La gente en su mayoría piensa que por ser veterinarios amamos a todos los animales, y en su mayoría tienen razón pero les contaré lo que hace unos meses me hizo pasar del amor a los perros a un respeto que raya en el terror.
Fue una mañana de la primavera pasada. Una mañana fría, último vestigio del invierno, que todos saben fue bastante crudo el año pasado.
Yo acababa de levantarme, y como toda mañana, eché un vistazo a las habitaciones de mis hijos; Catalina de doce años y Andrés, que ese mismo día cumplía siete. Bajé al primer piso de la casa, donde tengo la clínica y revisé el estado de los tres residentes que tenía en ese momento; un poodle toy de dos años enfermo de una gripe muy fuerte y que tenía en observación, un gato callejero con la pata quebrada que una vecina considerada llevó a mi consulta. Digo considerada en cierto aspecto porque ella misma le había quebrado la pata al encontrar al gato hurgando en la basura de su casa. Y por último a un pequeño pero escandaloso loro que había comprado como regalo para Andrés por su cumpleaños. Al verlos la primera sorpresa fue darme cuenta de que el gato estaba arrinconado en su jaula, temblando, con el pelo del lomo erizado y que trababa de quitarse el yeso desesperadamente. El pobre animal estaba visiblemente aterrado por algo que yo no podía imaginarme.
Por otro lado, el perro estaba muy tranquilo durmiendo, al igual que el loro. Los dejé para preparar mi desayuno y el de los niños antes de despertarlos para ir a la escuela. Entonces, cuando terminaba de poner la tetera al fuego, en la bodega de las jaulas comenzó un pandemonium insoportable. Al llegar encontré que el gato, aún en su estado, trataba de salir de la jaula golpeando con rabia los barrotes. Otro tanto hacía el poodle toy, furioso, trataba de salir. El loro, por otro lado agitaba las alas y gritaba desesperado. Con el ruido que hacían no me sorprendió ver que mi esposa, Carolina, y mis hijos bajaban a ver que pasaba.
Llevé a mi familia a la cocina, dejando a Carolina tranquilizando a los niños, y volví a la bodega.
El gato se había quebrado el cuello y su cabeza colgaba por entre dos barrotes que a duras penas había logrado separar un poco. El loro estaba en el suelo de la jaula. Por la dilatación de sus pupilas de inmediato supe que el pobre animal había sufrido un ataque cardiaco. El perro en cambio, ya no ladraba, pero estaba en el fondo de su jaula gruñendo, mostrando sus pequeños colmillos con furia y con la mirada atenta a la puerta de mi consulta.
Seguí con la mirada la puerta y oí un débil sonido tras ella. Me acerqué poco a poco y a medida que lo hacía, trataba de agudizar el oído para determinar el sonido. Cuando ya casi llegaba, me di cuenta que era un pequeño gemido. El gemido de un perro pequeño, para ser más exacto.
Abrí la puerta y vi a un pequeño cachorro mestizo, de no más de dos meses, sentado en el felpudo de bienvenida que tengo para mis clientes. Miré en todas direcciones por la calle pero no había nadie. Ninguna señal de que alguien hubiese dejado al cachorro a propósito frente a mi puerta. Algo nada inusual, para ser claro. No poca gente deja animales que no desea o que encuentra abandonados, ya sea frente a la protectora de animales o frente a la veterinaria más cercana. A mí me ha pasado muchas veces.
En fin, tomé al cachorro en brazos y me di cuenta que temblaba. No sabía entonces si de hambre, frío o si estaba enfermo. Al darme vuelta para llevarlo a la bodega, mi hijo lo vio y corrió hacia mí. Mi esposa y mi hija le siguieron.
-Un perrito, un perrito-. Repetía Andrés acercando lo más posible el rostro al animal. Pero sin tocarlo. Él sabía que los animales que llegaban a la casa estaban enfermos y que no se debían tomar sin guantes a menos que yo le dijese que estaban sanos.
Carolina y Catalina miraban más allá del perrito y de mí. Volví la mirada a la calle y vi otro perro frente a mi casa, en la calle. Era un pastor alemán muy maltratado, callejero seguramente, de unos cuatro años.
Me dirigí a la bodega para poner al cachorro en una jaula, siempre con Andrés tras de mí. Pero no pude entrar. Antes de poner un pie en la bodega, cuando entré en su campo visual, el poodle toy comenzó de nuevo a ladrar con furia, rabioso. Incluso, llegaba a ahogarse de tanto que ladraba ese pobre perro. Mientras en mis brazos, el cachorro temblaba con más ganas. Entonces supe que el temblor era de miedo. De pronto el poodle se cayó. Me acerqué lentamente a la jaula, hasta que noté que el perro había caído desfallecido en el piso de su prisión. Muerto del esfuerzo, que sus debilitados pulmones y su corazón no soportaron. El cachorro había dejado de temblar, así lo puse en una jaula, cerca del gato muerto y fui a examinar al poodle toy. Entonces oí el grito de Catalina.
Pasé corriendo junto a Andrés y fui a la puerta. Encontré a Carolina abrazando a mi hija y a ambas mirando a la calle. Me asomé por sus hombros y vi al pastor alemán todavía de pie frente a la casa pero no estaba solo.
Aproximadamente treinta o cuarenta perros estaban con él y otros más llegaban desde todas las calles adyacentes. No temo exagerar si digo que de inmediato pensé en todos lo perros, domésticos y no, de Valle Paraíso, caminando hacia mi casa.
No sé cuanto tiempo estuvimos con mi esposa y mi hija de pie frente a ellos, paralizados, observando. Por las puertas y ventanas vecinas un sin fin de rostros se asomaban incrédulos, como nosotros, a observar el extraño suceso.
De pronto, el pastor alemán comenzó a caminar lentamente hacia nosotros. Tranquilo, con la cola baja y el hocico cerrado, sin dar señal alguna de amenaza. Llegó a la mitad del jardín. Los otros perros, más de cien, creo, se acercaron hasta la reja. Entonces, como si hubiesen recibido una señal inaudible o como si hubiesen estado de acuerdo comenzaron a gruñir, enrabiados.
El pastor alemán también gruñía pero no a nosotros. Su vista iba más allá de mí, mi esposa y mi hija. Seguí su mirada y descubrí que tras de nosotros estaba Andrés, con el pequeño cachorro en brazos. Con un espasmo de miedo, le arrebaté el pequeño animal y di media vuelta, dejándolo a la vista los perros que ya cubrían casi toda la cuadra.
El estallido fue horroroso. Traten de imaginar a más de cien, quizás de doscientos, perros de multitud de razas y tamaños reunidos y aullando al mismo tiempo. El único que no aulló pero siguió gruñendo fue el pastor alemán, que incluso dio un paso más hacia nosotros.
Carolina tomó a Andrés en brazos, Catalina se aferró a mi pantalón. Yo miré el rostro del cachorro que temblaba en mis brazos. Sus pequeños ojos negros brillando por las lágrimas, el diminuto triangulo de su nariz húmeda, su cuerpito peludo que aún no cambiaba el pelaje.
-Lleva los niños adentro-. Dije a Carolina pero ella estaba paralizada de miedo.
La miré a los ojos, hasta que tuve su atención.
-Lleva los niños adentro-. Repetí, lentamente. Ella asintió con la cabeza pero no se movió-. ¡Ahora!-. Grité.
Carolina apretó a Andrés contra su pecho y tomó la mano de Catalina. Comenzó a caminar hacia la cocina mientras mi hijo estiraba su pequeño brazo y sus ojos se llenaban de lágrimas.
-El perrito, mamá, el perrito-. Decía.
Catalina no miró atrás hasta que entraron a la cocina y cerró la puerta. Noté que ella también lloraba. Noté que yo lloraba.
Di media vuelta y encaré al pastor alemán, que ya casi estaba a mis pies y había dejado de gruñir.
-¿Por qué?-. Le pregunté, mirando sus oscuros ojos negros. Los otros perros dejaron de aullar y el silencio fue más insoportable que el aullido comunitario aquel.
El pastor alemán fijó su mirada en mis ojos y luego miró al cachorro, que extrañamente había dejado de temblar. Por mi parte, miré a la masa informe de pelos, ojos y hocicos que estaban atentos a cada movimiento mío.
-¡Está bien!-. Les grité y miré de nuevo al pastor alemán.
Lentamente bajé los brazos, evitando ver de nuevo el rostro del cachorro, y cerré los ojos cuando sentí que el pastor alemán lo había tomado suavemente con su hocico. Con los ojos cerrados oí los pasos del pastor alemán alejarse de mi puerta. Al abrirlos, alcancé a ver cuando doblaba el cuello hasta casi tocar el suelo y lo erguía rápido, arrojando al pequeño cachorro al centro de la masa peluda. No me avergüenzo de haber temblado cuando los enfurecidos canes se arrojaron sobre su presa. En cosa de segundos volvieron a calmarse y a mirarme fijamente. Dieron todos juntos un gran aullido que me hizo poner las manos en los oídos y comenzaron a alejarse poco a poco, retomando el camino por el cual cada uno había llegado. En cosa de minutos la calle estaba vacía, y en el centro de la acera apenas se podía distinguir una diminuta mancha de sangre.
Sólo el pastor alemán se quedó frente a mí. Avanzó unos pasos mirándome fijamente a los ojos y bajó la cabeza, como asintiendo mi decisión y tratando de aclararme que yo había hecho lo correcto. Dio media vuelta y se perdió de vista en una esquina. |