Por las noches, emprendía un viaje a la fantasía. Dormía los cansancios acumulados y en un rictus de gozos, entraba casi en un estado de trance.
Pronto, se veía en los frentes de un pequeño chalet de piedras y tejas, cuasi vulgar en la arquitectura, pero que despedía un fulgor tibio y dulce. Como si en vez de una morada, fuese la torta de la abuela, construida con la misma paz. Habitada con la misma paz. Perdonen si la comparación no es tan lúcida, pero no encontré una mejor forma de describirla, pero, es que así se sentía.
Acercándose al pórtico, los primeros bullicios lo envolvían en caricias, y el ingresar lo terminaba de transportar al éxtasis.
Unos pares de manitas se prendían de sus piernas, y a la desde la distancia, unos brazos un poco más grandes y torneados corrían hacia su pecho, como empujados por un magneto invisible.
Ella, la mujer más hermosa que podría haber pintado desde sus deseos, le rozaba las mejillas con dulzura y lo besaba casi como si le fuese la vida entera al hacerlo. El beso duraba existencias enteras. Como nacimientos y muertes acontecidos, como que Einstein tenía razón, y el tiempo definitivamente es curvo, porque un segundo eran mil años.
Soltarla era un suplicio, pero mayor es aun el suplicio de seguir aguantando mucho más tiempo el sostener sus pantalones en su lugar a razón de los jalones insistentes y continuados, de la bestia enana que desde debajo de su cintura, reclama el mismo grado de atenciones.
La eleva en sus brazos, acurrucándola entre sí, ensaya un simulacro de ahorcamiento lleno de ternura y en una contorsión plena de destrezas y un tanto reñida con el actual estado de sus articulaciones, se desase de ataches, abrigos y calzado, sin molestar, ni soltar su carga. Es preferible soportar las roturas parciales o totales de sus miembros, a la de tímpanos que podrían llegar a ocasionar los berreos del monstruito a babuchas.
El sillón tenía delineadas ya sus formas. Casi como que también lo estaba esperando con las mismas y tantas ansias que el resto de los componentes que habitaban esa casa. Y, a propósito, jamás, pero nunca jamás, tuvo la decencia y educación de saludar a los ojitos que desde la pecera envidiaban participar de las recepciones diarias.
Un dictatorial llamado a la mesa, suspendía de plano toda sesión de juegos y torturas cosquilléanas, entre lamentos y quejas de la pequeña torturada, y aun los del entremetido sillón.
La cena era un juego más, y ahora la mayor de las damas era la quejosa. Y justa razón tiene. Después de todo, seria a ella a la que le tocaría encargarse de las manifestaciones artístico-culinarias que terminaban decorando los alrededores de mesa y ropas. Igual, para ser justos, él colaboraría permitiendo que la mitad de la losa llegara sana a la cocina. La otra mitad, normalmente, era perdida en el camino a esta.
El gnomo, no tardaba demasiado tiempo en caer en un letargo plagado de babitas en la comisura de los labios. Siempre acompañado por un rítmico sincopado murmullo mezcla de ronroneo y ronquido. Él entones la levantaba en brazos y la llevaba a su cuna, cuna que por cierto ya apenas si podía contener los tamaños ya bastante más desarrollados que el día que fue estrenada por primera vez.
Y ella, mientras, comenzaba el clima, haciéndose la disimulada, como desinteresándose de lo que sabía, quería, y esperaba fuese a pasar. Sin velas, pero con su misma luz. Sin música, pero con la misma romántica melodía flotando en el aire. Sin champagne, pero paladeando su sabor desde aquel día por primera vez. No era necesario repetir los rituales, estos estaban ya estigmatizados en ambos. No era necesario forzar situaciones, ya estaban seguros, convencidos que lo que cada uno de ellos sentía por el otro, valía de por si más que cualquier gesto o preparación. Que cualquier detalle. Porque mirando dentro de sus ojos, esos detalles quedaban en evidencia. Porque aun, sin hacer el amor todos y cada uno de los días, en el abrazo antes de cerrar los ojos, antes de apagar el consiente, se dibujaban las formas del complemento. En perspectiva, una única forma y un todo.
Él estiraba cerrar sus ojos. Los esfuerzos eran titánicos para escapar al cansancio y mantener el momento, perpetuo e infinito en los tiempos, aun sabiendo que al otro día, y al día siguiente a este y al otro, solo tendría que volver a conciliar el sueño, y una y otra vez ellas volverían nuevamente a su vida. Todo, y hasta, su sillón, volverían a estar allí, nuevamente con él.
Por las mañanas, estira el brazo hacia el otro lado de la cama en un gesto reflejo. La desesperación que le devuelve el frió y el vacio, también es instantánea. Se recupera en un par de segundos, y aun sin ganas, ya casi sin fuerzas para seguir, sale de la cama con movimientos aletargados.
Es domingo. Un domingo mas e igual a tantos otros. Primavera y de sol, pero él no logra distinguirlo. Hace ya mucho, demasiado, que sus domingos, y también el resto de sus semanas, están teñidos de un gris brumoso y melancólico.
El camino lo arrastra, lo jala inmisericorde hacia el páramo de gramillas cortadas con esmero. En el trecho del final los mármoles sobresalen y ahí lo esperan. Siempre lo esperan.
Entrada la noche, emprende su viaje a la fantasía. Ya puede cerrar los ojos...por fin.
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