El suelo estaba verde. El césped brillaba como nunca bajo el sol, que parado en el centro parecía querer vernos jugar. Que bonita falda llevaba ella. Era preciosa, llevaba un pequeño lazo enmarañado en su pelo castaño, de un color blanco perla. Eso le hacía llamar la atención de pequeños y mayores en el pueblo de mi abuela. ¡Oh, que dulce! Casi tanto como la curiosidad de esos años, que vibrantes llegan y tan tristes se van, aún sin pelo en ningún sitio. Siendo puros de algún modo. Pero a la vez tan locos y demandantes de respuestas... Unas respuestas que los grandes nos negaban entre pequeños balbuceos.
Y allí, sentados en la parte trasera de su casa ella, yo y el tacto fino de su bulbo húmedo. Y ahora, cuando la veo -con suerte una vez cada dos años- pese a quererlo disimular se que me mira igual que antes. Cuando me habla se debe susurrar a sí misma que aún se acuerda, que aún nota mi dedo moverse dentro suyo, aunque le dé vergüenza admitirlo. Entonces se sonroja un poco.
Pero cada año se sonroja menos.
Y me siento un poco mal. Pese encontrarnos a veces y habernos visto crecer, para mí sigue siendo esa pequeña niña sin pudor que me agarraba la mano y me la metía -entre risas cómplices- bajo sus bragas de encaje, mientras me miraba, mientras me contaba cómo nacían los niños y lo que había descubierto viendo un programa de televisión una noche sin que nadie lo supiera, que luego ella me contaba desde sus ojos infantiles. Imágenes confusas.
Fueron unos bonitos días de juegos curiosos... hasta que un día fuimos un poco más allá.
Y esta noche he decidido que mañana iré a sentarme allí. Voy a esperarla... para acabar ya, de una vez, con todo. Ahora ni se sonroja, ya no se sonroja, la chica. La chica no se ruboriza. |