OJOS PLANOS
La tristeza volvió a consumir a Cristina, como tantas otras tardes de hastío y aburrimiento, sin que nadie lo notara. Sentía lejos, casi ajenas, las pequeñas voces infantiles y la vida exterior. Pero ella seguía en su capullo, esperando la brisa tibia que marcase el final de su metamorfosis; mientras tanto se bañaba en la luz azul de la pantalla.
Hasta que la araña tejedora había extendido sus sedas virtuales hasta su casa, sólo había sido una de esas personas grises, con bordes difusos, sin alegría propia. Y de pronto … La conexión con el mundo exterior era tan simple, bastaba unos tonos casi musicales del teléfono y un chirriar del módem para que los límites de las distancias se perdieran.
Al principio fue sólo una exploradora tímida, que se aventuraba en los buscadores con palabras concretas y seguras; pero después se permitió alejarse de la orilla, dejando que sus dedos bailaran en las teclas una coreografía imaginaria y quimérica. En poco tiempo se transformó en una experta cibernauta.
Cibernauta. Le gustaba esa palabra, le daba cierto áurea verniana. Se imaginaba a sí misma como uno de esos intrépidos personajes que tanto admiraba por su determinación y por su sed de aventuras cuando era una niña. Cristina recordaba con exactitud muchos eventos de su infancia lejana y, ya sea por el dorado de los años pasados o por la inevitable comparación con el óxido de su presente, le dejaban una sensación de vacío cerca del estómago.
A su alrededor poco cambió, sin embargo, ella sentía que en su interior una pequeña llama casi olvidada empezaba a crecer, avivada por vientos fríos y por leña hecha de bytes. Su rutina seguía igualmente opaca, deslucida, la soledad seguía rascando su puerta como un perro hambriento, la presión de los deberes la agobiaba. Pero ahora tenía un escape, podía alejarse y vivir mil vidas diferentes siendo ella misma en todo momento.
“Las personas son como caleidoscopios.” Escuchó (mejor dicho leyó) esa frase en boca (mejor dicho en letras de colores) de alguien del chat que solía frecuentar algunas noches, y supo que era para ella. Caleidoscopios de colores. Con cada giro muestran una imagen nueva e irrepetible, combinaciones y diseños únicos, que varían en color y figura, pero que en esencia siguen siendo uno. Como la gente, como ella misma.
Había descubierto con el pasar de los días que muchas Cristinas habitaban en ella. Convivían una Cristina niña malcriada y bocasucia, con una Cristina que era una dama que a todo el mundo trataba de usted; estaba la Cristina buena amiga que daba consejos de abuela sabia, pegadita a una Cristina peleadora y buscapleitos; una de las Cristinas era poeta y junto con ella resucitaron la Cristina adolescente enamoradiza que alguna vez fue y la Cristina amante que había perdido en un enjambre de pasión al que ahora era su esposo. Encontró una Cristina con proyectos y otra Cristina llena de recuerdos de las que pocas noticias tenía.
A todas les ponía un nick o sobrenombre diferente, con ellas navegaba con su alma a la deriva conociendo otros nicks, intercambiando chistes y powerpoints emotivos, recetas y palabras mordaces. De pronto se encontró con una casilla repleta de mails de personas a las que jamás había visto a la cara pero que sentía dentro de ella, latiendo en su corazón solitario.
Día a día se alejaba más y más de la realidad, sus sentidos se adormecían, pensaba su vida en lugar de vivirla. Cada momento del día que pasaba alejada de la computadora Cristina lo registraba en su memoria y lo transformaba en cuentos, anécdotas, poesías, palabras huecas que “subía” a la red y distribuía metódicamente en webs de literatura, en redes grupales, entre sus contactos más asiduos. Y ansiosamente esperaba el feed-back, el resultado, los comentarios. Imaginaba a cada uno de sus virtuales interlocutores, sus gestos mientras la leían, trataba de adivinar sus consideraciones por anticipado. Estaba en medio de un enorme remolino del que, aunque desde afuera ya se lo estaban exigiendo, no podía y no deseaba salir.
Pero no todo era belleza en su nueva vida. Se agotaba en el intento de mantener tantas Cristinas viviendo en forma autónoma y la soledad seguía a su lado como un perro fiel. “¿Cómo puede ser que nadie note que todas ellas soy yo? Yo soy la suma de todas ellas y un poco más, ¿nunca voy a encontrar alguien que comprenda mi verdadera identidad?”
Fue entonces cuando casi por azar cayó en un sitio de literatura erótica. Curioseó un poco por morbo y otro poco buscando nuevos estímulos que la alejaran de esa nube sorda en la que se sentía presa. El primer cuento que leyó de Carlos la sacudió con una intensidad que la asustó, pero decidió buscar un poco más y encontró otros cuentos de ese autor. A todos los devoró con ansiedad, como un animal sediento. Sin siquiera pensarlo decidió mandarle un mail a ese “fabuloso escritor” con sus felicitaciones.
Cuando cerró la conexión esa madrugada sentía que su corazón estaba latiendo con una fuerza olvidada. Esas palabras parecían sacadas de su cabeza, esa forma de ver la vida tan a cielo abierto, tan tibia en la piel como en el alma. Metió su cuerpo frío entre las mantas, tratando de no rozar siquiera a su marido para no despertarlo. Su último pensamiento esa noche sobrevoló como una mariposa alrededor de un cuento de almas gemelas y separadas que había leído en la red poco tiempo atrás.
Cerca del mediodía revisó su cuenta de correo y se encontró con un nombre que no había visto antes. Su sorpresa fue mayúscula cuando se dio cuenta que era el autor de esos cuentos que tanto la habían perturbado la noche anterior. El mail que ella le había mandado fue una botella en el mar, nunca había esperado respuesta, sin embargo, ahí estaba titilando en su pantalla. Siguió palabra por palabra lo que decía, con el corazón temblando como un pollito asustado en su mano. No era más que una respuesta un tanto formal y circunstancial, nada personal. Pero para su burbuja de soledad fue un sacudón.
Apretó el botón que decía “responder”, esperó a que la pantalla apareciese y se quedó mirando horrorizada el cruel cursor que parecía marcar los pasos de una marcha funesta. Cortó la conexión pero dejó la computadora prendida.
Dedicó su tiempo a terminar tareas pendientes de la casa, pero cada tanto pasaba frente a la máquina y la miraba con una mezcla de miedo, timidez y respeto. Cuando cayó la noche preparó la cena, comió mirando fijamente su plato y respondiendo apenas con monosílabos inconexos la conversación que trataba de mantener su marido.
Ya cerca de la medianoche decidió que abriría su corazón finalmente ante ese desconocido que por alguna razón había puesto en letras muchos de sus sentimientos dormidos. Fue así como escribió un correo largo, lleno de reflexiones que nunca antes se había atrevido a poner en negro sobre blanco, con algunas muestras sutiles de sus viejas cicatrices y de sus deseos más sublimes. Se conectó a Internet y lo mandó.
Al otro día revisó su correo cerca de diez veces hasta que encontró el mensaje que tan ansiosamente había esperado. Algo en Carlos le evocaba imágenes oníricas, recuerdos de la Cristina poeta, sensaciones que habían estado escondidas bajo su piel demasiado tiempo.
Respondió a ese mail con otro, y después otros más, muchos más, y en cada uno de ellos escribía con la fuerza de todas las Cristinas desglosadas y vueltas a unir, tanteando el terreno y dejándose llevar por las olas de ese mar turbulento en el que estaba perdida. Nada le importaba que fuera de otro país, así hubiera sido de otro planeta. La concordancia de pensamientos y la inaprensible energía que emanaba de cada carta eran suficientes para ella.
Ella le contó detalles de su vida mientras leía en Carlos sus aristas más filosas; ella desnudó velo a velo sus deseos y fantasías guardadas bajo siete llaves, mientras leía en Carlos su soledad y la trampa de una rutina conocida; ella ventiló sus rincones húmedos y olvidados mientras leía en Carlos su añoranza de cariño y calor.
Entonces fue cuando leyó en él esa invitación al placer. A ella, a Cristina, alguien que estaba enterado de su verdadera cara la estaba induciendo para que se abandonara al indescriptible poder del amor animal. Cortó la conexión entre espantada y excitada.
La idea ya hacía rato que le rondaba la cabeza, había estudiado en que forma podía plantear un viaje a su país y las miles de excusas posibles para sus afectos de la realidad tangible. Porque para Cristina no existían diferencias entre realidad y virtualidad, sólo estaba la realidad tangible y la realidad de la pantalla.
Entonces decidió encarar la situación y plantearle a Carlos su decisión de ir a conocer la sonrisa de sus ojos. En su mail escribió: “Esta complicidad de contarnos todo, sin miedo, con la seria confianza de sabernos escuchados y acompañados. Como si nos abriéramos el alma y dejáramos salir a esa otra persona que vive en nosotros y con la que a veces charlamos en la noche antes de dormir. Esta sonrisa pícara de conocer qué sensaciones son esas que describís, encontrando costados vulnerables que nunca habían sido expuestos al sol, saboreando abrazos de consuelo y secando lágrimas de rabia. Espeleólogo de mis profundidades, me traes a la luz bellezas pálidas y fosforescentes que desconocía.”
El ímpetu y la angustia de ese mail desbordaba los parámetros posibles de la existencia. A partir de ese momento respiró solamente para recibir una respuesta que la alentara a tomar el paso final y el avión que la depositaría en los brazos del arrebato tantas veces idealizado.
Pero la repuesta se fue demorando, las evasivas eran evidentes y las vueltas dialécticas que Carlos ensayaba a manera de excusas eran cada vez menos convincentes. Hasta llegó a leer que ella, tan luego ella, había malinterpretado los correos de Carlos. ¡Como si eso fuera posible!
Ella le habló de su amor, de la necesidad de explorar su boca de miedo, de su ansiedad por sentir sus manos acariciando su cuerpo. Vacía de explicaciones sólo se atrevió a mandarle mails repitiendo una única frase como un grito frío y agónico: “¿por qué?” El dolor se le transformó en ira, sus correos se hicieron más violentos. Pasaba el día amasando su bronca para descargar su virulencia en puñales tipográficos con los que rogaba, amenazaba, lloraba, pedía y ordenaba.
En el éxtasis del despecho decidió hablar con Carlos. Tomó el teléfono y dejó un mensaje enredado, críptico y laberíntico. Su furia le dejó una cuerda sonando una nota persistente en su oído derecho y la garganta áspera.
Esa noche no cenó y por la mañana no tuvo fuerzas para levantarse de la cama. Cerca del mediodía el dolor de cabeza le apretaba las sienes y sentía miles de gusanos royéndole las entrañas.
Se dio una ducha tibia, se vistió con ropa limpia y decidió salir a caminar por la vereda del sol. Hacía casi un mes que no salía de su casa y sus ojos sentían estrellas punzantes frente a la intensidad de la luz. Dejó que sus pensamientos vagaran sin sentido y sus pasos la llevaron a un parque arbolado y fresco. Se sentó en un banco cerca de los juegos infantiles y cerró su mente a cualquier idea invasora.
Abrió la cerradura de su casa, entró, encendió la luz y cerró la puerta, todo en un movimiento continuo y fluido. Fue directamente hacia la máquina y la encontró encendida. Buscó la conexión, contó los latidos de su corazón mientras el servidor la ponía frente a su correo. No necesitó buscar en la libreta de direcciones, sabía su mail de memoria como si fuera un mantra. Sus dedos se movieron ágiles en el teclado para escribir una única palabra: “perdón”. No le puso título, simplemente apretó la tecla que decía send y esperó.
Cuando llegó el mensaje de rebote, diciendo que su dirección había sido bloqueada y que no se podía entregar el correo, aflojó toda su tensión y lloró.
Lloró su bronca, lloró su amor perdido, lloró por todas las Cristinas que habían sido liberadas sólo para morir en una hoguera irreal, lloró por ese vacío que con cada lágrima que derramaba se iba haciendo mayor y mayor.
Encontraron a Cristina sentada frente al monitor apretando el botón del mouse repetidamente, saltando de página en página sin siquiera ver. No pudieron apartarla de allí, tampoco pudieron obtener una palabra que explicara ese comportamiento.
Su marido dice que parece una mariposa en su crisálida, encerrada, silenciosa y quieta. Sus ojos, grandes y fijos, simulan ser tan planos como la pantalla que habría chupado su luz.
|