Son ya varios días los que lleva mi hermana Yola encerrada en su habitación y mi mamá no deja de hacerme reproches.
Hasta antes de que ocurrieran los hechos que voy a relatarles, Yola era, según mi mamá, la alegría de la casa. Yo mismo, aunque nunca lo decía, pensaba igual porque era vivaracha, alegre, platicadora, y, de pilón, muy amiguera.
Quiero que quede claro que yo no fui culpable de lo que pasó y que lo que hice fue con la intención de protegerla.
Como ya les decía, mi hermana Yola era una chava “buenaonda”, pero también es cierto que muy seguido la encontraba platicando con mis amigos y eso a mí me daba harta muina, más que nada, por lo que, de ella, pudieran pensar. Cuando la encontraba, en la puerta de la casa, cotorreando con alguno de mis cuates, siempre se apresuraba a aclararme con sorna y en medio de grandes risas: “Le dije que te esperara porque no tardabas en llegar”.
Esto se repetía con tanta frecuencia que llegué a temer que hablaran mal de Yola diciendo que era una morra coqueta.
El colmo fue cuando a Saúl, al que le decían el Carita, se le ocurrió llamarme cuñao. Le contesté con un putazo que lo tiró de espaldas con la nariz sangrando. Se levantó furioso y nos pusimos una madriza en la que resulté todo magullado, lleno de raspones, manchado de sangre, con la camisa rota y un ojo morado. Después me dijeron que el Carita a todos les decía cuñaos, porque era su forma de nombrar al amigo.
Como quiera, llegando a la casa acusé a Yola con mi mamá para que le jalara las orejas y no anduviera de loca y resbalosa, pero de todos modos siguió en las mismas. Cuando no la encontraba con Manuel el “Chútaro”, era con Leobardo el “Gabacho”, con Felipe el “Tranzas” o con algún otro güey. Si estaba en la puerta platicando y me veía venir, se metía a la casa de volada porque sabía que le iba a armar la bronca y, luego, empezaba a cantar como si se burlara de mí. Yo procuraba tirarla de a loca, pero por dentro sentía que se me retorcía el pinche hígado del coraje hasta que no podía contenerme y estallaba:
— Mírela mamá, dígale que se dé a respetar, que no me provoque porque le voy a poner un “estatequieto” que no le va a gustar.
— Hijo, no te pongas así, tu hermana no te hace nada, sólo está contenta, eso es todo. Eso no es malo, hijo, así es su carácter, alegre.
— Pues dígale que se alegre aquí dentro de la casa y no salga a alegrarse con mis amigos, porque van a pensar que anda de volada y ofrecida.
— No hijo, cómo crees, ella sabe darse su lugar, ni de chiste digas esas cosas.
Y, como sentía el apoyo de mi mamá, empezó a crecerse y a picarme la cresta:
Un día me preguntó:
— Oye, ¿por qué ya no viene a buscarte tu amigo Saúl? Hace mucho que no lo veo por aquí.
— A ti qué carajos te importa —le respondí — Además, no es mi amigo.
— Pues antes venía seguido a verte ¿No? ¿O qué? ¿Se pelearon por algo?
Para no contestar y que me dejara en paz, me salí a la calle cerrando la puerta de un trancazo.
Otro día, y esto ya fue descaro, me dijo
— Encontré a tu amigo Saúl en la esquina de la Colón, cerca de la catedral, cuando iba saliendo de misa. Le pregunté por qué ya no venía a buscarte a la casa, nomás le dio risa y no me contestó.
— Eso te sacas por andar de preguntona, ya te dije que ese bato no es mi amigo.
— Pero me invitó una nieve de Chepo y la acepté —me dijo, levantando la cabeza y viéndome de lado con una sonrisa provocativa.
— ¿¡La oyó, mamá!? ¿Está bien eso? Me está retando, dígale que aprenda a comportarse o me la voy a sonar
— Ay hijo, no exageres, eso no es malo, a tu hermana nadie le ha faltado al respeto; que uno de tus amigos le haga una invitación no me parece falta de respeto; yo lo veo como una atención de un muchacho que, a menos que tú me digas lo contrario, me parece un joven respetuoso. ¿No crees?
Lo peor vino días después.
— Hijo, siéntate, tengo que hablar contigo, quiero que me escuches con calma. Sin al-te-rar-te — recalcó — Estuvo aquí tu amigo Saúl.
— Ese no es mi amigo — contesté levantándome como si hubiera sentido una tachuela en el asiento de la silla — y no sé qué viene a hacer aquí.
— Vino a pedir permiso de visitar a tu hermana, se han encontrado algunas veces al salir ella de misa, han platicado, le ha pedido que sea su novia y ella ha puesto por condición que viniera a verme para solicitar permiso de visitarla en la casa, lo cual me ha parecido bien.
— ¿Y usted qué le dijo?
— Le concedí el permiso.
— Pues si ya usted decidió ¿para qué me lo dice?
— Te estoy avisando, hijo, porque quiero darte tu lugar de hermano mayor y, además, porque es necesario que estemos de acuerdo —y suavizando el tono de voz, continuó — entiende que tu hermana ya está en edad de tener novio ¿no te parece así? y creo que Saúl es un buen muchacho.
Sacudí los hombros como si les dijera: “Hagan lo que les de su gana, a mí me vale gorro”.
No tenía argumentos para contradecir a mi madre, sólo que el güey del Saúl, después de la golpiza todavía no olvidada, no me latía, para nada, como novio de mi hermana.
Así empezó, contra toda mi voluntad, la relación de Yola, mi hermana, con Saúl Ayala Ponce, alias el Carita.
A ella, que parecía feliz, dejó de importarle mi desacuerdo. Mi madre, como de costumbre, hacía lo necesario para suavizar las relaciones familiares. Yo, aunque contrariado, me dediqué a fingir ignorancia.
Para borrar diferencias entre nosotros, mi madre buscaba tenerme al corriente de la relación comentándome todo lo que ocurría entre Yola y el tal Saúl. Yo me hacía desentendido de sus palabras, pero la dejaba hablar. Por sus comentarios me enteré de que la familia del Saúl vivía en lo más profundo de la sierra de Durango, donde el padre era administrador de un aserradero; que era hijo único y que estaba viviendo como estudiante en nuestra ciudad; además de que, según parecía, no tenía más parientes cercanos que sus padres.
Una tarde, después de unos meses de iniciado el noviazgo, estando yo sólo en la casa, escuché el sonido apremiante de unos golpes en la puerta, abrí y ahí estaba el pinche bato.
Mi primer impulso fue decirle que se largara y cerrar la puerta, pero me quedé mudo, impresionado por su aspecto. Estaba trémulo y descolorido.
— Hola cuñao — me dijo apresuradamente — ¿Puedo hablar con Yola?
Estuve a punto de lanzarle un derechazo, pero me contuve y contesté:
— Salió con mi madre. De todos modos, no es hora de venir a verla ¿no crees?
— Discúlpame, sé que no es la hora adecuada, pero estoy en una situación muy especial. Un trabajador del aserradero, donde trabaja mi padre, vino a avisarme que éste tuvo un accidente, parece ser que grave, durante la tarde de ayer. Mi madre está sola y voy con ella a hacerme cargo de todo, salgo en este vehículo —señaló una pick-up verde— con el empleado que me trajo la noticia. No puedo esperar a Yola porque son muchas horas de camino hasta allá, tampoco sé si pueda regresar pronto y no es fácil comunicarse desde el aserradero. Por favor, te suplico que le avises a tu hermana. Yo regresaré, en cuanto pueda, o trataré de comunicarme con ella lo más pronto posible.
Me tendió la mano y, aunque de mala gana, respondí al gesto de despedida.
Se acercó al vehículo que estaba estacionado enfrente y dijo algo, que no escuché, al hombre que venía en él. Este le cedió el volante recorriéndose a la derecha. Tomó Saúl el lugar del conductor y arrancó, a toda velocidad, alejándose del lugar.
Por supuesto que no le di a Yola ningún recado. ¡Nomás eso faltaba! Ya buscaría él la forma de comunicarse. Pero pasaron los días y no supe que hubiera ninguna noticia del tal Saúl. Con eso se confirmaba, pensé yo, que no tenía ningún interés en Yola.
A ella, en cambio, le agarró una tiricia que, al verla, me ponía chinita la piel. Yo pensaba: mejor que lo olvide, ese bato no se la merece. Si realmente le importara Yola, ya habría encontrado la forma de hacerle llegar algún mensaje. Es un vil naco, tal como yo lo he juzgado siempre. Ya no la recuerda y es mejor que ella lo olvide también.
Mi madre se desvivía por distraerla; la llenaba de atenciones y chiqueos; la consentía regalándole pulseritas, aretes, listones y adornos para el pelo, discos, golosinas y regalos que sabía que le gustaban y, también, la hacía salir a acompañarla cuando iba a la calle a hacer sus compras.
Por las tardes invitaba a sus amigas que llegaban, siempre alegres, alharaquientas y juguetonas; tocaban música en el estereo y hasta se ponían a bailar; pero, en cuanto se iban, a Yola le agarraba la tiricia otra vez.
Una de aquellas bulliciosas tardes de tertulia, su amiga Rosa llevó un juego que a mí me pareció simplón, pero ella aseguraba que era divertido. Se trataba de una tabla rectangular, llamada Ouija, de regular tamaño, que tenía pintados, en la superficie, un alfabeto con un SI en un extremo y un NO en el otro, además de una mano, también de madera, empuñada y con un dedo extendido, que se deslizaba por la superficie señalando las letras y formando con ellas palabras para contestar, de esa manera, las preguntas que se le hicieran. Se suponía que alguien que tuviera cualidades de médium —intérprete entre los espíritus del más allá y los seres vivos— debía, después de que se formulara una pregunta, concentrarse colocando su mano sobre la de madera y dejarla deslizarse libremente y sin ninguna presión hacia las letras que formaran las respuestas.
Las convencí de que yo tenía cualidades para comunicarme con el mundo de los espíritus y me apoderé de la tabla dispuesto a divertirme a costa de su ingenuidad.
Empezaron las primeras preguntas a las que yo daba, guiando la manita, alguna respuesta cotorrona o atrevida que divertía o escandalizaba a las mujeres, mientras yo me carcajeaba por dentro. Hasta que alguien, no me di cuenta quien, tal vez mi propia hermana, hizo la pregunta que acabó con la diversión
— Dime, tablita ¿Dónde se encuentra Saúl Ayala Ponce?
La algarabía terminó y todo mundo quedó mudo.
Fue entonces cuando me llegó, como de rayo, la superchingona idea. A ese tipo teníamos que darlo por muerto para que Yola pudiera olvidarlo. Nadie debía de volverlo a mencionar. Oprimí, con determinación, la manita de madera y la dejé deslizarse sobre la Tabla Ouija guiándola para que diera la respuesta adecuada; y la manita, con firmeza, deletreó:
—S-A-Ú-L A-Y-A-L-A E-S-T-A M-U-E-R-T-O.
Un murmullo de sorpresa y el incontenible llanto de mi hermana acabaron con la función.
Los siguientes dos días permaneció Yola encerrada en su cuarto, a pesar de los ruegos de mi madre. Al tercer día, cuando llegué a mi casa, la encontré vacía. Vaya, pensé, parece que ya el duelo terminó; espero que el truco haya dado resultado y se acabe para siempre ese malhadado recuerdo.
Más tarde regresaron a casa mi madre y mi hermana, con cara de dolientes.
— ¿En dónde estaban? — pregunté — No he encontrado comida, ni siquiera para echarme un mugre taco.
— Fuimos a buscar a Saúl — contestó Yola con una voz grave que le desconocí — Localizamos su tumba en el panteón.
— ¡Cálmate! ¿estás loca? ¡No inventes historias macabras!
— Es cierto, hijo — aclaró mi madre — Encontramos su tumba en el cementerio. Un empleado nos informó que se mató en la carretera, a la salida de la ciudad, manejando una camioneta verde, a gran velocidad. El hombre que lo acompañaba, y que milagrosamente se salvó, informó que iban a encontrarse con la madre del muchacho porque el día anterior había tenido un accidente grave su papá.
Yola sigue encerrada en su habitación.
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