Con ella me acuesto cada noche,
mi helada y silenciosa compañera,
y me abrazo a ella con fingida inocencia,
tan borracho de sombra como escaso de olvido.
Ella me cubre con su manto oscuro y denso,
mientras la llama inútil de un amor extraviado
arde empecinada en el pecho, todavía.
A las cansadas, voy poco a poco comprendiendo,
que una sola piel no alcanza,
para descorrer este velo impenetrable,
que ha crecido sin piedad noche tras noche.
Los ojos se ocultan, rendidos de luz foránea,
la respiración se aquieta con frío de mortaja,
y una vez más los fantasmas aparecen
y se agolpan hambrientos
en la mesa de un banquete que no fue.