El frío partía el día, el cielo cubierto y casi hecho noche no nos hacía esperar nada bueno, solo desear que toda la casa no se volviera hielo y las manos no se nos agarrotasen. El hogar muerto sin nada que ardiera en él, sin leña ni nada parecido que nos caldeara. El desayuno inexistente. El almuerzo reducido a un trozo de pan negro y eso gracias a las cartillas de racionamiento. La merienda un suave sorbo de aire de la gran chimenea que había en el horno de la esquina.

-. Anda salid -nos decía nuestra madre-, id a la otra calle y apoyaos en la pared de la panadería, por lo menos tendréis algo calentito en vuestras espaldas y en vuestra nariz.

Al llegar la noche siempre un vaso de caldo nos esperaba. Aun me pregunto como era posible que nuestra madre lo consiguiera sin apenas nada que echar en esa olla negra y tiznada y sin ningún fuego donde poder ponerla. El sabor suavemente salado, reconfortante, que nos hacia seguir un día mas, la tibieza del liquido bajando por nuestras gargantas y el deseo de tenerlo a la siguiente noche nos hacia ir a dormir con bellos sueños ahuyentando a las pesadillas.

Hoy, mas de 50 años después de aquellas imágenes, aun tengo el sabor en mi boca y el calor guardado en mi pecho. A mi madre le pregunté muchas veces y solo con el silencio y una leve sonrisa me respondía.

El caldo soñado salía de algo muy simple. La esencia la ponía el amor por unos hijos, el liquido de las lágrimas de una madre y todo se cocía al suave abrigo de un cuerpo escaso por la falta de alimento pero sin embargo de caderas anchas a fuerza de muchos partos, de opulentos pechos por el mucho mamar los hijos y manos amorosas y llenas de caricias y de besos.