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" El vacío es lo que está entre esto y aquello.
El vacío lo incluye todo, y no tiene contrario.
No hay nada a lo que excluya o se oponga.
El vacío es algo vivo porque de él proceden todas las formas.
Y todos vemos que el vacío está lleno de vida fuerza y de amor a todas las cosas."
 G e r m á n 

La criatura al umbral de la medianoche

Miré el reloj de pared. 11: 35 PM. Vi dos zapatos en mis pies cansados. Me los quité. Miré la cama envuelta en el cubrecama ajedrezado, seduciéndome como un regalo envuelto que quiere ser abierto. Me acosté, dejé de mirar el techo. Cerré los ojos.
Imposible dormir con la luz de la lámpara encendida. Estiro el brazo y tiro de la cadenita. ¡Clic! Ahora la oscuridad reina en mi alcoba. La noche tiene un ruido particular… es el rumor de mis pensamientos. Pienso en ella y en lo que estará pensando también. ¿No sé en qué momento dejé de pensarla…? Debo estar dormido.
De pronto, el silencio escupió un ruido impreciso. Me desperté malhumorado e intenté hallar al culpable entre tinieblas. No lo encontré, porque el muy taimado enmudeció. Al rato, volví a cerrar los ojos y a hundirme, nuevamente en el pozo de los sueños. Pero el molesto sonido, comenzó a romper, otra vez, la tregua de la noche. Parecía el apoteósico aplauso de un público de vidrio; eso me dio una pista de dónde buscar. Fue entonces que encendí la lámpara y me despegué de la cama de un brinco, decidido a ubicar la procedencia del indeseable chirrido.
Algo se escondía tras las cortinas. No…, tras las cortinas, no; tras las ventanas. Una pequeña criatura, esbelta como un lápiz, intentaba infructuosamente atravesar el cristal. Sus cuatro traslucidas alas, se agitaban veloces como las aspas de un helicóptero, y mientras zumbaban golpeaban el vidrio, sin cesar. No titubeé y, abrí de inmediato la ventana. La insolente criatura irrumpió sin mi consentimiento en la alcoba.
Lucía como un extraño visitante del espacio exterior: Cuerpo largo y atigrado, con rayas pardas en una piel celeste; seis patas negras articuladas, una cabeza enorme con cientos de ojos omatidios, unida a un tórax acorazado y afelpado. Su vuelo fue elegante y parsimonioso mientras duró, puesto que decidió a bien aterrizar sobre la pantalla de la lámpara. Me quedé contemplándola por un momento. Su figura aerodinámica me impresionó y, viendo que su aspecto era inofensivo, acaricié sus alas para luego, apagar la luz de la lámpara y, acto seguido, me eché a dormir. Por la mañana al despertar, no me sorprendió su ausencia. Busqué al insecto con cierto desgano, más por no tener nada qué hacer, que por verdadero interés. Tras la lámpara y bajo la cama, no estaba; en el techo tampoco. Entre las ropas, sobre el escritorio, con los libros, encima del closet, entre la radio y la computadora…, nada. Simplemente se había esfumado junto con la noche. ¡Qué ridículo! – pensé - Quizás lo soñé tan sólo.
Desperté del todo, bajo el chorro tibio de mi duchazo matinal. Hago espuma con el jabón, mientras lo deslizo por mi cuerpo desnudo. Al pasar la mano por mi abdomen, una sensación distinta escarapeló mi piel mojada. ¡Increíble! ¿Cómo puede ser? ¡Mi ombligo ha desaparecido!
Intenté en vano buscarlo por mi pecho, mis axilas, entre las piernas y las nalgas. Con la ayuda del espejo exploré mi espalda buscando hallar a mi ombligo, pero nada. Tampoco estaba entre mis cabellos ni en la planta de mis pies. Definitivamente, me había quedado sin ombligo.
Abotonándome la camisa, puse en práctica una sonrisa fingida, que no tardé en convertir en carcajadas. Lo hice con la intención de borrar mi preocupación desmedida; después de todo, perder el ombligo no tendría por qué tener la gravedad ni la importancia que justificara la presencia del pánico en mi ser.
Más tarde, sentado en una banquita de la cocina, cuando le empezaba a dar los primeros sorbos a mi tasa de café, me quedé pasmado, al ver mi nariz deslizándose por mi labio, para enseguida sumergirse en el fondo de la tasa que bebía. Fue más por puro instinto de supervivencia que, por la fría lógica lo que me motivó a volcar la tasa de café sobre la mesa, para poder recuperar mi nariz. Sin perder tiempo, me la volví a colocar en el rostro. De un salto abandoné la banquita y corrí al espejo del baño. Antes de que llegara a ver mi propio reflejo en el espejo, sentí como si mi mirada se rindiera, perdiendo cada vez un poco más, la perspectiva del horizonte como si me empequeñeciera de repente. Pero no me empequeñecía, sino que mis ojos resbalaban como dos grandes lágrimas por mis mejillas, con todo y sus cuencas. Una vez que llegaron a mi garganta, recurrí desesperado a mis manos, con los que volví a colocar las cosas en su lugar. Sin embargo, mirándome con detenimiento en el espejo, pude darme cuenta que mi nariz y mis dos ojos no habían quedado en el lugar exacto que originalmente tenían.
Mi aspecto era horrendo. Había perdido la simetría, tornándome en un hombre con el rostro deformado. Mis orejas, cejas, boca, cabellos y uñas también se habían movido de su lugar. Cada una de mis facciones patinaba sobre mi piel, y yo impotente, ante tales hechos, sólo atinaba a colocarme cada miembro móvil en el lugar más aproximado posible.
Era increíble como a pesar que mi cuerpo se iba resquebrajando, yo seguía manteniendo mis sentidos; podía oler, mirar, hablar, como cualquier humano; sentía como mi estomago se hinchaba y emitía sonidos gástricos. Sabia que esto era obra de ese extraño bicho que hice pasar en la noche; sabía que el se había apoderado de mi cuerpo y estaba que me carcomía desde adentro; el estaba allí, lo sentía, era como un feto cobijado en mi vientre, absorbiendo toda mi energía, pero aun así, manteniéndome con vida.
¿Qué debía de hacer? Si salía de casa, las personas se iban a asustar de mi aspecto y no me iban a reconocer como humano. Tal vez hablando, pero ¿Quién me iba a entender?. Era un desconfiado de la gente que no conocía, simplemente sabia que ellos no me entenderían, y en ello recaía mi idea de no salir hasta que todos se hallan marchado. Debía de ir a la casa de mi fiel amigo Ignacio Valle, médico cirujano. El y su confianza en mi persona, eran los únicos que podían ayudarme. A si que debía esperar al anochecer, cuando la gente se halla retirado, allí debía de salir y caminar sin ser observado rumbo hacia la casa de mi fiel Ignacio.
La espera era un suplicio, el tic tac del reloj carcomía mi paciencia, alteraba mis nervios y diezmaba mis sentidos; cada sonido de ese empotrado reloj de pared, era tenazmente desquiciante, enajenante, angustiante. El sonido de la calle era otro martirio, Cada sonido de afuera, parecía dirigido hacia mi persona. Sentía que me oían o que rapazmente me veían. Las horas pasaban y yo me escondía más y más, no quería que me vieran, no quería que se burlaran, no quería que me atacaran. A si poco a poco mi cama fue siendo mi último refugio hasta el momento de mi partida. A cada ring del teléfono o a cada tin ton de la puerta, mi alma se escapaba de mi nuevo cuerpo. El corazón saltaba y cobraba vida propia. La criatura de mi vientre, saltaba conmigo ante mi desesperada espera, la calmaba con suaves frotadas de mis monstruosas patas, al sentir el calor, dejaba su frenesí para otra ocasión.
18 horas de espera absoluta. La calle ya no era bulliciosa, todo los normales se fueron a sus guaridas, era el momento de salir de la mía. La noche ¡OH gran noche! calmo mi delirio, callo mis miedos, y ahogo mis nervios. Salí despacio, abriendo suavemente la puerta, por si alguien todavía merodeaba la calle, la cerré de la misma manera, no deseaba que me sorprendieran, ni que supieran de donde salgo. Salí avizorando por si ellos aun rondaban. Encontré algunos y al instante me escondía. Me sentía ágil y realmente flexible. Sabia que el desalmado había alterado con su inserción, mi propia genética, sabia que era un cuerpo amorfo que se iba degenerando de la condición humana e iba perdiendo toda clase de pluralidad cotidiana. El colmo de males fue que no podía seguir mi camino en posición vertical, tenia que hacerlo en horizontal, como los animales, caminar en… ¡OH por Dios! ¡Seis patas!
El andar era rápido y escurridizo, entre techos y esquinas me escondía. La basura de las calles era buen sitio para reposar de rato en rato, toda tirada por las esquinas, haciendo meros cerros de colores varios, típico cuadro de mi ciudad actual. No era tan silenciosa la noche. Los ebrios caminaban vociferando lisuras, o cantándose algún folclore, a veces venían abrazados en grupo de dos, tal vez dirigiéndose a sus casas o tal vez yendo por más alcohol; los travestis y las prostitutas hablaban gritando entre ellas, fumándose algún cigarrillo o retocándose el color; los drogadictos andaban en grupos riéndose de tonterías abrazados felices de su existencia, o tal vez renegados de su existir. Juraba tener una noche más calma para mi camino, pero a estos personajes nocturnos, me los encontraba constantemente. Por suerte no se percataban de mi presencia. Hasta se podría decir que me sentía como ellos: suciamente diferente.
La calle Aldana 748, altura de la 4 de la avenida Treiggs, muy cerca de la Iglesia de los Necorianos, era el lugar donde vive mi amigo Ignacio. La calle era más oscura que la mía, asentía que era un lugar olvidado por los alcaldes de turno, los postes tenían el aspecto de no ser cambiados de bobinas de hacia ya mucho tiempo. El carril de la pista era solo para un vehiculo, llena de agua de desagüe, que salía de algún buzón sin tapa. La puerta de la mayoría de las casas era de fierro forjado, los pisos rondaban entre los 6 o 7, casi todos con muchos departamentos en su interior, las paredes descoloridas por el paso del tiempo, presas de los muchachos forajidos que pintaban lemas deportivos o groserías de a montón. Esta calle si estaba sin gente alguna, todo era oscuro y solo se escuchaba el maullar de los gatos y la rascadura de bolsa de los perros. Los roedores corrían de un lado para otro, felices porque ya no tenían que esconderse, alegres porque era la hora y el lugar donde podían reinar sin ser molestados, igual que yo, quien ya no tenia el andar presuroso, ni el palpitar desenfrenado de mi, ni se que, corazón horroroso.
Ignacio, mi buen Ignacio. Vivía en el cuarto piso, ni muy arriba ni muy abajo. Era un lugar perfecto para su apatía. Muchas veces se portaba retraído y alterado. Como cambio de aquellos tiempos en la universidad, cuando todo le sonreía: vivía en un buen lugar, sus padres lo apoyaban en todo, era popular en la escuela, y alegre como muchos muchachos de su edad. Ahora refugiado en este sombrío lugar, atendía por unos cuantos centavos los cuales transformaba en bebida para tomar. La mayoría de sus pacientes eran de condición humilde, gente que vivía por los alrededores, vecinos, o truhanes de la calle, quienes sabiendo de su sincero corazón, confiaban más en él que en un hospital insensible y negligente. Más de 10 años en esa situación, llorando un desquicio, un amor prófugo, que no lo quiso como compañía. Tan desdichado el pobre Ignacio, solo le queda vivir de los olvidados.
Era el momento de ingresar. Si la calle era oscura adentro era pura penumbra. El olor a humedad se apodero del ambiente, y a cada paso que daba sentía que pisaba inmundicia, ¿Cómo podía vivir el en este lugar? Subía y subía, sabía que debía de usar mis ahora alas traslucidas. Las usé, me sentía elegante en mi volar, llegue a la puerta, pero me era imposible ingresar, intente decir algo, pero solo salían extraños ruidos, debía volar a otro lugar, se me ocurrió ir a la ventana de su sala. Salí de nuevo del lugar, ahora me dirigí a la calle, de la penumbra emergió de nuevo algo de luz, la noche mostraba una gran luna llena, bella y caprichosa, la cual ahora despejada de las nubes que seguro la escondían hasta el momento que ingrese al lugar, brillaba entre las turbulentas aguas de putrefacto olor. Me veía también reflejado allí, me sentía bello en este nuevo cuerpo. Ya era el largo ser atigrado con rayas pardas en una piel celeste, con seis patas negras articuladas, una cabeza enorme con cientos de ojos omatidios, unida a un tórax acorazado y afelpado. Seguí en mi vuelo parsimonioso hasta parar a la ventana de la sala de Ignacio. Lo encontré. ¡Allí estaba! Bebiendo un gran vaso de ron, y mirando su sucia mesa sin mantel. Llevaba un abrigo marrón, un pantalón de tela azul marino unos zapatos negros y una bufanda gris que se ensuciaba en su abundante barba olvidada. Eran las 11:00 p.m. Parecía que escuchaba música. Debía de ser una matancera o un guaguanco. Le encantaba la música caribeña. La tarareaba, leía sus labios, era una de Clelia Ruiz. Me quede más de media hora esperándolo allí, mirando todo lo que hacia, nada me aburría, mas bien me encantaba observarlo, se me generaba una extraña sensación de placer a su desgracia humana.
11: 30 PM. Se retiró a su dormitorio, sección adjunta a la de la sala. Me dirigí a la ventana de ese cubículo. Allí estaba él, quitándose sus zapatos, mirando su cama, con un deleite en envolverse en sus sabanas grisáceas. Se acostó. Cerró los ojos. Parecía haber dormido.
Era momento de ingresar. De unirme a él, y quitarle esa sensación de deprimente humanidad. Creí en mis fuerzas, pero no daban para demasiado, no pude abrir la ventana. Tal vez sea intuición o el ruido que mine, pero él se despertó. No quise que me viera y a la vez no quise arruinar mi plan, callé. De nuevo se durmió. Empecé de nuevo mi frenesí, ahora con mucha mayor fuerza, mis patas hacían de las suyas, para poder levantar el umbral. Demasiado ruido o demasiada intuición. Se despertó de nuevo. Prendió su luz. De un brinco se elevo y busco por su habitación. Entre ropa sucia, zapatos viejos, libros despastados o envolturas rotas, buscaba. No hallo nada
De pronto nuestras miradas se cruzaron, allí estaba él mirándome fijamente, abriendo sus enormes ojos pardos, acercándose lentamente. Abrió la ventana, ingrese rápidamente, dándole las buenas noches, volando en su habitación, para después esconderme entre la parrilla y el colchón de su cama de cedro polilloso. Eran las 11:40 p.m., hora en que Ignacio se duerme con la esperanza de verme en la mañana...

Cuento realizado por Germán y Rubén. Culmino el 06 de junio del 2008

Texto agregado el 07-06-2008, y leído por 267 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
31-07-2010 Increíble... Me mantuvo pegado todo el tiempo. Cada una de sus líneas eran un fragmento adhesivo que iba configurando una atmósfera opresiva... Me encantó desde un inicio. Este chico definitivamente tiene talento. Su hermosa prosa lo atestigua. ronalderom
12-04-2010 Hola creo que Josef y leobrizuela tienen razon con lo de Kafka, pero la verdad es que esta muy bien logrado y te atrapa, gran condicion en un cuento. isis1974
05-12-2008 vaya que bien, sigue escribiendo asi... karlaj29
25-07-2008 me puso los pelos de punta. Muy bueno darkdark
08-06-2008 Es un cuento maravilloso, fantástico y fascinante. No sé porqué cada vez que uno habla de transformaciones enseguida le tildan de parecerse a la metamorfosis de Kafka; metamorfosis de Kafka solo hubo una. Este cuento es muy diferente, simplemente es: La criatura del umbral de la noche. Y sus detalles no están mala al contrario, para mí son parte de su esencia; como esa sublime descripción del "insecto." Excelente!***** josef
07-06-2008 Me gusta la historia, aunque de alguna manera me remite a La Metamorfosis kafkiana. Buena redacciòn y estilo. Tal vez la abundancia de detalles, nimios en algùn caso, conspira contra el espìritu de brevedad y concisiòn propio de los cuentos, a lo que sumo cierto regodeo en la adjetivaciòn. No obstante, rescato el valor metafòrico, hábilmente manejado, del relato. Salú. leobrizuela
 
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