UNO DE AMOR
“Testimonio de la Inevitabilidad de Algunos Fenómenos tales como el denominado “Amor””, o de “La imposibilidad de las malas experiencias para enseñar una lección perdurable a lo largo de toda una vida”)
El campo. Si, el campo. Para estupefacción de todos sus allegados, el campo. El punto era minimizar las posibilidades de que volviera a suceder. Esto ya había colmado las expectativas de cualquiera, y era hipótesis mas que confirmada que era demasiado estupido o demasiado pensante (que viene a ser la misma cosa) para esto de las relaciones amorosas. No podía limitarse a sufrir como cualquier mortal, irse recobrando de a poco, volver a salir con los amigos bienintencionados que uno tras otro organizan interminables salidas de a cuatro, con mujeres aun mas incomodas que el, en el mejor de los casos. El mejor de los casos, porque en ultima instancia, hay una tacita comprensión. Hay una certeza mutua de que cuanto antes acabe esto mejor, y ahí ya no existe ninguna posibilidad de éxito en la cita, por su misma raíz si se quiere. En el peor de los casos, es fácil o esta esperanzada. Y le toca a uno decir que gracias, que se siente un poco indispuesto, que quizás otro día vuelvan a salir juntos. Y le toca a los amigos, una vez emprendida la retirada, decir que bueno, que quizás en otra ocasión, que ya vez como esta de mal, aun no se recupera, que le vamos a hacer.
Pero el no puede, ya lo permitió una vez y prefería el confinamiento al patetismo, el aislamiento a la conciencia de indignidad, de vulgaridad.
Ella había llegado en un momento esperado. No había tenido absolutamente nada de maravilloso. El buscaba una mujer y ella buscaba un hombre, se conocieron y san se acabo. Nada de historietas románticas, eso pasa solo en las novelas o en la vida de los que inspiran las novelas. El fin fue algo parecido. Sin pena ni gloria. Ni siquiera tuvo la deferencia de hacerlo sufrir. De dejarlo con una nota dramática, con un portazo después de una discusión o fugarse al África con algún antropólogo o medico voluntario de la cruz roja o con un profesor de salsa cubano, nada. Lo sentó en la mesa de cocina (la cocina de los dos), le dijo que las cosas no estaban bien, que así no, que no gracias, que ya era tarde, no sos vos soy yo, necesito otras cosas, y con la mas fría lógica se mando mudar. Protocolar, lógica, comprensiva, complaciente. Guarda cierto parecido con los secuestradores sardos, esos que están de acuerdo en todo lo que dicen sus victimas hasta un segundo antes de pegarles un tiro en la frente. En la frente, así había sido con ella. De frente, sin mentiras, sin engaños, sin falsas expectativas. Lo peor era eso, nada que reprochar. Sentado en el living semi vacío (el living de los dos, el living semi vacío de los dos) pensó que tal vez mejor, pero no importaba.
Ya se había decidido. Tenía una semana para dejar el departamento. Lo vendió y se compro una chacra en las afueras. En las afueras de la nada. A el le gustaba decir que estaba cerca de un apacible pueblito. A sus amigos, que estaba en el culo del mundo. La casa era cómoda, no lo suficientemente chica como para sentirse asfixiado, ni lo suficientemente grande como para sentirse solo. Las tareas del hogar no eran su fuerte, así que de antemano contrato una mujer para que vaya una vez a la semana a evitar que lo saquen de paseo las cucarachas. Si, una mujer, 67 años, casada con un chacarero de la zona, maternal, casi.
En ningún momento se le cruzo por la cabeza dedicarse a ningún tipo de actividad agraria. Era un escritor y se sabe que las dos cosas no van de la mano. Jamás había sentido gran atracción por la naturaleza, y cuando se lo veía absorto en la contemplación de las margaritas, en realidad era por guardar las apariencias. Solía volar muy lejos, pero como mirar la nada durante horas, no solo era un lugar común, sino que lo acercaba peligrosamente a la condición de ido que varios de sus colegas ya le sospechaban. En lo tocante a su manutención se pidió dos años de licencia sin goce de sueldo en la facultad, y su editor, un tipo comprensivo, accedió a darle un adelanto por su próximo libro. Entrego un principio fabuloso que escribió en dos días y sin la menor intención de adjuntarle un final. Asunto acabado. Se retiraba por un tiempo. En dos años vería como seguía la cosa. Podía volver, pero no. Esa vida, la de ahora (la de la semana pasada, se dijo) era para el. El caso era que evidentemente el no era para esa vida. No servia, y con muy buen juicio lo reconoció. Era en vano decir “esta vida no es para mi” cuando es uno el que llega a la vida, a esa construcción mental que llamamos cotidianeidad, como si fuera un universal. En todo caso uno no sirve para esa vida, para esa cotidianeidad y vale mas hacer borrón y cuenta nueva, reduciendo toda una vida al absurdo, que empezar a introducir variaciones controladas a una misma situación como si fuera un experimento de laboratorio. Mas valía irse con la música a otra parte, a ninguna parte predecible. Predecible hubiese sido Paris. Seguirle los pasos a algún poeta, escribir mirando la Tour Eiffel o el Pont des Artes. Predecible hubiese sido tomarse licencia y vagar por el mundo cumpliendo un sueño (de otro, obviamente) del estilo “ver todos los Vermeer del mundo” o algo igualmente ridículo.
No. Lo productivo era una ruptura verdadera, sino uno sigue dentro de la misma vida. Sigue el curso de los acontecimientos internos, de lo que demandan las ganas de esa vida, las ganas que esa vida que uno ya comprobó que no es la que le corresponde. Un salto verdadero, como pasar al otro lado pero hacia atrás. Como una puntada de costura, donde hilo y aguja salen por un lado y vuelven a entrar, vuelven a pasar al mismo lado donde estaban, solo que un milímetro (o un metro, dependiendo de la habilidad de la costurera) hacia el costado. Siempre queda el problema de la mano, o de la costurera, pero bueno, todo no se puede.
En última instancia, si tenía verdaderas ganas de encajar en la situación del desencanto romántico, meterse a monje en algún templo tibetano, de voluntario en algún centro de ayuda al suicida, o de voluntario para el suicidio. Pero, ni la disciplina espiritual ni las determinaciones fatales eran para él. Tenia la convicción de que en la vida de nada valía ser buen samaritano, y por otra parte, cobraba por escribir sus miserias y las ajenas. Dado esto, el suicidio hubiese sido una violación a sus principios. Y a sus ingresos.
No. A riesgo de que lo tilden de obtuso, decidió irse al medio de la nada con el firme propósito de no volver a enamorarse JAMAS. Único lugar común que se permitió, con la diferencia de que tenia la secreta convicción de que así era. Los que suelen decir eso entre llantos y mocos, lo hacen para acercar más la situación real al efecto emocional. Darle un tono fatal y terminante, servia para justificar semejantes accesos de desesperación. Y siempre delante de algún amigo
Pero su determinación era diferente. Esta no había sido la primera vez. Quizás la mas dolorosa, por haber sido la mas feliz. Triste paradoja. Había otras caras, otros nombres, otros cuerpos, otros adioses. Traumáticos solo en suma y en retrospectiva. Curiosa excepción, ya que en retrospectiva todo suele ser mas fácil y menos doloroso. Resumiendo, en el aspecto romántico era un Dr. en ser infeliz.
Así que al cuerno con todo eso. Se retiraría al campo.
Mientras se debatía entre las cosas sueltas (cualquiera que haya hecho una mudanza alguna vez, lo sabe: cuando uno debe embalar una vida en cajas de cartón, se dispone a clasificar, a empacar y etiquetar, por pura metáfora de traspaso a un nuevo orden o bien para mejor organización al momento de acomodar las mismas cosas en un nuevo espacio vital. Al caso es lo mismo: siempre hay objetos sueltos que escapan a toda clasificación, y son los que angustian 15 minutos antes de que el camión de mudanzas toque bocina.), se le dio por pensar en el determinismo. En si, de alguna extraña manera, no estaría siendo arrastrado por el torrente de un nuevo amor. Catapultado directamente hacia una nueva desventura. Se pregunto si, en ultima instancia, no se estaría engañando a si mismo, creyendo que estaba abriendo una brecha en su propio destino. Una cuestión griega casi. Destino infausto al que no se puede despistar y que siempre se las arregla para cumplir su sentencia. Concluyo en que al final no. Dios es caprichoso, pero por el momento todavía tenía a los pobres del caribe o de oriente para atacar con tsunamis, tornados o dirigentes no electos. En todo caso, el autoengaño era otro. Era decirse que esto lo hacia por el bien de todos, cuando se había encargado muy bien de que ella se enterara de su decisión. La culpa. El poder que da generar culpa. Culpa, que no es lo mismo que lastima, ni se acerca. Es como una venganza silenciosa y “sin intención”. No hay coacción: se tiene la creencia generalizada de que en casos como este uno no tiene influencia en los sentimientos del otro. No sabía su intención en un plano consciente, pero ahora que lo pensaba era un golpe bajo. Se le vinieron a la cabeza unas líneas de Luis Mateo Díez: “Te merecías todo lo que te hice menos esa última afrenta, aunque reconozco que nada exime mas que lo que se hace en nombre de un amor traicionado.”
En todo caso, era un ser humano, y sentía una perversa satisfacción al pensarla afligida. Claro que, reacción aun mas humana todavía, uno tiende a imaginar esa aflicción en el otro, aun cuando ese otro ya ha demostrado abiertamente y sin pelos en la lengua que le importa un carajo lo que uno haga de su vida.
Así que apenas hubo terminado de meter en una caja todos los objetos inclasificables, apareció el camión d la mudanza que había contratado el día anterior. Cuatro jovencitos con envidiable estado físico, cargaron en apenas hora y cuarto todos los muebles y cajas que el había preparado, y dos horas y media mas tarde estaban en la puerta de su nueva home, sweet home.
La casa consistía en tres pisos: el primero era un doble garaje, con sendos portones corredizos, bien equipado con herramientas y una mesa de trabajo… trabajo de otro, claro esta. Desde allí se accedía, por una escalera estrecha y mal iluminada, al segundo piso, o a la casa propiamente dicha. El segundo piso era un espacio amplio y agradable, con paredes color crema y piso y techos de madera. Con ventanales enormes, el living era uno de los lugares mas iluminados de la casa. Un desnivel hacia arriba lo separaba del comedor, y un poco mas allá, aislada por una barra, se encontraba la cocina decorada con motivos campestres que en el instante mismo que vio pensó en tirar a la basura a la menor oportunidad. Entre el living y el comedor, había una escalera de madera lustrada sin baranda, cuestión que habría de solucionar ahora que se sabía en compañía solo del ron los sábados a la noche. En el hueco debajo de la escalera, había un toilette en caso de que la urgencia impidiera el ascenso hasta el baño principal. El tercer piso consistía en dos habitaciones, una enorme y repleta de luz, con salida por una puerta ventana a un balcón terraza con vista panorámica de la nada. Era una habitación con infinitas posibilidades de decoración: en cuanto uno entraba allí se imaginaba un armario antiguo, cama con dosel, frescos en las paredes… pero prefirió llenarlo hasta el tope con sus libros instalar una mesa larga en el centro, unas cuantas lámparas y hacerlo su cuarto de trabajo. Para su dormitorio eligió una habitación mas modesta y pequeña, muy mal iluminada, pero con buena ventilación y espacio para una cama doble, patrimonio matrimonial que no estaba dispuesto a sacrificar. Le ubico un buen armario, un par de mesas de noche y se acabo. Al fin y al cabo, tan solo era el lugar al que iba a recurrir para perder la conciencia. Reflexionando sobre eso, acomodo un poco mejor unos almohadones y decidió comprar cortinas nuevas: desde esa perspectiva, el sitio tomaba cierto aire de altar, de espacio donde se practicaría una especie de rito maravilloso, de trance hipnótico, de salvación del alma; de viaje al otro lado. En fin, el tercer piso lo completaba un distribuidor pequeño y un baño amplio y cómodo.
Ese mismo sábado, ya de tarde viajo hasta el pueblo para abastecerse de provisiones para una semana. En el pueblo, la gente no solo no era calida y amable como se la había imaginado, sino que era abiertamente hostil con los “forasteros”. Era un pueblo de unos 8000 habitantes, donde había una biblioteca derruida y olvidada, y apenas una pequeña tienda de libros, a la que prefirió no entrar a riesgo de deprimirse mas aun. Antes de trasladarse hasta ahí, él ya sabia que no se podía esperar mucho mas de un pequeño pueblo del norte de la provincia de Buenos Aires, pero ese modo de ignorar la literatura le parecía excesivo, ofensivo. Se insulto a si mismo por la cara de estupefacción y por haber perdido dos horas buscando alguna señal de alta civilización, como sino supiera que el 70% de los que aman la cultura lo que en el fondo pretenden es europeizarse y que esa cuestión no es mas que una enfermedad de la gran ciudad. Gracias a su momentánea falta de reflexión ahora tendría que recorrer 20km de camino no pavimentado de noche, en el auto que no había tenido tiempo de cambiar por algo que no se encajara hasta el eje en el barro cada vez que caían mas de tres gotas de agua.
Como por arte de magia, comenzó a llover.
Las cosas se sucedieron rápidamente a partir de allí. Una cosa llevo a la otra, ya se sabe.
Llevaba una vida tranquila, apacible, aburridísima. Pero una vida, una vidita. Las noches escribiendo, las tardes leyendo y las mañanas, lógicamente, durmiendo.
Ya habían pasado seis meses de su voluntario retiro, cuando por fin, una noche, se sintió a salvo. Se percibió a si mismo súbitamente, sin saber como ni cuando había sucedido, ajeno al amenazado, aquel que debería esconderse o huir.
Con una alegría renovada, se sentó en su mesa de trabajo y por primera vez en seis meses, advirtió las flores que cada dos días doña Lourdes ponía sobre ella. Se dio cuenta que las flores eran una presencia constante en el cuarto y agradeció en silencio a su ama de llaves por tan lindo detalle. Recordó que no le tenía permitido entrar allí, y la maldijo en silencio por entrometida.
Una, especialmente una, le llamo la atención. Una flor que jamás había visto y de cuyo nombre no tenia idea. Se acerco mas, y con la nariz casi rozando uno de sus pétalos, sonrió, suspiro y alejo el rostro, un poco turbado. Lo invadió una emoción enorme ante la sola visión de la flor que ostentaba un violento color morado.
Pensó que no seria mala idea escribir algo sobre aquella flor, o quizás, solo quizás, escribirle algo a aquella flor. Paginas y paginas de emocionados versos, melancólicas frases que se derramaban sobre el papel. Las letras, estirando sus patitas de araña por la hoja, se desparramaban son control formando medanos enteros de profundos sentimientos.
¿Por la flor? Y si, por la flor.
Comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación: nervioso, confundido. “Pero, ¿Qué se supone que es esto, viejo? ¿Tanto alboroto, tanto delirio místico y derroche emocional por un yuyo, che? ¿Qué sigue ahora? ¿De quien es esa hojita…?”
Casi febril, giro sobre si mismo y sus ojos dieron de lleno sobre el florero que reposaba sobre la mesa. Al fin, luego de tanto colgar vacilante de la canilla, agarrada con todas sus fuerzas del borde de acero inoxidable, ha caído la gota que rebalso el vaso de su razón.
Ha sido feliz tres eternos días, y luego ha visto declinar poco a poco la salud del objeto de su afecto. Encontrara otros, más o menos perdurables, en otros lugares, en otras viditas.
Pero lo mas seguro, es que esta vez si acceda al beneficio de los hombres y mujeres de letras. Puede llorar tinta y secarse las lágrimas con algún papel. Puede rearmar la historia cuantas veces quiera es otros mundos, a veces mas reales. Puede elaborar un duelo y alargarlo hasta el infinito si logra convertirlo en arte. Pero también puede que no sea su caso y termine su vida como la gente normal que no escribe ni hace nada de esas cosas.
MarMaga (alias: Marianela Daraio) |