá de quedarse unos días, para poder restablecerse de esta nueva crisis- dijo Gabriel. Mi madre asintió y la niña abrió sus enormes ojos azules y sonrió mostrándome unos dientes roídos y una grieta de su labio inferior empezó a sangrar. Y aunque quise que todos la miraran, mi boca permaneció cerrada, ahogando mi grito.

IV

Ya eran las seis cuando Adriana salió de la cocina. Se quitó el delantal y miró por la ventana que daba a un precioso jardín de claveles. –Son mucho más hermosos que las rosas- pensó. Respiró hondo, profundo, como si quisiese apoderarse de todo el olor que aquellas flores le entregaban.

Se sirvió un té, mientras alisaba sus alas y recordaba su furtivo encuentro. Recordó cómo se había perdido entre tantas puertas del hospital y luego vio aquella figura en la oscuridad, tan sólo con una toalla en la cintura. Tenía el olor de sus claveles y no pudo resistir la tentación de acercarse. Un poco nada más, se dijo. Y de repente, empezó a sentir un calor fortísimo y mucha sed. Se acercó tímidamente y juntó su boca con la de él. Sintió que su piel se erizaba y que la de él también. –Qué turbadora sensación- se dijo. De pronto la figura la abrazó. Ella intentó huir, pero todo fue en vano. La figura la envolvió con sus brazos y ella se convirtió en mujer, una virgen. Se sintió como un clavel que había sido arrancado, indefenso. Él, con sumo cuidado, la acostó a su lado y la llenó de besos y caricias que hicieron que perdiera su razón y quedara a merced de los instintos de aquella figura.

-Debo de olvidar- se dijo. Sabía que había sido una mala idea ir a buscar a la niña y, por alguna extraña razón, se sentía muy bien. Se sirvió un té de canela y manzana, le puso una fresa y bebió tranquilamente, mientras observaba cómo la luna aparecía en el cielo y con ella, su vestido incrustado de estrellas.

V

Una vez en mi celda, me quitaron las amarras y también los zapatos. Estuve un buen rato sentado, sin hacer nada. Como siempre, mis reacciones eran lentas, torpes y cada vez más sentía menos dominio sobre mí. El miedo de quedarme encerrado dentro de mi cuerpo otra vez empezaba a aparecer como un ligero escalofrío. –Necesito una aguja- me dije. Busqué por todos lados, pero por desgracia no hallé una sola, ni siquiera un tajo de madera o un pedazo de alambre. Mis uñas estaban cortas y no causaban dolor alguno. Definitivamente iba a pasarlo muy mal.

-Descansa, te hará bien…hablaremos más tarde- me dijo Gabriel. Cerró la pequeña ventana y me di cuenta que nuevamente estaba solo, con unas marcas en las muñecas y una bata blanca.

Es increíble cómo un ser humano se puede autodestruir por querer precisamente lo contrario. Es increíble que la gente no pueda comprenderlo. Es increíble que esto, precisamente esto, me esté pasando a mí. Es increíble que mi vida ahora se haya transformado de manera tal que ya no tenga la confianza de nadie, que haya perdido a mis amigos, estudios y amores. Es increíble que ahora mis amigos no me vean ni me hablen de forma normal y que siempre me estén tildando de loco. Es increíble que ahora mi familia no me deje solo con mis pequeños primos, sino que me miren de reojo para saber qué estoy haciendo con ellos. Tal vez tienen miedo de que los mate.

De pronto, la niña hace su ingreso triunfal. Se escuchan sonidos de fanfarria y ella llega vestida de un traje plata, con una larga cola, y su cabellera ahora es blanca. Me rodea y yo le pido a gritos un alfiler, algún elemento con el cual hincarme, buscar nuevamente mis manos y clavarlo entre mis dedos.

VI

El intruso siempre ha sido un hombre de pocas palabras. Se preocupa por regar los claveles de Adriana, sin que ella le pague algo por su trabajo. Y es que él apareció un día en su jardín, mientras ella volaba entre sus claveles. Sacó una regadera de plata y empezó a regar los claveles, y Adriana pensó que sería la última llovizna de otoño. De pronto se dio cuenta del intruso y huyó a esconderse entre los pétalos de un clavel azul.

-¿Quién es usted?- Preguntó Adriana al intruso del jardín, pero nadie le contestó. El intruso siguió regando los claveles y mirándolos con una ternura tal, que pareciera haber encontrado a su hijo o algo por el estilo. Adriana lo observaba ahora, escondida entre unos pétalos. –Si intenta robarme un solo clavel, lo hincaré con esta espina– se dijo, cogiendo una espina seca de aquella rosa que algún día significó el amor para ella, pero que ahora se había convertido en el odio más ruin que pudiese existir en el universo.

El intruso paró de regar. Miró todo el jardín por mucho tiempo, y de pronto, su mano se derecha se dirigió hacia el bolsillo de su largo abrigo de color café y sacó una pequeña tijera.

-Ahora verás- dijo Adriana, cogiendo con toda la fuerza que su pequeño cuerpo le daba. El intruso fue directamente hacia el clavel azul, mientras que en los ojos de Adriana se mostraban verdaderas llamas de fuego. El brazo del intruso acercó la tijera, ahora lista para cortar el tallo del clavel azul. Adriana cogió impulso, y arremetió con toda furia la espina contra aquella mano perversa dispuesta a asesinar al clavel más hermoso que se haya visto en todo el planeta, precisamente en el instante que el clavel caía, junto con el intruso, al suelo.

Cuando el intruso recobró el conocimiento, escuchó el llanto inconsolable de Adriana junto al clavel azul. Adriana no comprendía por qué el intruso habría llegado a su jardín, regado todos sus claveles, contemplarlos y de pronto, se convirtiera en el asesino del clavel que ella tanto amaba. –Es injusto, eres el más malo de los hombres- le dijo a viva voz, pero sin mirarlo.

El intruso la miró por mucho rato. Vio como ella cogía al clavel, aún agonizante, viendo como su savia iba cayendo al suelo, y los insectos del jardín comenzaban a acercarse para despedir al triste ser azul. Adriana, entre sollozos, agradecía a cada uno de ellos. Cuánto lo siento, dijo la lombriz; le traeremos las mejores hojas y le armaremos una preciosa urna, dijo la hormiga reina, quien enterada de todo había llegado con todo su séquito.

De pronto, el clavel, dejó de existir, sus pétalos se cerraron y Adriana lo llevó a su pecho, tratando de sentir sus últimos latidos. Las lágrimas fueron apoderándose de todo ser que presenciara aquel momento, compadeciéndose de la tristeza de Adriana. El clavel azul se había ido para siempre.

El intruso se levantó, se quitó la espina aún de la mano y cuando lo hizo, la sangre empezó a salir de su cuerpo. Adriana, al darse cuenta de que el intruso aún seguía ahí, se levantó y lo miró directamente a los ojos. Vete, le dijo. Lo dijo una y otra vez, hasta que poco a poco iba sintiendo que, por segunda vez en su existencia, sentía deseos perversos. El intruso la miró, con la misma ternura que antes había tenido para con los claveles, tomó su tijera y la puso en el bolsillo de su abrigo.

-Dime quien eres y porqué has hecho esto- replicó Adriana, pero al igual que la primera pregunta, no hubo respuesta. De pronto, Adriana empezó a sentirse mal, sentía que el dolor del alma ahora estaba en su cuerpo y vio, con horro, cómo sus alas empezaban a arrugarse, a envejecer. Ella lloró con todas sus fuerzas, y los insectos huyeron espantados, corriendo en todas las direcciones. De pronto, sus alas cayeron al suelo, como una delicada tela de seda. Cayó al suelo y empezó a sentir que su cuerpo pequeñito ahora crecía, se hacía muy pesado. Sus pechos empezaron a crecer, al igual que su cintura afinarse y sus caderas ampliarse. Su delicado vestido empezó a ceder y poco a poco a romperse. Ella trató de cubrirse con sus manos, se sentía avergonzada, confundida.

Su padre estaba a su lado cuando ella reaccionó. Estaba en su cama, con una bata blanca y una manguerita que salía de su brazo izquierdo.

-Todo estará bien querida- le dijo. Miró a su alrededor. Se sentía adolorida pero aún podría levantarse. Cogiendo el perchero improvisado del cual colgaba un suero, caminó hacia la ventana con mucho nerviosismo. Cerró los ojos antes de que pudiera verse el exterior, tenía miedo de que el intruso haya destruido su jardín, que tanto había cuidado. Respiró hondo, tomando todo el valor que podía y miró. Su jardín estaba tal cual, excepto que no existía ningún vestigio del clavel azul. En su lugar estaba un pequeño rosal. No comprendía lo que había pasado. Miró a su alrededor, y a manera de bastón jaló el perchero, tratando de buscar y encontrar respuestas.

Buscó por todos lados, revisó cajones y cuanto espacio pudo hasta que al fin las encontró: sus alas. Estaban arrugadas, descoloridas, pero aún se podía percibir el olor de sus claveles. Lloró con la mayor tristeza que una persona puede llorar en este planeta, por que de pronto y con la mayor violencia, habíase convertido en humana, y obligado a crecer.

-Yo te lo advertí- dijo una voz delgadita en la habitación. Ella levantó la mirada y empezó a limpiarse las lágrimas con su brazo. Dos figuras estaban ahí, con ella. Sintió un escalofrío que su cuerpo no supo disimular y vergüenza. Buscó una sábana y se cubrió. Volvió a mirar y pudo ver nuevamente al intruso. La miraba con la misma ternura de aquel terrible momento, cuando cortó su clavel azul.

Es momento de mi venganza, pensó. Y lanzó el perchero con tal furia, que no le importó que su brazo izquierdo se lastimara al salir intempestivamente la pequeña aguja que estaba incrustada en su vena. Las figuras se separaron rápidamente y dejaron que el objeto cayera al suelo sin que lastime a nadie.

-Serás mi esclava, el clavel azul está aún vivo- dijo la voz delgadita. El intruso abrió la puerta de la habitación y la niña salió en un vestido de plata hermoso, y su cabellera, blanca como la nieve parecía que flotaba en el ambiente.

-¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡Regrésame mi clavel azul!- imploró Adriana. Gritó tantas veces como pudo, pero la niña se fue con el intruso.

Varios paramédicos tuvieron que ser llamados para poder controlar a Adriana, que ahora gritaba como loca, asustó a todo el vecindario, provocando alarma generalizada en todas las personas que la escucharon. Ella intentó explicar lo que le había pasado, de cómo la niña y el intruso habían estado ahí, en su cuarto, y lo que le habían hecho a su clavel azul. Intentó hablar con algunas hormigas que pasaban por el filo de su ventana, pero no obtuvo respuesta alguna. Abrazó sus alas, sus primeras alas y lloró amargamente porque nadie comprendía la desgracia que ahora oprimía su corazón.

-Vas a ponerte bien, te lo prometo- dijo su padre, sollozando. El paramédico le inyectó un sedante y ella se encogió tal cual como cuando dormía sobre un girasol. Y no supo más de ella.

-Tengo que ver a la niña- pensó. Y sabía muy bien que los hombres de blanco que ahora la inyectaban, la llevarían a su reino.

VII

La niña me mira, y busca en mis pensamientos. No sé a ciencia cierta qué está buscando. Sólo sé que hay algo que le interesa de mí. Y por cada minuto que pasa en esa habitación, el intruso hinca entre mis dedos y mis uñas el alfiler que la niña le ha dado para que yo esté tranquilo.

La madrugada nos sorprende y con ella, unas campanas que suenan a lo lejos.-Aún estás bien- dijo al momento de irse. El intruso deja de hincarme, pero deja el alfiler en mi mano izquierda. Cierro los ojos y cuando los vuelvo a abrir, ellos ya no están.

Miro a mí alrededor. Mi celda. Una cama, una mesita de madera y una pequeña ventana en la parte superior de la pared que da al frente de mi cama.

-¿Y si todo esto lo he soñado?- me pregunto. No tiene sentido el que esté viviendo en una situación tan terrible como la de ahora. Tratado como un demente. Miro mis manos y ahora están atadas a los extremos de la cama, con las mismas amarras con las que llegué.

-Así que otra vez la niña está haciendo travesuras- me dice Gabriel, sentado en el extremo de mi cama.

-Tienes que detenerla, no soy solo yo, hay mucha más gente que ella está condenando a vivir aquí, en su reino-le digo con cierta dificultad por los sedantes.

- Adrián, la niña no existe. Está sólo en tu imaginación
- ¿No me entiendes aún? Ella nos quiere. Nos quiere a Adriana y a mí. Ella ha venido a verme en la noche y me ha hincado con un alfiler. Quiere algo de nosotros.
- Chiquillo, vamos a tener que comenzar de nuevo…- me dice mientras revisa el historial de medicamentos.
- Gabriel… ¿ya no me crees?
- Lo intento. Te juro que lo intento.
- Adriana va a llegar en cualquier momento. Te lo juro.

Gabriel se queda mirándome. En sus ojos encuentro la paz que necesito, pero por desgracia, ahora ya no puedo confiar en nadie. Tal vez Gabriel no exista y sea sólo una jugada más de la niña. Respiro.

- Si te prometo que no me lastimaré ¿me quitarías estas amarras? –
- ¿Lo prometes?
- Lo juro. Es más, si es que me liberas, te juro que no vuelvo a hablar de la niña.

Gabriel me libera de mis amarras y se va. Yo me quedo pensando en lo que le dije. Había prometido algo que sabía que no podría cumplir, pero necesitaba liberarme para poderme enfrentar esta noche a la niña. Va a venir otra vez, me dije.

Una bocina me hizo reaccionar. Es Adriana, pensé. Arrastré como pude mi cama hacia la ventana y subí colocando mis pies descalzos en la baranda. Vi a Adriana, una vez más bajando de la ambulancia, con sus manos atadas. Vi como Gabriel hablaba con su padre y le daba las indicaciones de costumbre para su internamiento.

No sé hasta qué punto Gabriel me ha logrado entender, pero sé que ahora me cree. O al menos tiene dudas. Sabe que la niña está ahí, en aquel hospital, que ahora es su reino. Lo noté en su mirada, cuando levantó su rostro al cielo y vio el mío en la ventana. Me sonrió dulcemente, tratando de ocultar su propia confusión.

VIII

La enfermera me revisa el pulso y me da las pastillas de rutina. Yo las tomo y me porto de lo más tranquilo para que no me vuelva a amarrar.

-Seguro que ella vendrá esta noche-pensé. Y mientras me volvía al otro lado de la cama, recordaba a todos los que no me hicieron caso, a los que me han creído un orate. Sonrío y pienso que pronto, muy pronto, nos liberaremos de aquel yugo, y podremos ser unas personas normales, otra vez. Iré a la escuela y Adriana seguirá a mi lado.

IX

Ya era casi la medianoche cuando Adriana encontró mi cuarto. Aquí es, se dijo. Sacó la llave maestra que había robado al enfermero de turno y abrió mi puerta. Ella también quería que todo esto terminara, quería de vuelta su clavel azul. Lo que no sabía si en realidad quería, era eliminar todo vestigio de aquella experiencia que había vivido hace algunos días en este hospital. De lo que sí estaba segura era de que, aún cuando no lo pudiera olvidar, iba a quedar para siempre en su corazón, guardado bajo siete llaves.

-Por fin, ya nos estábamos quedando dormidos- le dijo la niña, que ya había llegado a mi habitación. El intruso cerró la puerta tras ella. Había llegado el momento.

-¿Dónde está mi clavel azul? – dijo inmediatamente Adriana, angustiada. La niña la miró fijamente a los ojos, mientras el intruso me levantaba de la cama y me hizo caminar hasta quedar al frente de Adriana.

-¿No lo reconoces entonces? ¿Es que acaso no lo puedes ver?- y acto seguido, la niña empezó a reír, divirtiéndose con aquella escena.

Adriana me miró fijamente. Y de repente, algo empezó a cambiar dentro de mí. Me sentí atrapado por su mirada, hasta sentir una alegría que jamás había sentido. Una lágrima corrió por su mejilla izquierda hasta que por fin, me reconoció.

-Ha pasado tanto tiempo- le dije, casi sollozando-

El intruso se interpuso entre nosotros, evitando aquel abrazo que tanto necesitábamos. Yo, el clavel azul, indefenso, esperaba que aquella hada que me crió desde pequeño, ahora me salvase de la niña. Pero ahora que estábamos juntos, sabía que no podríamos separarnos jamás.

-Él morirá y no volverá a existir. Te permitiré estar con él hasta el fin de tus días, siempre y cuando tú aceptes quedarte aquí, con él- sentenció la niña. El intruso miraba toda la escena tranquilo, con la misma ternura de siempre.

-¿Qué pasará con los demás?- dije. Y la niña cambió su rostro sonriente a una expresión fría y después, un largo silencio.

Lo que en realidad quería la niña es que nos convirtiéramos en sus esclavos. El hada aceptaría ser humana y yo también, y el jardín se pondría triste y ella podría reinar en todo lugar y tiempo. Eso haría que los seres humanos se convirtieran en sus súbditos y luego, poder castigarlos en venganza de lo que le hicieron a ella cuando fue humana. El rencor que habíamos descubierto en su mirada era terrible.

Aunque Adriana nunca había querido ser un hada, ya lo era. Y sin embargo, no podría ser un ser puro, debido a que su cuerpo había sido ya visitado por el placer, ese placer que nace de la curiosidad y del deseo. Una tentación que ningún hada puede experimentar, para mantener los más bellos deseos que tanto la humanidad necesita.
Comprendí por completo ahora mi depresión continua y porqué mi cuerpo no me respondía, porqué me sentía tan solo, el porqué no podría jamás sentirme feliz hasta ahora que, una vez descubierto a Adriana, podría serlo. Yo era su clavel azul, el que tanto había buscado, y la niña había jugado con nosotros a su más terrible antojo.

El momento de la verdad se acercaba. Miré a Adriana por última vez. Estaba hermosa, su piel de durazno y su grandes ojos marrones. El largo cabello negro con chispazos de brillo que era como la noche de estrellas más hermosa en el mar atlántico. Su cuerpo seguía siendo hermoso, y sus manos eran delicadas y frágiles como los claveles que había sembrado. Ella me dio la vida y ahora era quien tenía el derecho de quitármela.

Un escalofrío terrible me invadió cuando Adriana dio su respuesta. Con los ojos llenos de lágrimas, vi cómo el intruso sacó la tijera de su abrigo. La niña preguntó si estaba segura de su respuesta, y ella asintió y luego se sentó al costado de mi cama, mirándome, no sé si con ternura, o con compasión. Te amo, le dije.

El intruso se fue acercando a nosotros con la tijera en la mano, mientras la niña sonreía divertida y acto seguido, se dio la vuelta, en busca de alguien con quien jugar, porque con nosotros, ya se había acabado.

X

Hemos quedado ya sin vida, en unos cuerpos inanimados. Nos mantendrán vivos hasta que por fin, como dijo la niña, dejemos de existir para siempre.

El intruso se quedará con nosotros, disfrazado de enfermero, hasta que ya no estemos aquí. Nuestros padres nos llenan de caricias y abrazos, sin entender el por qué preferimos quedarnos encerrados en un cuerpo sano y joven como el que Adriana y yo poseemos.

En las noches, cuando nadie nos ve, nos levantamos de nuestras camas. Recordamos el tiempo cuando éramos felices. Adriana volaba sobre el jardín de claveles y yo, el clavel azul la miraba divertido, disfrutando de su canto y de las gotas de rocío que el cielo nos regalaba. En otras, lloramos pensando en el triste final de nuestro jardín, y rogamos al cielo nos dé otra oportunidad de nacer y poder rehacer nuestro precioso jardín, y que la niña jamás vuelva con nosotros.

El intruso nos observa y sabemos que en realidad no es malo. Pero está condenado, al igual que nosotros, a ser esclavo de la niña. Debe de ser un padre condenado a una terrible penitencia para salvar la vida de su hijo, o quizá un eterno enamorado destinado a sufrir hasta que su amada lo salve de su dolor. La niña es mala, me dice Adriana, mientras me acaricia el rostro, cura las heridas que me hice y me da un beso antes de volvernos a acostar y quedarnos quietos hasta la noche siguiente.

Gabriel partirá rumbo a otro lugar. Ya no quiere estar ahí. Es una historia imposible, se dice, y se trata de convencer, pero sabe muy bien que ha sido real. Nos viene a ver por última vez, y nos da un beso en la mejilla. Lo siento, lo siento mucho, nos dice y promete volver cuando tenga el remedio a nuestro dolor.

-Prometo buscar a la niña y hacer que les devuelva su libertad- dice. El intruso le abre la puerta y él, cogiendo su maleta, sale sin mirarnos, con lo ojos llenos de lágrimas. Su primer fracaso, tal vez.

La niña seguirá jugando, y nosotros seguiremos viviendo hasta que nuestras fuerzas nos lo permitan. El intruso seguirá vigilándonos, y vigilando a todas las víctimas de aquellos terribles juegos que la niña les impone y condena.

Fin.

Texto agregado el 16-06-2008, y leído por 248 visitantes. (2 votos)


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16-06-2008 Me gustó. 5* ZEPOL
 
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