LA FOTO.
Los sesentas estaban en su apogeo. Manuel trabajaba en una tienda de donas; sí, de donas. Lo hacía durante las noches para ahorrar las colegiaturas de la escuela donde pretendía realizar su carrera de odontólogo. El pobre muchacho se mataba trabajando por unos cuantos pesos que le permitieran cumplir su sueño. No todos pensaban que aquello fuese una buena idea, no el trabajar, ya que nada forma mejor a un hombre, que el trabajo duro, opinaba su padre; sino la idea de desperdiciar de aquella forma ese dinero; tan útil para los gastos de una casa de doce hermanos, un equipo de fútbol completo, con banca y todo. ¡Si el muchacho era una piedra! su única gracia infantil había sido el poder amarrarse las agujetas solo ¡A la edad de ocho años! Mas con todo y todo, Manuel insistía tenazmente en aquella empresa.
Siempre llegaba temprano, iniciaba quitando los periódicos del piso, barriéndolo concienzudamente, demasiado a conciencia decía el gringo dueño de la mejor, tal vez por ser la única, tienda de donas del sur de Tabasco. Después de dejar reluciente hasta el último rincón, comenzaba a extender los periódicos limpios en el piso, ello con la finalidad, de que éste no se manchase con las labores propias de la elaboración de la donas. El negocio era una maravilla, una bendición para su propietario. No había una sola persona en el pueblo que no les hubiese probado. Los fines de semana la gente se amontonaba afuera esperando turno para poder entrar y llevarse a casa unas deliciosas donas de “Las Glorias de Lincoln”. El güero estaba obsesionado con una idea que sólo a un gringo loco se le podría haber ocurrido, la cual había bautizado con el para todos incompresible nombre de “fast food” cuya teoría era, que en menos de diez minutos, las donas pasaba de ser pedidas a ser elaboradas y consumidas; pero la verdad era otra. Cuantos de ellos no hubiesen preferido saborearles ahí mismo, pero el caso es que el lugar estaba tan repleto de gente, que una mujer embarazada, bien podía dar a luz, amamantar y estar lista para llegar a su muchacho al colegio, en el turno de esperar una mesa desocupada. -No barras tantou, qui hay gente esperandou- decía el gringo al ver como la escoba pasaba y repasaba y volvía a pasar, por si las dudas, sobre el piso. Pero si ver barrer a Manuel, era un tormento chino; verle acomodando los periódicos, era el mismísimo purgatorio. -No don Miller, usted no puede hacer eso; sería una verdadera desgracia, yo sé lo que le digo.- Le respondían todas y cada una de las personas con las cuales llegaba a comentar la idea de mandar a Manuel a hacer donas, pero a su casa. Claro, lo que nadie le decía al güero, era que él no podía hacer eso, ya que no fuera a ser que el pobre muchacho, se apareciera a la puerta del negocio de alguno de sus defensores pidiendo trabajo, lo cual; sí sería una verdadera desgracia.
Siendo así las cosas, era todo un espectáculo ver como el joven futuro estudiante de odontología, se pasaba horas enteras acomodando los periódicos. -Los qui los escribir si tardar menous- replicaba Don Miller una y otra vez, jornada tras jornada.
Así fue como un día se topo con ella. La hoja del periódico hablaba sobre la feria de belleza de la región, mostrando en un recuadro, una gran y nítida foto de la encantadora mocita ganadora de ese año. Dos lunas llenas pasaron antes de que el acomoda periódicos lograse reaccionar, lo cual ya había despertado la alarma de casi medio poblado; que a últimas fechas, asistía más a ver al muchacho ahí petrificado, escurriendo baba, que a comer las donas que ya habían pasado a segundo término, pero no por eso dejaban de venderse. El gringo consideraba las ganancias del fenómeno contra los inconvenientes de pagar salario a un empleado que no hacía más cosa que escurrir baba día y noche, en una loca idea a la que llamó: costo-beneficio (¡No, si ese gringo era un portento para eso de poner nombres¡). Llegando a la conclusión de que le resultaba más económico el que no hiciera nada, a que intentara hacer algo. Después de todo, lo que pudiese haber realizado en su año y medio de acomodador de periódicos, ya lo había logrado, aumentar la clientela, ya de por sí tan amplia.
Al salir el muchacho de su éxtasis, cosa que nadie esperaba ya, no sólo tenía la boca seca así como los ojos hinchados y rojos como dos tomates, también poseía una buena cantidad esperando a ser pagada ¡el salario de casi dos meses! y un pequeñín bono por comisiones. Tal fue el efecto del suceso, que tiempo después, don Miller se la pasaba quejandose por el despertar del muchacho, planeando mil y un estrategias “...tal vez un sartenazou” llegaría alguna vez a pensar; con la finalidad de volver a dejarlo en calidad de estatua viviente.
Cargado con una cantidad de dinero, que nunca antes había visto toda ella junta en su vida. Manuel caminaba con la convicción de lograr una sola cosa: el amor de su ángel moreno.
Esa noche, y muchas noches más, Manuel merodeó las cercanías de la casa de Claudia Taboada, la flor mas bella del estado; y ocultándose tras una enorme estatua localizada en el parque frente a la casa de la criatura beneficiada por el creador, intentaba observarle en alguna ocasión que saliera a realizar un mandado, quizá, o cosa similar; lo que definitivamente, nunca ocurrió.
-Si quieres, yo puedo hacer que vaya a la tienda a verte- dijo un día su amigo Arturo al tímido enamorado, quien guardaba con cariño y devoción, el arrugado y babeado recorte de periódico -pero vas a tener que darme para unas donas ¡eh!- concluyó éste. Manuel aceptó más que encantado, finalmente podría conocer a su amor, esa imagen fotográfica, tan divinamente encantadora, en carne y hueso.
La niña era un verdadero poema, un ángel ciertamente. Llegó un sábado por la mañana a la puerta de “Las Glorias de Lincoln” acompañada del buen Arturo, haciendo que todas las miradas le identificaran inmediatamente. No hubo necesidad de esperar asiento, varios fueron los que se desocuparon para que hiciera el honor de sentarse la bella joven. Manuel le observaba, el caminar, la forma de sentarse, la celestial sonrisa. En ese momento los ojos de Don Miller brillaron de un modo tal, que pudo rentarse como faro en la costa, incluso pasados algunos meses (lo que le ayudo a sobrevivir por un tiempo después de lo ocurrido). El gringo sentía que el corazón le salía del pecho al contemplar la expresión en el rostro de su empleado, estaba hecho, las verdaderas glorias de Lincoln, estaban apenas por comenzar a verse. Pero el sueño se esfumó como vertiginosa libélula, los gritos podían ser escuchados de extremo a extremo de Tabasco. No sólo era bella esa criatura, pues deberemos aceptar, que tenía buenos pulmones; ya que no paraba de gritar mientras observaba fijamente el recipiente con chocolate en sus manos. La conmoción corría de un lado a otro. Pero tal vez Manuel no se dio cuenta de ello, así como tampoco, seguramente jamás supo, jamás se enteró, que la causa de todo ese horror, de todo ese espanto, era algo más que los pequeños trozos de fina repostería que él mismo había cortado para su amada: su propio dedo.
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