Símbolos muertos
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Carlos estaba espantado porque lo habían dejado a solas con Ulises. Aunque estaba sedado, el joven tendido en la camilla tenía los ojos abiertos, y a cada rato se volvía a comprobar que el enfermero seguía sentado inmóvil; vigilándose mutuamente. El enfermero parecía murmurar entre dientes y Ulises creyó escuchar una oración entrecortada.
–Te estás dejando atrapar por las fantasías de los pacientes, Lucas –rezongó Aníbal, incrédulo, parado junto a Massei y sacudiéndole un brazo–. ¿No estás delirando? ¿Cómo va a ser posible todo eso que me contaste?
Ambos se volvieron cuando Lina suspiró y anunció, con voz grave:
–Ahí viene.
Juan bajaba con algo de torpeza como si no viera el camino y estuviera tanteando los escalones, saltándose algunos. Antes de que alcanzara el suelo, Lucas se desprendió de Aníbal y obligó a las dos mujeres a marcharse:
–¡Débora! Envía a Carlos para acá, y Uds. dos quédense encerradas en el consultorio de Aníbal.
Ulises estaba sintiendo la calma que iba bañando sus miembros y sumergiendo su cuerpo en un reposo agradable, aunque su mente le gritara que permaneciera despierto. Parecía estar envuelto en un mar tibio, en una cama húmeda, viscosa, que se movía al ritmo de su corazón. Las esquinas de su campo de visión se iban borroneando, dando lugar a una calma roja que se iba oscureciendo.
Carlos se levantó. Un escalofrío recorrió su espalda en cuanto comenzó a escuchar el zumbido grave, y retrocedió dos pasos antes de que la puerta se abriera de golpe.
–¡Santa madre de dios! –exclamó, tomándose el pecho.
Lina sintió el mismo sonido que la había inquietado arriba y la fuente parecía ser Ulises. Mientras Débora le explicaba la enfermero que debía ayudar a los doctores a contener a un paciente, ella se acercó a la camilla y tomó la mano de Ulises. Este abrió los ojos, desenfocados, y al fin la miró, sorprendido, asustado.
–¿Tú lo oyes? –le preguntó con voz pastosa y débil.
Lina asintió.
–Estoy despierto aún pero la siento... la oscuridad viene por mí –continuó Ulises, con un tono escalofriante–. No era un sueño. No era la droga, es real.
Débora se sacudió el uniforme y declaró, para alejar el miedo que le daba:
–Está delirando.
Como lluvia resbalaban lágrimas por el rostro lívido del joven. Era inmensa la pena que sentía ante esa cosa oscura que lo envolvía. Cuanto más cercano, el zumbido se convertía en un aullido crepitante y casi podía sentir en sus manos la sustancia viscosa que se disolvía a su alrededor, serpenteando y creciendo como una masa viva y tenebrosa.
La enfermera notó como crispaba las manos, apretando la de Lina hasta hacerle crujir los huesos, y corrió a sujetarlo. Ulises comenzó a convulsionarse, intentando escapar de sus ligaduras, y Débora le sostuvo la cabeza, pero apenas tocar su piel, un choque eléctrico se expandió por su cuerpo y cayó al piso.
El joven percibió que algo le había pasado a la mujer rubia y miró con ojos horrorizados a Lina, a quien apenas podía distinguir entre la penumbra roja que no le permitía ver más allá.
–Sólo está dormida –respondió Lina sin inquietarse y agregó, sujetando la mano que temblaba de tanto esfuerzo–. No debes temer. No debes resistirte. Eso no te va a tragar, no te va a hacer daño.
Mientras tanto, Lucas y Carlos trataban de resistir el embate de Juan, que no se dejaba tranquilizar tan fácilmente. Luego de arrancarse la camiseta y lanzar un alarido, se había deshecho del forzudo Carlos con un movimiento del brazo que lo tiró contra un sillón, por suerte.
–¡Jesucristo! –gimió el enfermero, poniéndose de pie con ayuda de Avakian–. Necesitamos algo que nos proteja del mal.
–¿Qué, una cruz? –replicó el doctor–. Mejor una dosis de...
Juan había quedado inmóvil en medio del salón, esperando. Parecía estar atendiendo a lo lejos, pensó Lucas, sintiendo al mismo tiempo al par que hablaba detrás de él. Protección del mal, era una tontería pero... Al parecer le habían respondido del otro lado y Juan siguió avanzando, topando a Lucas y sacudiéndose la jeringa con que Avakian trató de paralizarlo.
–¡Hay que detenerlo! –gritó Lucas, tomándole el brazo izquierdo.
Carlos se aferró del otro y a pura fuerza lograron pararlo un momento. La droga no hacía efecto, consideró Avakian, asombrado. Los ojos rodaron en sus cuencas y Juan, o la cosa que lo poseía según Carlos, se fijó en él. Abrió la boca y aulló. Las bombitas estallaron y quedaron a oscuras. Avakian sintió algo que lo golpeaba en el pecho. Juan había logrado desprenderse de Lucas y tiró al más viejo al suelo. Lucas le dio una cachetada y eso atrajo su atención. Juan se detuvo y se volvió en su dirección.
–¿Estás bien? Aníbal, llama al guardia por radio, no podemos solos –gritó Lucas, al mismo tiempo animando al enfermero–. ¡Vamos Spitta, ayúdame a llevarlo hacia ese cuarto!
–¿Al depósito? –replicó Carlos, extrañado.
Mientras Aníbal se incorporaba todo adolorido por haberse dado las costillas contra una silla en su camino al suelo, los otros dos se esforzaban en dirigir al frenético Juan hacia el almacén de materiales. La última opción antes de que terminara encerrado de por vida por su ataque, aunque parecía una locura, podía ser el símbolo pintado en esa puerta. Lucas giró el picaporte, poniendo un poco de esperanza en lo que había dicho Vignac; Carlos empujó hacia adentro a Juan y los tres quedaron encerrados en el pequeño cuarto.
La bombita se encendió de forma automática. Juan dio contra el piso y Carlos lo mantuvo en esa posición usando una llave de lucha. Lucas se volvió y ante sus asombrados ojos, descubrió que alguien había borrado el pentagrama. Puso sus manos, boquiabierto, sobre el manchón rosado que era lo único que quedaba.
–¡Parece que va a explotar! –avisó Carlos palpitante, sintiendo que debajo de él la gran masa corporal temblaba.
Un segundo después comenzaron a caer cosas de las estanterías. La bombita se fundió y Lucas se tuvo que agachar para evitar los proyectiles que volaban por el cuarto. La ventana crujió y una lluvia de cristales los bañó, como si la hubieran roto de una pedrada. Junto a su pie había rodado una lata. Lucas la tomó y miró indeciso la lata de aerosol rojo. Por fin se levantó y volvió a pintar sobre la puerta la estrella de cinco puntas.
–No debes temerle –repitió Lina junto a su oído, al tiempo que una ola negra lo cubría, tragándoselo por completo.
Completó el círculo. Carlos tenía los ojos cerrados con fuerza y repetía una letanía que Lucas reconoció y le hizo sonreír, histérico. De pronto todo estaba en silencio, el aire frío de la noche se colaba por la ventana rota, y sus pasos crujieron sobre pedazos de vidrio y lápices tirados. Avakian entreabrió la puerta y asomó la cabeza; venía acompañado de un guardia y otro enfermero. Dirigieron la luz de una linterna, iluminando a Juan. Este pestañeó por la luz y miró al doctor Massei, desorientado:
–¿Qué pasó? –murmuró, al despertarse en un lugar extraño, con Carlos encima de él, sin camisa, en el piso frío.
Como Juan, Eduardo despertó de su pesadilla como si nada, y el resto siguió durmiendo hasta que con la luz del día, todos sus sueños malos se esfumaron y nunca recordaron nada. Encontraron a Débora dormida y a Lina tranquilamente sentada junto a Ulises.
Lucas corrió hacia ellos y le tomó los signos al joven, temiendo, dada la serenidad absoluta que reinaba, que hubiera pasado lo peor.
–Está bien –suspiró, luego de constatar que sólo dormía.
Recogió a la enfermera del piso y se volvió a Lina, crispado por su aparente impasibilidad.
–Los seres humanos son seres de luz y de sombra –murmuró ella, antes de que pudiera preguntarle nada–. A veces sale la parte oculta, su otra naturaleza. En algunos lugares y momentos del año en especial.
Coincidía bastante con la explicación que le hubiera dado Vignac, pensó Lucas, sintiendo en el muslo la presión de las hojas de papel que tenía en el bolsillo.
–A ti no te afectó –replicó él, dudando ahora de las supersticiones que minutos antes le parecían ciertas.
–Yo tengo una sola naturaleza –replicó ella.
Alguien gimió, desviando su atención. Débora se estaba despertando, despistada y con dolor de cabeza, preguntándose cómo se había quedado dormida en esa situación.
Lo que Lucas más temía después de toda esa aventura, era caminar por la clínica y ver que todo estaba en orden, ninguna lámpara o cristal fuera de su lugar. Para su tranquilidad mental, encontró un gran desorden en el salón y en el pasillo de arriba. No todo era un sueño.
Pero quedaba mucho por descubrir y lo inquietaba. ¿Quién había limpiado el pentagrama de la puerta? ¿Fue una casualidad o había alguien estaba planeando en su contra? Lina seguía siendo la principal sospechosa, ahora porque no había sido afectada y sus palabras le mostraban que podía conocer tanto de ocultismo como Vignac.
Se detuvo a contemplar los destrozos del cuarto de materiales. Un rayo de luz matinal asomó por la abertura ahora sin el vidrio esmerilado, golpeando en el techo, y a medida que el sol subía la luz descendió hasta la puerta, cegándolo. Su sombra quedó delineada sobre el símbolo fresco que escurría su forma de estrella sobre la superficie blanca.
Salió a dar una última recorrida antes de irse a dormir un rato. Una limpiadora pasó lentamente, afanándose con el lampazo sobre el piso del salón. Carlos pasó por el corredor y le sonrió, satisfecho. El sol entibiaba de a poco los muros y la claridad mostraba que todo estaba tranquilo; parecía mentira que hacía un par de horas había pasado por el mismo lugar huyendo de uno de sus pacientes.
A las ocho llegó Tasse. Se había quedado preocupado, luego de volver a su casa, incapaz en toda la noche de prestarle atención a su esposa o conciliar un sueño tranquilo. Se apresuró a reunirlos en su oficina para decirles:
–Tengo algo muy importante que descubrí sobre dos pacientes. Parece raro pero Ulises y Eduardo... –Avakian y Lucas se miraron, y lo dejaron hablando solo–. ¡Pero...
Al rato apareció el comisario para traerles, según él mismo, buenas noticias. Habían hecho coincidir las huellas de dedos y dientes encontradas en Rodrigo Prassio y tenían a un culpable para su crimen. El policía se mostraba contento, a diferencia de Lucas, que tragó en seco, y Avakian, quien se tomó la cabeza, sintiendo que iba a tener migraña.
–El forense le sacó un molde a la herida que recibió el enfermero, el que lo dejó escapar... y coinciden perfectamente con las marcas del cadáver –explicó el comisario con expresivos gestos, haciendo gala de haber visto más televisión de la necesaria–. Luego se cotejaron las huellas digitales y, ahí lo tienen, el culpable es el mismo. Según la declaración recogida, el paciente Díaz, Celestino.
–¿Chacho? –exclamó el doctor Avakian, sobresaltando al funcionario.
Lucas escuchó apenas lo suficiente y se retiró a su consultorio, a descansar los ojos. Había creído que Lina era la culpable porque se creía vampiro, pero la joven ni siquiera había salido de su cuarto. Se sintió culpable: por un prejuicio que había albergado sin conocerla, porque lo confrontaba o no lo admiraba tanto como los demás, estaba inclinado a creer lo peor de ella. Sacó las fotocopias para volver a estudiarlas. ¿Tenía razón Vignac o sólo estaba cegado por sus ansias de venganza? Tenía que saber la verdad, de alguna manera.
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