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Tienes razón mi Chatita, nunca debimos de separarnos, pero ya estoy aquí de nuevo ¡A tu lado, por fin!
Pensé muchas veces, mientras andaba ausente, en lo contento que me sentiría cuando, al regresar, dijera esas palabras tan sencillas, tan simples; me imaginaba esa alegría que, al volverte a ver, me ensancharía el pecho como si mi corazón creciera y no me cupiera dentro y hoy, al encontrarme aquí de regreso, siento que ya no nos queda ni siquiera ese gusto, prietita… ni siquiera eso.
Pasamos tantas cosas juntos y nunca pensamos en una separación; Hubo muchas alegrías y también muchas tristezas, pero siempre las vivimos unidos ¡Qué caray! pegaditos en todo momento, dándonos valor el uno al otro en los momentos difíciles, como si fuéramos los dos una sola persona.
Recuerdo esas palabras que nos dijeron el señor cura y el juez, cuando fuimos a la ciudad a cumplir con el sacramento del matrimonio y que se me quedaron más grabadas que las lecciones que nos daba la maestra, la señorita Zenaida, cuando éramos niños, unas veces en el salón; otras a la sombra del fresno, en el patio de la escuela; esas palabras yo las escuché como si por la boca del señor cura y del juez hablaran el mismito Señor Jesús y el merito señor Presidente de la República, que son los que, para mí, tienen la más grande autoridad, ¿las recuerdas?: “Hasta que la muerte los separe”. Ese fue como un nuevo mandamiento para quedar unidos siempre, en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, felices siempre. En esos momentos me prometí que ni la muerte nos separaría jamás.
Luego, la vida nos fue enseñando que nuestras ilusiones no pasaban de ser como esos sueños que se imaginan con los ojos cerrados, pero que desaparecen cuando los abrimos y nos topamos con la realidad. .
Después de casarnos fui a pedirle a Don Hilario un pedazo de su tierra para sembrarlo a medias. Ser mediero, pensaba, es una cosa buena, a la hora de la cosecha se reparte la cantidad de grano recogido, en dos mitades; se entrega una al dueño de la tierra y se queda la otra para el que ha hecho la labor. Con eso y unas gallinitas que tuviéramos en el corral, habría suficiente para vivir hasta que la suerte nos favoreciera y nos consiguiéramos una cabrita… un marrano… una vaca… y, con suerte, más adelante, hasta un pedacito de terreno y otros animalitos para ir tirando mejor.
Don Hilario me sacó de mi error y me bajó de la nube; me explicó que, siendo la yunta de su propiedad y suya la semilla, sólo tendría derecho a una pequeña cantidad de grano y… lo tuve que aceptar, no me quedaba otra. Mientras, la íbamos pasando con esos trapos que tan bonito te enseñó a bordar la señorita Zenaida y que vendías cuando yo te llevaba a la ciudad.
Un día noté que algunos de aquellos bordados no los llevabas a vender, sino que los guardabas en una caja, sobre el banco que estaba en el rincón, al fondo de la choza. Te pregunté por qué y, cuando me los enseñaste, sentí como un nudo en el pescuezo. Tú agachaste la cabeza y un brillo de sonrisa, contenido apenas por tus pestañas, apareció un tu mirada, mientras la sangre coloreaba tus mejillas y te tocabas suavemente la cintura, como acariciándote. Tuve que voltear la cara para otro lado porque me dio vergüenza que los ojos se me llenaron de una humedad que brotaba sin poderla contener mientras buscaba, sin encontrarlas, algunas palabras que decir.
No te dije nada, pero desde entonces te quise de otra manera, como con harto agradecimiento y una gran admiración: casi con el mismo fervor que cuando iba a la iglesia y veía sobre el altar a la Virgen María, madre del Niño Jesús.
Pasaron los meses y tuve que ir a ver a mi primo Artemio, el que cada año iba al país del norte y regresaba con muchos dólares; le pedí dinero prestado para poderle pagar a doña Chole, la comadrona, cuando fuera a ayudarte a recibir a nuestro muchachito.
¡Cuánto sufriste entonces! Aunque no te quejabas, yo veía tu cara descompuesta, y empapada en sudor, mientras estirabas los labios en un gesto que buscabas que pareciera sonrisa para que no me diera cuenta de tus dolores. Esos momentos me parecieron como una eternidad y mi admiración creció por la fuerza que mostraste al parir a nuestro chamaquito.
Por último.
—Es niño — dijo doña Chole.
Y después de una pausa.
— Pero nació muerto — agregó.
Luego explicó que era por la nemia, o enemia, o anemia, o una de esas palabras que uno no entiende; y que había que llevarte a la ciudad a que te sanara la doctora Martínez en el hospital porque habías quedado mal y en peligro de morirte. Tu la escuchaste, pero te negaste a salir de la casa; dijiste que estabas bien y que no ibas a dejarme solo.
A partir de entonces nuestra vida se llenó de muchos silencios, esos silencios en los que, no habiendo palabras, se dicen hartas cosas. En esos silencios yo te prometí, en mi pensamiento, que nuestra vida iba a cambiar, que estaba dispuesto a trabajar, desgarrándome el cuerpo y entregando el alma para darte a ti, mi esposa y compañera, todo lo que otras tenían y que yo no había podido ofrecerte todavía; juré, sin decirte nada, que nuestra vida iba a cambiar de modo que olvidáramos todos los sufrimientos pasados.
En esos días me enteré que mi primo Artemio se iba otra vez al norte y fui a pedirle que me llevara con él.
—Para poder pagarte el dinero que te debo —le dije.
Y para comprarle todo lo que a le hace falta a mi Lupita, pensé.
— Por el dinero de la deuda no te preocupes, primo, haz de cuenta que no me debes nada; pero que te vayas conmigo pos…está cañón — me advirtió — la pasada es difícil y se necesita mony para pagarle al pollero, y luego, pos hay que saberle buscar al otro lado; allá se trabaja muy duro. Ora, por el dinero para el pollero, don worry, te lo puedo prestar también; sé que me lo pagarás, pero piénsale. Allá si que te sobas bonito el lomo hasta quedar agotado, primo. Yo me voy esta noche. Ay tú dices.
Hablé contigo y, sin hacer comentarios, me viste fijamente durante largo rato, con esa dolorosa tristeza que se quedó fija en tu mirada después del nacimiento de nuestro muchachito muerto; agachaste la cabeza y con voz débil me preguntaste si podías quedarte en la casa de tus tatas mientras yo anduviera lejos. Te contesté que si. ¡Claro que si! Nomás faltaba que yo fuera a dejarte sola.
Esa noche salí con Artemio hacia un pueblo cercano. A un lado de la plaza estaba un camión de esos de redilas; la cabina estaba vacía, pero arriba, en el lugar de la carga, estaban ya varios paisanos. En una banca cercana había dos hombres hablando..
—El que está sentado en esa banca es el pollero; el que está parado platicando con él es el chofer — me explicó Artemio señalándolos con un movimiento de cabeza —voy a tratarles el “bisne”. Aquí espérame.
Me quedé a unos metros de distancia, sin quitarles la vista de encima, la plaza estaba ya oscura y sola. Vi cuando Artemio les entregó el dinero, luego me hizo una seña y me acerqué.
—Súbanse — nos dijeron y obedecimos.
Ya había mucha gente arriba y algunas mujeres — después supe que eran tres y una de ellas cargaba un niño.
Nos empujaron entre la bola.
— Ya estamos completos, vámonos. No intenten salir del camión y, vean lo que vean; oigan lo que oigan, quédense callados porque se la van jugando. Si nos detienen, déjenme hablar a mí — advirtió el pollero — ¿Okey?
Todos guardamos silencio.
Apretándonos unos a otros logramos sentarnos en el piso y empezó a correr el tiempo.
Ese fue el principio de aquel maldito viaje que quisiera no recordar. Horas y horas en las que el hambre, la sed, el miedo y la falta de movimiento fueron creciendo y pasando de una simple incomodidad a un tormento que nos hundió en un pesado soponcio que hasta llegó a hacer delirar a alguno.
Muchas horas después — ya no supe cuántas — nos bajaron del camión. Era de noche otra vez.
—Ya estamos en la frontera —dijo el pollero — bájense rápido y esperen en esta plaza. Que no los vean andar en bola; procuren estar desparramados sin llamar la atención; vamos a llevar la troca al taller para revisarla y a cargar gas. Más tarde vendremos para pasarlos al otro lado.
Ahí nos quedamos toda la noche hasta el día siguiente, acurrucados entre las matas del jardín, ateridos de frío, atosigados por el hambre y la sed, pendientes de los que habían prometido regresar a cumplir el trato.
— Ya verán como regresan — aseguraba Artemio — no es la primera vez que vengo con ellos y nunca han sido capaces de dejar a la raza abandonada.
Al día siguiente, cuando ya algunos habíamos perdido la esperanza, apareció un desconocido que, como si nos adivinara el pensamiento, nos preguntó si queríamos que nos ayudara a pasar la frontera y nos pidió otros billetes más. Artemio me hizo fuerte otra vez con el dinero y, ya arreglados, nos llevaron al lugar por donde tendríamos que cruzar.
Todo pasó como en una terrible pesadilla: atravesar el río, a la luz de la luna, agarrados de una soga y levantando en alto, para no mojarla, la ropa que nos habíamos quitado; a la mitad de la corriente, el grito de la mujer al soltarse de sus brazos el niño y verla lanzarse de inmediato tras él, en un intento desesperado por alcanzarlo; recuerdo las miradas indiferentes o aterradas de quienes no quisimos o no pudimos intentar salvarlos y el grito con el que alguien nos ayudó a evitar remordimientos al tranquilizar nuestras
Conciencias, gritando: “Nadie se suelte, la corriente los va a arrastrar a la orilla y ahí van a salir”; luego, llegar a tierra, vestirse y empezar a caminar con el cuerpo engarrotado por el frío y el pavor; el dolor en las coyunturas; la resequedad en la garganta a pesar de caminar empapados y, repentinamente, la aparición de una patrulla que provocó la aterrorizada estampida. Lo último que recuerdo es un impacto en la cabeza que me hizo perder el equilibrio y un estallido de luz que me deslumbró primero y me cegó y hundió en una profunda oscuridad, después.
Pero ya estoy aquí, de nuevo a tu lado, chatita, ¡por fin! y quiero que sepas que nunca más volveremos a separarnos.
Es cierto que no vine por mi voluntad; tienes razón, chaparrita, estoy aquí gracias a mi primo Artemio. Tengo que agradecerle a él que fue quien hizo los arreglos para que me trajeran a tu lado del que ya nada ni nadie podrá separarme.
Ya están terminando de cavar la fosa, donde depositarán mi cuerpo, junto al tuyo, en este cementerio en donde estaremos, con la bendición de Dios ¡Juntos para siempre!

Texto agregado el 12-06-2008, y leído por 338 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
14-06-2008 jejeje me gusta muy mexicano su estilo oiga pa hablar y pa impregnar de alegrìa y reflexion justa... luzyalegria
13-06-2008 un cuento muy bonito. me gusto muchisimo. felicitaciones carolina52
13-06-2008 Así lo has dicho, JUNTOSPOR SIEMPRE, me encantó tu cuento Amigo, cuidate mucho y ¡¡Sonrie!! es mejor una sonrisa, que una carcajada. Aprendizdepoeta
13-06-2008 Un cuento cargado de emoción. Muy bello y profundo. soledad333
12-06-2008 UN CUENTO TRISTE Y AMOROSO, CON LA IMPRONTA DE TU TALENTO divinaluna
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