Había dormido tan mal esa noche, que no sabía realmente si me había despertado o no. Se ve que el colchón no era demasiado bueno. Por suerte había traído mi almohada, asegurándome así no contracturarme el cuello. Pero no pude evitar el resto de los dolores en la espalda.
Los demás seguían durmiendo, así que bajé de la cama lo más despacio y silenciosamente posible y fui al living.
Me preparé una tostada y puse la pava al fuego. Como pasa comúnmente con pavas ajenas, nunca sabes exactamente cuando está a punto de hervir el agua. Por eso permanecí parada al lado de la hornalla, levantando la tapa cada dos por tres. Con mi tostada y el mate a punto me senté en la cabecera de la mesa de madera maciza y rústica, no sin antes abrir de par en par, las cortinas de tela, dejando ver de fondo el magnifico paisaje.
Una vez que mis ojos se acostumbraron a la gran claridad que inundó el recinto, me quede contemplando la típica postal que se vende en tiendas y aeropuertos, mientras desayunaba. Creo que fue en ese momento cuando comprendí porque cobraban más caras las cabañas con vista al lago. No es que antes no lo hubiese entendido, es que ahora, viéndolo frente a frente, en el silencio del living y sin otra distracción, lo pude sentir. Fue una conexión directa. Contemplé cada uno de los pinos, primero los que estaban más cerca, que parecían miles de veces más grandes que los del fondo. También los pinitos de ramas más delgadas y de un color ocre, bien otoñales. El lago iba abrazando las distintas bahías, y su calmo pero enérgico movimiento en el agua, daba cuenta del viento que viajaba por el aire.
Como límite superior, las nubes que se confundían con las montañas del fondo. Hasta me pareció ver un dragón que asomaba la cabeza y luego se sumergió en el lago, dejando ver su gran cola detrás. Me froté los ojos y volví a fijar la vista en el lago. Pero no lo volví a ver. Seguramente sigo durmiendo, pensé. Y volví a la cama.
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